54

Caminaron un corto tramo por Sunset y entraron en el vestíbulo iluminado de Denny’s. Una mujer rubia les esperaba. Estaba sola. Iba vestida toda de negro. Chaqueta negra, blusa negra, falda negra, medias negras, zapatos de tacón negros. Un serio estilo de la costa Este, un tanto fuera de lugar en California y del todo fuera de lugar en un Denny’s de California. Era delgada, atractiva, a todas luces inteligente y se acercaba a los cuarenta.

Parecía un poco molesta y preocupada.

Parecía un poco inquieta.

Neagley se encargó de las presentaciones.

—Ella es Diana Bond —dijo—. De Washington, a través de la base aérea Edwards.

Diana Bond no llevaba nada con ella, excepto un pequeño bolso de cocodrilo. Ningún maletín. No es que Reacher esperase notas o planos. La llevaron a través del pobre restaurante y encontraron una mesa redonda en el fondo. Cinco personas apenas cabían en un compartimento para cuatro. Se acercó una camarera y pidieron café. La camarera volvió con cinco tazas y una jarra y sirvió. Cada uno bebió un sorbo, en silencio. Después habló Diana Bond. Y no comenzó con una charla intrascendente:

—Podría hacer que los detuviesen a todos.

Reacher asintió.

—Estoy un tanto sorprendido de que aún no lo haya hecho —comentó él—. Esperaba verla acompañada por un grupo de agentes.

—Una llamada a la Agencia de Inteligencia de Defensa habría bastado.

—¿Entonces por qué no ha hecho la llamada?

—Intento comportarme como una persona civilizada.

—Además de leal —señaló Reacher—. A su jefe.

—Y a mi país. En serio, me gustaría insistirles en que no continúen por esa línea de investigación.

—Pues no insista. Será otra jornada desperdiciada para usted —dijo Reacher.

—Estoy muy dispuesta a desperdiciar las jornadas que hagan falta.

—Así es como se gastan nuestros impuestos.

—Se lo estoy suplicando.

—No lo va a conseguir.

—Estoy apelando a su patriotismo. Es una cuestión de seguridad nacional.

—Entre los cuatro sumamos sesenta años de uniforme —dijo Reacher—. ¿Cuántos lleva usted?

—Ninguno.

—¿Cuántos lleva su jefe?

—Ninguno.

—Entonces deje de hablar de patriotismo y seguridad nacional, ¿vale? No está capacitada.

—¿Por qué demonios necesitan saber de Little Wing?

—Teníamos un amigo que trabajaba para New Age. Estamos intentando completar su necrológica.

—¿Está muerto?

—Probablemente.

—Lo siento mucho.

—Muchas gracias.

—Pero una vez más, quiero pedirles que no insistan en esto.

—No hay trato.

Diana hizo una larga pausa. Después asintió.

—De acuerdo, hablemos. Haré un bosquejo, y a cambio me juran por los sesenta años de uniforme que no irán más allá.

—Hecho.

—Y después de esta única conversación, no quiero volver a oír hablar de ustedes nunca más.

—Hecho.

Otra larga pausa. Como si Bond estuviese luchando con su conciencia.

—Little Wing es un nuevo tipo de torpedo —comenzó—. Para la flota submarina del Pacífico. Es bastante convencional, aparte de un sistema de control mejorado debido a los nuevos circuitos electrónicos.

Reacher sonrió.

—Buen intento —dijo—. Pero no cuela.

—¿Por qué no?

—Jamás creeríamos en su primera respuesta. Era obvio que intentaría despistarnos. Además, en la mayoría de los sesenta años que mencionamos nos hemos dedicado a escuchar a mentirosos, así que los reconocemos en cuanto los vemos. Por otra parte, algunos de esos sesenta años nos hemos dedicado a leer todo tipo de tonterías del Pentágono, así que sabemos qué uso le dan a las palabras. Un nuevo torpedo se llamaría probablemente Little Fish. Y también sabemos que a New Age le dieron libertad para escoger el lugar donde construirlo, así que si estuviesen trabajando para la marina hubiesen escogido San Diego, Connecticut o Newport News, en Virginia, pero no lo hicieron. En cambio, escogieron Los Ángeles Este. En los lugares más cercanos a esa zona solo hay bases aéreas, entre ellas Edwards, de donde acaba de venir usted, y, bueno, el nombre es Little Wing, por lo tanto es un artefacto aéreo.

