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Se colocaron alrededor del Chrysler a una cautelosa y prudente distancia, como si fuese una pieza de arte rodeada por un cordón de terciopelo en un museo de arte moderno. Un 300 C, azul oscuro, con matrícula de California. Estaba aparcado junto al bordillo, cerrado, silencioso y frío, un poco sucio por el viaje. Neagley sacó las llaves que Reacher había encontrado en los bolsillos del moribundo, las sostuvo con el brazo extendido como el tipo había sujetado el arma y apretó el botón del mando a distancia.

Se encendieron las luces del Chrysler azul y se abrieron los seguros de las puertas con un chasquido sordo.

—Estaba detrás del Chateau Marmont —explicó Reacher—. Esperando. El mismo tipo en el interior. Su traje tenía el mismo color del metal. Lo tomé por un coche de alquiler.

—Los otros les dijeron que vendríamos —dijo O’Donnell—. Supongo que al principio se lo tomarían como una amenaza. Y después como un consuelo. Así que enviaron al tipo para que nos liquidase. Nos vio en la acera en cuanto llegó a la ciudad. Estábamos delante mismo de él. Tuvo suerte.

—Mucha suerte —opinó Reacher—. Que todos nuestros enemigos tengan esta misma buena suerte.

Abrió la puerta del conductor. El coche olía a cuero nuevo y plástico. No había marcas en el interior. Había mapas plegados nuevos en el compartimento de la puerta. Eso era todo. Nada más a la vista. Se metió en el interior y estiró un brazo hasta la tapa de la guantera. La abrió. Sacó una cartera y un móvil. Era todo lo que había. Ningún documento, ningún seguro. Ningún manual de instrucciones. Solo una cartera y un móvil. La cartera era un objeto delgado pensado para ser llevado en el bolsillo del pantalón. Era un rectángulo rígido de cuero negro con un receptáculo con cierre para el dinero en un lado y otro para las tarjetas de crédito en el otro. Llevaba un montón de pasta. Más de setecientos dólares, la mayor parte en billetes de cincuenta y veinte. Reacher los cogió todos. Los sacó de la cartera y se los metió en el bolsillo del pantalón.

—Me darán de comer durante otras dos semanas antes de que tenga que buscar trabajo —comentó—. Todo tiene una parte buena.

Le dio la vuelta a la cartera. La sección de tarjetas de crédito estaba llena. Había un carné de conducir de California y cuatro tarjetas de crédito. Dos Visas, una Amex y una Mastercard. Faltaban años para la fecha de caducidad. El carné y las cuatro tarjetas estaban expedidas a nombre de un tipo llamado Saropian. La dirección en el carné era un número de cinco dígitos de una calle de Los Ángeles y un número de código postal que para Reacher no significaba nada.

La dejó caer en el asiento del acompañante.

El móvil era un teléfono pequeño, plateado, con una ventana redonda delante. Recibía señal de cobertura completa pero tenía la batería baja. Reacher lo abrió y se iluminó una pantalla a todo color. Había cinco mensajes de voz.

Le pasó el teléfono a Neagley.

—¿Puedes recuperar estos mensajes? —preguntó.

—No sin el número de código.

—Mira el registro de llamadas.

Neagley buscó entre los menús y seleccionó opciones.

—Todas las llamadas recibidas y efectuadas corresponden a un mismo número —dijo—. Un código de zona 310. Corresponde a Los Ángeles.

—¿Fijo o móvil?

—Podría ser cualquiera de los dos.

—¿Un gorila que llama a su jefe?

Neagley asintió.

—Y viceversa. Un jefe que da órdenes a un gorila.

—¿Tu hombre en Chicago podría conseguir un nombre y una dirección para ese jefe?

—Podría ser.

—Dile que lo busque ya. También la matrícula del coche.

Neagley utilizó su propio móvil para llamar a su despacho. Reacher levantó el reposabrazos central y no encontró nada en la consola excepto un bolígrafo y un cargador de coche para el móvil. Buscó en el asiento trasero. Allí no había nada.

Salió del coche y miró en el maletero. Rueda de repuesto, gato, herramienta. Aparte de eso, vacío.

—No hay equipaje —dijo—. Este tipo no tenía planeado un viaje largo. Pensó que íbamos a ser presas fáciles.

—Casi lo fuimos —señaló Dixon.

Neagley cerró el móvil del muerto y se lo devolvió a Reacher, que lo dejó caer en el asiento del pasajero, junto a la cartera.

Luego lo cogió de nuevo.

—Esta es una situación a la inversa, ¿no? —dijo—. No sabemos quién ha enviado a este tipo, desde dónde o por qué.

—¿Pero? —preguntó Dixon.

—Pero sea quien sea, tenemos su número. Podemos llamarle y decirle hola, si queremos.

—¿Queremos?

—Sí, creo que queremos.