Reacher ayudó a Dixon a levantarse. Neagley se levantó por sus propios medios. O’Donnell se movía en círculo, intentando mantener los pies fuera del gran charco de sangre que escapaba de la pierna del pistolero. Era obvio que tenía reventada la arteria femoral. Un corazón humano sano es una bomba muy poderosa y el corazón de ese tipo estaba bombeando toda su provisión de sangre en la calle. Un tipo de su tamaño debería tener unos ocho litros de sangre en el momento de recibir el impacto. La mayor parte de ellos ya se habían derramado.
—Apártate, Dave —le avisó Reacher—. Déjale que se desangre. No vale la pena estropear un par de zapatos.
—¿Quién es? —preguntó Dixon.
—Posiblemente nunca lo sepamos —dijo Neagley—. Tiene el rostro hecho un auténtico desastre.
Tenía razón. Los nudillos cerámicos de O’Donnell habían hecho bien su trabajo. Parecía como si al tipo lo hubiesen atacado con martillos y puñales. Reacher caminó en un amplio círculo alrededor de su cabeza, lo cogió del cuello y lo arrastró hacia atrás. El lago de sangre cambió a la forma de una lágrima. Reacher aprovechó el pavimento seco, se puso en cuclillas y rebuscó en sus bolsillos.
No encontró nada en ellos.
Ninguna cartera, ninguna identificación, nada de nada.
Solo las llaves de un coche y un mando a distancia, en un sencillo aro de acero.
El tipo estaba pálido y comenzaba a adquirir un color azulado. Reacher apoyó un dedo en el pulso del cuello y notó un ritmo irregular. La sangre que manaba del muslo comenzaba a ser espumosa. Ahora había mucho aire en su sistema vascular. La sangre salía, el aire entraba. Una simple cuestión de física. La naturaleza aborrece el vacío.
—Agoniza —dijo Reacher.
—Buen disparo, Dave —afirmó Dixon.
—Y con la mano izquierda —precisó O’Donnell—. Espero que te hayas percatado.
—Tú eres diestro.
—Estaba cayendo sobre mi brazo derecho.
—Sobresaliente —manifestó Reacher.
—¿Qué oíste?
—El cerrojo. Es una cosa de la evolución. Como un depredador que pisa una ramita.
—Por tanto es una ventaja estar más cerca de los cavernícolas que del resto de nosotros.
—Puedes estar seguro.
—¿Pero quién actúa así? ¿Quién ataca sin una bala en la recámara?
Reacher dio un paso atrás y miró al tipo tendido.
—Creo que lo reconozco —dijo.
—¿Cómo es posible? —preguntó Dixon—. Ni siquiera su propia madre lo reconocería.
—El traje —contestó Reacher—. Creo que lo he visto antes.
—¿Aquí?
—No lo sé. En algún lugar. No puedo recordarlo.
—Piensa.
—Yo nunca he visto ese traje antes —intervino O’Donnell.
—Yo tampoco —afirmó Neagley.
—Ni yo —precisó Dixon—. Pero sea lo que sea, es una buena señal, ¿no? Nadie intentó matarnos en Los Ángeles. Nos debemos de estar acercando.
Reacher le lanzó la pistola y las llaves del coche del tipo a Neagley y echó abajo una parte de la cerca de la obra en construcción. Arrastró al tipo a través de la brecha todo lo rápido que pudo, para minimizar la mancha de sangre. El tipo todavía sangraba un poco. Reacher lo arrastró a través del suelo hasta situarlo detrás de unos montones de gravilla, en una zanja ancha con un encofrado de madera. La zanja tenía casi dos metros cuarenta de profundidad. El fondo estaba cubierto de gravilla. El encofrado estaba allí para moldear el cemento de los cimientos. Reacher arrojó al tipo a la trinchera. El cuerpo cayó los dos metros cuarenta, golpeó en las piedras y se acomodó pesadamente, casi de lado.
—Buscad palas —dijo Reacher—. Tenemos que cubrirlo con más grava.
—¿Ya está muerto? —preguntó Dixon.
—¿A quién le importa?
—Tendríamos que ponerlo boca arriba. De esa manera necesitaremos menos piedras —señaló O’Donnell.
—¿Te ofreces voluntario? —preguntó Reacher.
—Llevo un traje bueno. Y hasta ahora he hecho todo el trabajo pesado.
Así que Reacher se encogió de hombros y saltó al interior. Puso al tipo boca arriba de un puntapié, lo pisoteó hasta que el cuerpo quedó enterrado en parte en la grava que cubría el fondo. Luego salió del agujero y O’Donnell le dio una pala. Entre los dos hicieron más de diez viajes hasta el montón de gravilla antes de conseguir que el cuerpo quedase bien cubierto. Neagley encontró una manguera conectada a un grifo, la desenrolló y abrió el grifo. Lavó la acera y persiguió el agua sanguinolenta hasta la alcantarilla. Después esperó y siguió a los otros, que salieron caminando de espaldas para borrar las huellas de la arena de la obra en construcción. Reacher volvió a colocar la cerca en su lugar. Dio una vuelta entera y contempló cómo quedaba. No era perfecto pero sí razonable. Sabía que había muchas cosas que un equipo competente del CSI podía encontrar, pero no había nada que pudiese atraer la atención a corto plazo. Tenían un margen de seguridad. Al menos unas pocas horas. Quizá más. Quizá verterían el cemento al comenzar la jornada de trabajo y el tipo se convertiría en otra persona desaparecida. Se dijo que no sería el primer desaparecido en los cimientos de un edificio en Las Vegas.
Espiró el aire contenido.
—Vale —dijo—. Ahora sí que nos tomamos el resto de la noche libre.
Se quitaron el polvo lo mejor que pudieron, volvieron a ponerse en formación y siguieron su avance por el Strip, sin prisas, los cuatro en hilera de nuevo, dispuestos a relajarse. Pero Wright los esperaba en el vestíbulo del hotel. El director de seguridad. Para ser un tipo de Las Vegas no tenía mucha cara de póquer. Era obvio que estaba tenso por alguna cosa.