Diana Bond se encogió de hombros.

—Tenía que intentarlo —admitió.

—Inténtelo de nuevo —le pidió Reacher.

Otra pausa.

—Es un arma de infantería —dijo Diana—. Del ejército, no de la fuerza aérea. New Age está en Los Ángeles Este por encontrarse cerca de Fort Irwin, y no de Edwards. Pero tiene usted razón, es un artefacto aéreo.

—¿Específicamente?

—Es un misil tierra-aire que puede ser disparado desde el hombro por un soldado. La siguiente generación.

—¿Qué hace?

Diana Bond sacudió la cabeza.

—No se lo puedo decir.

—Tendrá que hacerlo, o su jefe cae.

—Eso no es justo.

—¿Comparado con qué?

—Solo le diré que es un avance revolucionario.

—Ya hemos escuchado eso antes. Significa que estará anticuado dentro de un año, en lugar de los habituales seis meses.

—En realidad, creemos que dos años.

—¿Qué hace?

—No llamará a los periódicos. Estaría vendiendo a su país.

—Pónganos a prueba.

—¿Habla en serio?

—Como un cáncer de pulmón.

—No me lo creo.

—Pues más vale que lo haga o su jefe tendrá que buscar un nuevo empleo. Al parecer, le estamos haciendo un favor a nuestro país.

—A usted no le cae bien.

—¿Le cae bien a alguien?

—Los periódicos no lo publicarán.

—Ni lo sueñe.

Bond permaneció callada otro minuto.

—Prométame que no saldrá de aquí.

—Ya lo he hecho —afirmó Reacher.

—Es complicado.

—¿Como los cohetes espaciales?

—¿Conoce el Singer? —preguntó Bond—. ¿La actual generación?

Reacher asintió.

—Los he visto en acción. Todos los hemos visto.

—¿Qué hacen?

—Siguen las ondas de calor de los escapes de un reactor.

—Pero desde abajo —dijo Bond—. Lo que constituye una debilidad clave. Tienen que subir y maniobrar al mismo tiempo. Cosa que los hace relativamente lentos y un tanto engorrosos. Aparecen en el radar. El piloto puede realizar maniobras evasivas. Y son vulnerables a las contramedidas, como los falsos señuelos.

—¿Pero?

—Little Wing es revolucionario. Como la mayoría de las grandes ideas, comienza con una premisa muy sencilla. No hace el más mínimo caso del objetivo durante el ascenso. Realiza todo el trabajo en el trayecto de bajada.

—Comprendo —asintió Reacher.

—Cuando sube, no es más que un cohete tonto. Muy, muy rápido. Alcanza una altura de veintiséis mil metros, después reduce la velocidad, se detiene y comienza el descenso. Comienza a bajar por donde ha subido. Entonces se conecta a la electrónica y comienza a perseguir su objetivo. Tiene propulsores para maniobrar y superficies de control, y como la gravedad hace la mayor parte del trabajo, las maniobras pueden ser increíblemente precisas.

—Cae sobre la presa desde arriba —comentó Reacher—. Como un halcón.

Bond asintió de nuevo.

—A una velocidad increíble. Casi supersónica. No puede fallar. Y no se puede detener. Los radares defensivos aéreos siempre miran hacia abajo. Los señuelos siempre se lanzan hacia abajo. Tal como han sido las cosas hasta ahora, los aviones son muy vulnerables desde arriba. Se lo pueden permitir. Porque muy pocas cosas les amenazan desde arriba. Ahora es diferente. Esa es la razón por la que toda esta información es tan sensible. Tenemos una ventaja de unos dos años, durante los cuales nuestra capacidad tierra-aire será imbatible. Durante unos dos años cualquiera que utilice Little Wing podrá derribar cualquier cosa que vuele. Quizá más. Depende de lo rápido que diseñen las nuevas contramedidas.

—La velocidad hará que sea difícil encontrar contramedidas —opinó Reacher.

