Subieron al Chrysler aparcado para tener silencio. Las puertas eran gruesas y pesadas, cerraban bien y ofrecían esa especie de espacio silencioso que debía ofrecer un coche de lujo. Reacher abrió el teléfono del muerto, buscó la última llamada realizada en el registro, y a continuación apretó el botón verde para rellamar. Se llevó el móvil a la oreja y esperó. Escuchó. Nunca había sido propietario de un móvil pero sabía cómo usarlo. Las personas los oyen vibrar en sus bolsillos o escuchan los timbres, los sacan y miran la pantalla para saber quién llama y deciden si responden o no. En conjunto es un proceso mucho más lento que un teléfono convencional. Requiere que por lo menos suene unas cinco o seis veces.
El teléfono sonó una vez.
Dos.
Tres.
Después fue atendido por alguien que parecía haber corrido.
—¿Dónde demonios has estado? —preguntó una voz.
La voz era profunda. Un hombre mayor. Tampoco pequeño. Detrás de la exasperación y la urgencia había un cultivado acento de la costa Oeste, profesional, pero con un débil remanente de un deje callejero. Reacher no contestó. Escuchó atento para captar algún ruido de fondo. Pero no había ninguno. Ninguno en absoluto. Solo silencio como el de una habitación cerrada o un despacho silencioso.
—Hola —insistió la voz—. ¿Dónde demonios estás? ¿Qué está pasando?
—¿Quién habla? —preguntó Reacher, como si tuviese todo el derecho del mundo a saberlo. Como si hubiese marcado un número equivocado.
Pero el tipo no mordió el anzuelo. Había visto el número del móvil en el identificador de llamadas.
—No, ¿quién es usted? —preguntó a su vez con voz pausada.
Reacher hizo una pausa y respondió:
—Su chico fracasó anoche. Está muerto y enterrado, en sentido literal. Y ahora vamos a por usted.
Siguió un largo silencio. Después la voz dijo:
—¿Reacher?
—¿Conoce mi nombre? —preguntó Reacher—. No me parece justo que yo no sepa el suyo.
—Nadie ha dicho que la vida sea justa.
—Es verdad. Pero justa o no, disfrute la que le queda. Cómprese una botella de buen vino, alquile una peli. Pero dese prisa. Tiene unos dos días como máximo.
—No es más que un fantasma.
—Mire a través de la ventana.
Reacher oyó un movimiento súbito. El roce de los faldones de una americana, el suave movimiento de una silla rodante. Un despacho. Un tipo con traje. Una mesa que mira a la puerta.
Tan solo uno entre el millón de despachos que hay en el área 310.
—No es más que un fantasma —repitió la voz.
—Nos veremos pronto —afirmó Reacher—. Vamos a hacer un viaje todos juntos en helicóptero. De los que tanto le gustan. Pero con una gran diferencia. Supongo que mis amigos se opondrán. Pero usted no. Nos suplicará poder saltar. Nos lo rogará, se lo garantizo.
Luego cerró el teléfono y lo dejó caer sobre sus muslos.
Silencio en el coche.
—¿Primeras impresiones? —preguntó Neagley.
Reacher soltó el aliento.
—Un ejecutivo —contestó—. Un tipo grande. Un jefe. No es tonto. Una voz común. Un despacho propio con una ventana y una puerta cerrada.
—¿Dónde?
—No sabría decir. No había sonidos de fondo. Nada de tráfico ni aviones. Tampoco parecía muy preocupado porque tuviésemos su número de teléfono. El nombre del propietario será falso. Este coche también, estoy seguro.
—¿Entonces qué?
—Volvemos a Los Ángeles. Nunca tendríamos que habernos marchado.
—Esto tiene que ser por Swan —afirmó O’Donnell—. Tiene que serlo, ¿no? No puede ser por Franz, ni tampoco por Orozco y Sánchez, así que ¿qué nos queda? Tuvo que haberse metido en algo inmediatamente después de dejar New Age. Quizá lo tenía todo preparado y estaba a la espera de entrar en acción.
