Azhari Mahmoud arrojó el pasaporte de Andrew MacBride a un contenedor de basura y se convirtió en Anthony Matthews en su camino al garaje de la compañía de alquiler de camiones U-Haul. Tenía un puñado de tarjetas de crédito y un carné de conducir válido con ese nombre. La dirección en el carné pasaría cualquier investigación a fondo. Era un edificio real, una vivienda ocupada, no un buzón de correos o un solar vacío. La dirección para enviar facturas de las tarjetas de crédito coincidía. Mahmoud había aprendido mucho a lo largo de los años.
Había decidido alquilar un camión de tamaño mediano. En general prefería siempre las opciones medianas. Destacan menos. Los empleados recuerdan a las personas que piden lo más grande o lo más pequeño de cualquier cosa. Un camión de tamaño mediano serviría para el trabajo. Su educación en ciencias había sido escasa, pero podía hacer un cálculo aritmético sencillo. Sabía que el volumen se calculaba midiendo el alto por el ancho por el largo. Sabía que las seiscientas cincuenta cajas se podían apilar en diez filas de ancho, trece de fondo y cinco de alto. Al principio pensó que diez de ancho sería una dimensión demasiado grande para meterlas en cualquier camión disponible, pero luego comprendió que podía reducir el ancho requerido apilando las cajas de lado. Funcionaría.
De hecho sabía que todo funcionaría, porque aún llevaba las cien monedas de veinticinco centavos que había ganado en el aeropuerto.
Le dieron a Tammy Orozco sus condolencias y el nombre de Curtis Mauney y la dejaron sola en su sofá. Después acompañaron a Milena hasta el bar donde trabajaba. Tenía que ganarse la vida y ya llegaba tres horas tarde. La muchacha dijo que la despedirían si faltaba a la concurrencia de la happy hour durante la tarde. En el Strip se veía un poco más de movimiento a medida que pasaba el día. Pero la obra en construcción continuaba desierta. Ninguna actividad. El reguero en la alcantarilla se había secado. Aparte de eso no había ningún cambio. El sol estaba alto. No era sofocante, pero hacía bastante calor. Reacher comenzó a pensar en lo poco profundo que estaba enterrado el cadáver. En la descomposición, los gases, los olores y los animales curiosos.
—¿Hay coyotes por aquí? —preguntó.
—¿En la ciudad? —dijo Milena—. Nunca he visto ninguno.
—Vale.
—¿Por qué?
—Simple curiosidad.
Continuaron caminando. Tomaron por el mismo atajo que habían seguido antes. Llegaron delante del bar poco después de las tres de la tarde.
—Tammy estaba furiosa —comentó Milena—. Lo lamento.
—Era de esperar —dijo Reacher.
—Estaba allí cuando se presentaron los malos para el registro. Dormía. La golpearon en la cabeza. Permaneció inconsciente durante una semana. No recuerda nada de nada. Ahora culpa de todos sus problemas a la persona que llamó.
—Comprensible —dijo Reacher.
—Pero yo no les culpo —continuó Milena—. No fue ninguno de ustedes quien llamó. Supongo que la mitad de ustedes estaban involucrados y la otra mitad no.
Entró en el bar sin mirar atrás. La puerta se cerró detrás de ella. Reacher se apartó y se sentó en el murete donde habían esperado aquella mañana.
—Lo siento, muchachos —dijo—. Hemos desperdiciado mucho tiempo. Es culpa mía.
Nadie respondió.
—Neagley tendría que tomar el mando —añadió—. Estoy perdiendo facultades.
—Mahmoud ha venido aquí —dijo Dixon—. No a Los Ángeles.
—En toda lógica solo para tomar un vuelo. Es probable que ahora mismo esté en Los Ángeles.
—¿Por qué no tomó un vuelo directo?
—¿Por qué llevar cuatro pasaportes falsos? Es cauto sea quien sea. Deja pistas falsas.
—Nos atacaron aquí —afirmó Dixon—. No en Los Ángeles. No tiene sentido.
—Venir aquí ha sido una decisión colectiva —señaló O’Donnell—. Nadie protestó.
Reacher oyó una sirena en el Strip. No el sonido bajo de un camión de bomberos, ni el aullido frenético de una ambulancia. Un coche de policía que circulaba a gran velocidad. Miró hacia el solar en construcción a unos ochocientos metros de distancia. Se puso de pie, se movió a la derecha y se protegió los ojos para observar el corto tramo del Strip que resultaba visible. Un poli no era nada, pensó. Si algún capataz se había presentado a trabajar y encontrado algo, habría toda una caravana.
Esperó.
No pasó nada. No más sirenas. No más polis. Ninguna caravana. Solo el típico atasco de tráfico. Dio un paso más, para ampliar su campo de visión, para estar seguro. Vio un destello de rojo y azul más allá de la esquina de un colmado. Un coche aparcado al sol. Un faro de plástico rojo sobre el piloto trasero. Pintura azul oscuro en el parachoques.
Un coche.
Azul oscuro.
—Sé dónde vi a ese tipo antes —dijo.