—Casi del todo imposible —afirmó Bond—. Los tiempos de reacción humana son demasiado lentos. Por tanto, las defensas tendrán que ser automatizadas. Eso significa que deberemos confiar en los ordenadores para que nos digan la diferencia entre un pájaro a cien metros de altura, Little Wing a mil seiscientos y un satélite a ochenta kilómetros. En potencia sería un caos. Las líneas aéreas civiles querrán protección, como es obvio, debido a las preocupaciones de ataques terroristas. Pero los cielos por encima de los aeropuertos civiles están abarrotados de aviones. O sea, que las falsas lecturas serían la norma, no la excepción y, por tanto, tendrían que desconectar la protección para los despegues y aterrizajes, algo que los haría del todo vulnerables cuando no pueden permitírselo.

—Menuda papeleta —exclamó Dixon.

—Pero es una papeleta teórica —apuntó O’Donnell—. Por lo que parece Little Wing no está funcionando muy bien.

—No puedo seguir adelante con este tema —dijo Bond.

—Ya tenemos un trato.

—No, porque estaríamos entrando en lo que son secretos comerciales.

—Mucho más importantes que los secretos de defensa.

—Los prototipos estaban bien —dijo Bond—. Las pruebas beta fueron excelentes. De pronto se encontraron con problemas en la producción.

—¿Los misiles, la electrónica o las dos cosas?

—La electrónica —respondió Bond—. La tecnología de los cohetes tiene más de cuarenta años ya. Pueden producirlos con los ojos cerrados. Los fabrican en Denver, Colorado. Son los circuitos electrónicos los que les plantean los problemas. Aquí mismo, en Los Ángeles. Ni siquiera han comenzado la producción en serie. Todavía los hacen uno a uno. Y ahora incluso eso se ha retrasado.

Reacher asintió y no dijo nada. Miró a través de la ventana por un momento y después cogió las servilletas de papel, las desplegó en abanico y las ordenó de nuevo en una pila. Le puso encima el azucarero. El restaurante estaba casi vacío. Había dos tipos solos, cada uno en un reservado en un extremo de la sala. Trabajadores cansados y encorvados. Aparte de ellos, no había nadie más. En la calle la luz de la tarde se apagaba. El letrero luminoso rojo y amarillo del restaurante se hacía cada vez más brillante. Algunos de los coches que pasaban por el bulevar ya habían encendido los faros.

—Es decir, Little Wing es otra de esas viejas patrañas —manifestó O’Donnell, rompiendo el silencio—. Otro sueño del Pentágono que no hace más que gastar dinero.

—Se suponía que no debía ser así —replicó Diana Bond.

—Nunca lo es.

—No es un fracaso total. Algunas de las unidades funcionan.

—Dijeron lo mismo del rifle M-16. Algo que era un verdadero consuelo cuando salías de patrulla con uno.

—Pero el M-16 se perfeccionó. Lo mismo pasará con el Little Wing. Valdrá la pena esperar. ¿Saben cuál es el avión mejor protegido del mundo?

—El Air Force One —dijo Dixon—. Lo primero siempre es salvar el culo de los políticos.

—Little Wing podría abatirlo sin el menor problema —apuntó Bond.

—Estupendo —dijo O’Donnell—. Es más fácil que votar.

—Debería leer la Ley Patriótica. Podrían arrestarle solo por pensarlo.

—No hay bastantes cárceles —señaló O’Donnell.

Apareció la camarera, que se mantuvo cerca de la mesa. Era obvio que esperaba algo más lucrativo de una mesa de cinco que cinco tazas de café. Dixon y Neagley captaron la indirecta y pidieron helados. Diana Bond no pidió nada. O’Donnell pidió una hamburguesa. La camarera miró con intención a Reacher. Él no la veía. Todavía jugaba con la pila de servilletas. Quitaba y ponía el azucarero.

—¿Señor? —dijo la camarera.

Reacher la miró.

—Tarta de manzana con helado. Y más café.

La camarera se fue y Reacher volvió a su pila de servilletas. Diana Bond recuperó el bolso que estaba en el suelo y le quitó el polvo con muchos aspavientos.

—Tengo que marcharme.

—De acuerdo —respondió Reacher—. Muchas gracias por venir.