—Necesitamos hablar con su antiguo jefe —dijo Reacher—. Tenemos que averiguar si compartió alguna preocupación privada antes de marcharse. —Se volvió hacia Neagley—. Prepara de nuevo la cita con Diana Bond, la mujer de Washington. Por lo de New Age y Little Wing. Necesitamos algo que nos permita negociar. El antiguo jefe de Swan quizás hable más si sabe que nos mantendremos callados si recibimos algo a cambio. Además, siento curiosidad.
—Yo también —admitió Neagley.
Robaron el Chrysler. Ni siquiera se bajaron. Reacher cogió las llaves de Neagley, puso el motor en marcha y condujo hasta el hotel. Aparcó en el lateral del camino de servicio mientras los demás entraban para preparar las maletas. Le gustaba el coche. Era discreto y potente. Veía su exterior reflejado en las ventanas del hotel. El color azul resaltaba la elegancia del diseño. Era cuadrado, sólido y tan sutil como un martillo. La clase de coche que le gustaba. Comprobó los mandos y los accesorios, conectó el cargador del móvil del muerto y cerró la tapa del reposabrazos.
Dixon fue la primera en salir del vestíbulo, seguida por un botones que llevaba su equipaje y un aparcacoches que se adelantó para buscarle el suyo. Luego aparecieron Neagley y O’Donnell juntos. Neagley estaba guardando el recibo de la tarjeta de crédito en el bolso y cerraba el móvil al mismo tiempo.
—Rastreamos la matrícula —dijo—. Pertenece a una corporación llamada Walter cuya dirección comercial es un apartado de correos en el centro de Los Ángeles.
—Bonito —comentó Reacher—. Walter por Walter Chrysler. Estoy seguro de que el teléfono es de una corporación llamada Alexander, por Graham Bell.
—La Walter Corporation alquila un total de siete coches —añadió Neagley.
—Es un detalle a tener en cuenta —manifestó Reacher—. Tendrán refuerzos esperando en alguna parte.
Dixon dijo que ella llevaría a O’Donnell en su coche de alquiler. Reacher abrió el maletero del Chrysler. Neagley cargó las maletas y después fue a sentarse en el asiento del pasajero.
—¿Dónde vamos a alojarnos? —preguntó Dixon a través de la ventanilla abierta.
—En algún lugar diferente —contestó Reacher—. Hasta ahora nos han visto en el Wilshire y el Chateau Marmont. Necesitamos un cambio de ritmo, la clase de lugar donde no se les ocurriría ubicarnos. Vamos a probar con el Dunes, en Sunset.
—¿Qué es?
—Un motel. De los que me gustan.
—¿Qué tal está?
—No está mal. Tiene camas y puertas que cierran.
Reacher y Neagley salieron primero. El tráfico fue lento durante todo el trayecto hasta salir de la ciudad, después la 15 se vació y Reacher se acomodó para el viaje a través del desierto. El coche era rápido y silencioso. Neagley dedicó los primeros treinta minutos a la caza telefónica de Diana Bond por toda la base Edwards de la Fuerza Aérea antes de quedarse sin cobertura en el móvil. Reacher desconectó y se centró en la carretera. Era un conductor competente, pero no bueno. Había aprendido en el ejército y nunca había recibido instrucción civil. Nunca había pasado el examen de conducir, ni había tenido carné civil. Neagley era mucho mejor conductora que él. Y mucho más rápida. Concluyó sus llamadas y comenzó a moverse impaciente. No dejaba de mirar el velocímetro.
—Conduce como si lo hubieras robado —dijo ella—. Cosa que has hecho.
Así que Reacher aceleró un poco. Comenzó a adelantar un vehículo tras otro, entre ellos un camión mediano de una compañía de alquiler que avanzaba en dirección oeste por el carril de la derecha.
