48

Por la mañana, la ciudad de Las Vegas se veía chata, pequeña y desprotegida debajo del fuerte sol del desierto. La luz era implacable. Mostraba todos los fallos y los compromisos. Aquello que por la noche había parecido un inspirado impresionismo se veía como una ridícula falsificación durante el día. El propio Strip podría haber sido cualquier vieja calle de cuatro carriles de América. Esta vez caminaron en una formación diferente, dos delante y dos atrás, un blanco colectivo más pequeño, alerta y siempre atentos a quien estaba delante y quien estaba detrás de ellos.

Pero no había nadie delante ni detrás. El tráfico en la calle era escaso y las aceras estaban desiertas. Las Vegas por la mañana era lo más cercano a estar en silencio.

La obra en construcción a mitad del Strip también estaba en silencio.

Desierta.

Ninguna actividad.

—¿Hoy es domingo? —preguntó Reacher.

—No —contestó O’Donnell.

—¿Una fiesta?

—No.

—Entonces ¿por qué no están trabajando?

No había ningún poli en el lugar. Ninguna cinta de la escena del crimen. Ninguna investigación en marcha. Nada de nada. Reacher echó un vistazo donde había tumbado la cerca la noche anterior. Al otro lado la tierra y la arena estaban embarradas allí donde Neagley las había rociado con la manguera. En la vieja acera había una enorme mancha seca. La vieja alcantarilla tenía un último reguero húmedo que caía por la rejilla. Un desastre, por supuesto, pero ninguna obra era ordenada. No era perfecto, pero sí razonable. No había nada a la vista que pudiese llamar la atención.

—Extraño —comentó Reacher.

—Quizá se les acabó el dinero —opinó O’Donnell.

—Es una pena. Aquel tipo comenzará a oler muy pronto.

Continuaron caminando. Esta vez sabían bien adónde iban y a la luz del día encontraron un atajo entre el laberinto de calles curvas. Llegaron al bar con el pozo de fuego desde otra dirección. Aún no habían abierto. Se sentaron en un murete y esperaron con los ojos entrecerrados para protegerse del sol. La temperatura era cálida, casi calurosa.

—Doscientos once días despejados al año en Las Vegas —dijo Dixon.

—La máxima de verano es de treinta y ocho grados centígrados —añadió O’Donnell.

—La temperatura más baja de invierno es de dos grados centígrados.

—Diez centímetros por metro cuadrado de lluvia al año.

—Dos centímetros de nieve, algunas veces.

—Todavía no he leído mi folleto informativo —dijo Neagley.

Para el momento en que el reloj mental de Reacher marcó las doce menos veinte, comenzaron a aparecer los empleados. Venían por la calle en grupos de a dos o solos, hombres y mujeres que caminaban despacio sin ningún entusiasmo visible. A medida que pasaban, Reacher les preguntaba a todas las mujeres si se llamaban Milena. Todas respondieron que no.

Entonces la acera volvió a quedar desierta.

A las doce menos diez apareció otro grupo. Reacher comprendió que las oleadas respondían a los horarios del autobús.

Pasaron tres mujeres. Jóvenes, cansadas, con zapatillas blancas en los pies.

Ninguna de ellas se llamaba Milena.

El reloj mental de Reacher continuó funcionando. Faltaba un minuto para las doce. Neagley consultó su reloj.

—¿Ya preocupado? —preguntó ella.

—No —contestó Reacher, porque por encima del hombro de Neagley acababa de ver a una muchacha que solo podía ser Milena. Estaba a unos cincuenta metros y caminaba un tanto deprisa. Era baja, delgada y morena, vestida con unos tejanos desteñidos y una camiseta blanca corta. Tenía una joya colocada en el ombligo. Llevaba una mochila de nailon azul al hombro. Tenía el pelo negro largo peinado hacia adelante y enmarcaba un rostro bonito que parecía tener unos diecisiete años. Pero a juzgar por la manera como se movía estaba cerca de los treinta. Se la veía cansada y preocupada.

Parecía infeliz.

Reacher se levantó del murete cuando la joven estaba a tres metros y preguntó:

—¿Milena?

La joven demoró el paso con aquella especie de súbita alerta que cualquier mujer debe sentir cuando por azar se le acerca en la calle un gigante. Miró hacia la puerta del bar y después a la acera opuesta, como si valorase sus opciones para una fuga rápida. Titubeó como si estuviese atrapada entre la necesidad de detenerse y la urgencia de correr.

—Somos amigos de Jorge —explicó Reacher.

Milena lo miró, y después miró a los otros, y luego otra vez a él. Algo así como una lenta comprensión apareció en su rostro, primero extrañeza, después esperanza, luego incredulidad y por último aceptación, la misma secuencia que Reacher imaginaba que un jugador de póquer debía de experimentar cuando un cuarto as aparecía en su mano.

Entonces hubo algo así como una callada satisfacción en sus ojos, como si al contrario que todas las expectativas un reconfortante mito hubiese resultado ser verdad.

—Ustedes son los del ejército —dijo Milena—. Me dijo que vendrían.

—¿Cuándo?

—A todas horas. Dijo que si alguna vez tenía problemas, acabarían por aparecer en algún momento.

—Y aquí estamos. ¿Dónde podemos hablar?

—Solo tengo que avisar de que voy a llegar tarde hoy. —Sonrió con una cierta timidez y después pasó junto a ellos para entrar en el bar. Salió al cabo de dos minutos, con paso más rápido, más erguida, con los hombros rectos, como si le hubiesen quitado un peso de encima. Como si ya no estuviese sola. Se la veía joven pero capaz. Tenía los ojos de color castaño claro, una piel limpia y las manos delgadas y nervudas de una persona que ha trabajado duro durante diez años.

—A ver si lo adivino —dijo Milena. Se volvió hacia Neagley—. Usted debe de ser Neagley. —Luego se acercó a Dixon—. Por lo tanto usted es Karla. —Se volvió hacia Reacher y O’Donnell—. Reacher y O’Donnell, ¿no? El gigante y el apuesto. —O’Donnell le sonrió y ella miró de nuevo a Reacher—. Me dijeron que anoche estuvieron aquí buscándome.

—Queremos hablar con usted sobre Jorge —dijo Reacher.

Milena respiró hondo y tragó saliva.

—Está muerto, ¿verdad?

—Es lo más probable —respondió Reacher—. Sabemos a ciencia cierta que Manuel Orozco está muerto.

—¡No! —exclamó Milena.

—Lo siento —dijo Reacher.

—¿Dónde podemos hablar? —preguntó Dixon.

—Debemos ir al apartamento de Jorge —contestó Milena—. Su casa. Tienen que verla.

—Oímos que la destrozaron.

—Yo la ordené un poco.

—¿Está lejos?

—Podemos ir andando.

Caminaron de nuevo por el Strip, los cinco en hilera. La obra en construcción continuaba desierta. Ninguna actividad. Pero tampoco ninguna conmoción. Ni un solo poli. Milena preguntó otras dos veces si Sánchez estaba muerto como si repitiendo la pregunta quizá consiguiera la respuesta que deseaba oír. En ambas ocasiones Reacher respondió: «Es lo más probable».

—Pero no lo saben a ciencia cierta.

—Aún no han encontrado su cuerpo.

—Pero sí el de Orozco.

—Sí. Lo vimos.

—¿Qué pasa con Calvin Franz y Tony Swan? ¿Por qué no están aquí?

—Franz está muerto. Es probable que Swan también.

—¿Es seguro?

—Franz seguro.

—Pero no Swan.

—No, Swan no es seguro.

—Ni tampoco es seguro en el caso de Jorge.

—No, no es seguro. Pero probable.

—Vale. —Ella continuó caminando poco dispuesta a rendirse, rehusando abandonar la esperanza. Pasaron uno a uno por delante de los hoteles, se movieron entre los facsímiles de las grandes ciudades del mundo en el espacio de unos pocos centenares de metros. Entonces vieron los edificios de apartamentos. Milena los guio a la izquierda, y después a la derecha hasta una calle paralela. Se detuvo a la sombra de una marquesina que daba al vestíbulo de un edificio que quizás había sido el mejor lugar de la ciudad antes de las cuatro generaciones de mejoras.

—Es aquí —dijo Milena—. Tengo una llave.

Se quitó la mochila del hombro y buscó en ella hasta encontrar un monedero. Abrió la cremallera y sacó una llave de latón.