Dixon les alcanzó a unos dieciséis kilómetros de Barstow y le hizo señales con las luces. Se puso a la par y O’Donnell, desde el asiento del pasajero, se llevó la mano a la boca para indicar que quería comer. Como unos masoquistas indefensos, hicieron un alto en el mismo restaurante donde habían parado a la ida. No había ningún otro en muchos kilómetros, y todos tenían hambre. No habían comido.
La comida era igual de mala que la vez anterior y la conversación triste. Sobre todo hablaron de Sánchez y Orozco. De lo difícil que era mantener en marcha una empresa pequeña, y todavía más difícil para los antiguos militares. Entraban en el mundo civil con todas las falsas expectativas. Esperaban encontrar las mismas certidumbres que habían conocido antes. La franqueza, la transparencia, la honradez, el sacrificio compartido. Reacher tenía la sensación de que en muchos momentos Dixon y O’Donnell hablaban de ellos mismos. Se preguntó hasta qué punto les iba bien, o si solo era una fachada, cuál era la cifra real de su éxito aparente que reflejaba la declaración de impuestos. Y cómo sería en el futuro año. Dixon tenía problemas porque se había marchado de su último trabajo. O’Donnell había tenido que desatender sus asuntos durante un tiempo para ocuparse de su hermana. Solo Neagley parecía no tener ninguna preocupación. Su prosperidad era indiscutible. Pero era una entre nueve. Una fracción apenas por encima del once por ciento, para una de las mejores licenciadas que había producido el ejército.
No estaba bien.
«Estás muy bien fuera de todo esto», había comentado Dixon.
«Es como me siento por lo general», había respondido él.
«Lo único que tenemos y que tú no tienes son maletas», había afirmado O’Donnell.
«¿Pero qué tengo yo que vosotros no tenéis?», le había preguntado Reacher.
Acabó de comer convencido de que estaba más cerca de la respuesta que antes.
Después de Barstow vinieron Victorville y Lake Arrowhead. Luego las montañas se alzaron ante ellos. Pero primero, esta vez a su derecha, estaban las tierras yermas que había sobrevolado el helicóptero. Una vez más, Reacher se dijo a sí mismo que no debía mirar, pero de nuevo lo hizo. Apartó los ojos de la carretera y miró al norte y al oeste durante unos segundos. Sánchez y Swan estarían en alguna parte de esa extensión. No veía ningún motivo para suponer lo contrario.
Pasaron por una zona con cobertura y sonó el móvil de Neagley. Era Diana Bond, lista y preparada para dejar la base al primer aviso.
—Dile que se encuentre con nosotros en aquel Denny’s en Sunset. Donde estuvimos antes —le pidió Reacher. Neagley hizo una mueca y él añadió—: Parecerá que estamos comiendo en el Maxim’s de París después del bar en el que hemos parado.
Así que Neagley acordó el encuentro y Reacher cambió de marcha y comenzó a subir las primeras pendientes del monte San Antonio. Menos de una hora más tarde estaban alquilando habitaciones en el motel Dunes.
El Dunes era de esa clase de establecimientos en los que el precio de cualquiera de las habitaciones no se acercaba ni por asomo a las tres cifras por noche y donde los huéspedes debían depositar una fianza por el mando a distancia del televisor, que se entregaba con gran ceremonia junto con la llave. Reacher pagó las cuatro habitaciones con el dinero robado para evitarse el trámite de acreditar sus nombres verdaderos con alguna documentación. Aparcaron los coches fuera de la vista de la calle y se reagruparon en un oscuro y cochambroso bar junto a una lavandería, todo lo anónimos que pueden estar cuatro personas en el condado de Los Ángeles.
Los lugares preferidos de Reacher.
Una hora más tarde, Diana Bond llamó a Neagley para decirle que entraba en el aparcamiento de Denny’s.