—¿Cuánto hace que lo conocía? —preguntó Reacher.

Ella hizo una larga pausa, sorprendida por ese uso del tiempo pasado, e intentando encontrar la manera de que pareciese menos definitivo.

—Nos conocimos hace algunos años —contestó.

Les hizo entrar en el vestíbulo. Había un portero detrás de una mesa. Él la saludó con cierta familiaridad. Milena los llevó hasta el ascensor. Bajaron en la décima planta y fueron a la derecha por un pasillo con la pintura en malas condiciones. Se detuvieron delante de una puerta verde.

Milena utilizó la llave.

En el interior, el piso no era enorme, pero tampoco pequeño. Dos dormitorios, un salón, una cocina. Una decoración sencilla, en su mayor parte blanca, algunos colores brillantes, un tanto anticuado. Grandes ventanas. Tiempo atrás, el lugar debía de haber tenido una buena vista del desierto, pero ahora daba directamente a un nuevo edificio a una manzana de distancia.

Era la casa de un hombre, sencilla, sin adornos, sin diseño.

Era un verdadero desastre.

Había sufrido el mismo tipo de trauma que el despacho de Calvin Franz. Las paredes, el suelo y el techo eran de cemento, así que no habían sufrido daño. Pero aparte de eso el tratamiento había sido similar. Todo el mobiliario había sido destrozado y hecho trizas. Las sillas, los sofás, el escritorio, la mesa. Los libros y los papeles habían sido desparramados por todas partes. Un televisor y el equipo de música habían sido aplastados. Los CD cubrían casi todo el suelo. Habían levantado las alfombras y las habían arrojado a un lado. La cocina estaba prácticamente demolida.

La limpieza de Milena se había limitado a apilar parte de los escombros por el perímetro y meter de nuevo parte del relleno en algunos de los cojines. Había apilado unos cuantos libros y papeles cerca de los estantes rotos donde habían estado. Aparte de eso, no podía haber hecho mucho más. Una tarea infructuosa.

Reacher encontró la basura de la cocina donde Curtis Mauney había dicho que había encontrado la servilleta arrugada. El cubo había sido arrancado del montante debajo del fregadero y arrojado al otro lado de la habitación. En el cubo quedaban algunos desperdicios, el resto estaba ahora en el suelo.

—Esto se debe más a la furia que a la eficiencia —señaló—. Casi destruir por destruir. Como si estuviesen tan furiosos como preocupados.

—Estoy de acuerdo —manifestó Neagley.

Reacher abrió una puerta y entró en el dormitorio principal. La cama estaba hecha trizas. El colchón, destruido. En el armario, las prendas habían sido arrojadas por todas partes. Los percheros habían sido arrancados. Los estantes, rotos. Jorge Sánchez habla sido una persona ordenada, y su orden y pulcritud se habían visto reforzados por los años de vivir de acuerdo con las normas y las reglamentaciones militares. No quedaba nada de él en esa casa. Ni el menor rastro, ni un eco.

Milena se movía por el espacio, distraída, colocando más cosas en pilas, deteniéndose de vez en cuando para hojear un libro o mirar una foto. Utilizó la cadera para devolver el sofá roto a la posición correcta, aunque nadie volvería a sentarse allí.

—¿Los polis han estado aquí? —preguntó Reacher.

—Sí —respondió la joven.

—¿Llegaron a alguna conclusión?

—Creen que los que estuvieron aquí se presentaron como falsos operarios. De la televisión por cable o el teléfono.

—Vale.

—Pero yo creo que sobornaron al portero. Hubiese sido lo más fácil.

Reacher asintió. Las Vegas, la ciudad de las estafas.

—¿Los polis tienen alguna idea de por qué?

—No —respondió Milena.

—¿Cuándo vio a Jorge por última vez?

—Cenamos juntos —contestó Milena—. Aquí. Comida china.

—¿Cuándo?

—Su última noche en Las Vegas.

—¿Entonces usted estuvo aquí?

—Solo nosotros dos.

—Escribió algo en una servilleta —dijo Reacher.

Milena asintió.

—¿Porque alguien le llamó?

Milena asintió.

—¿Quién le llamó? —preguntó Reacher.

—Calvin Franz —contestó Milena.