45

El hombre del traje azul marino llamó de inmediato:

—Los he encontrado. Increíble. Aparecieron sin más delante de mí.

—¿Los cuatro? —preguntó su jefe.

—Los tengo aquí delante.

—¿Te los puedes cargar?

—Eso espero.

—Pues entonces adelante. No esperes a que lleguen refuerzos. Hazlo y vuelve aquí.

El tipo del traje acabó la llamada y apartó el coche del bordillo para meterse de nuevo en los cuatro carriles de tráfico y detenerse una vez más en una calle lateral delante de un colmado que ofrecía los cigarrillos más baratos de la ciudad. Se apeó del coche, lo cerró y fue por el Strip, a pie, a paso rápido, con la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta.

Las Vegas tiene más habitaciones de hotel por metro cuadrado que cualquier otro lugar del planeta, pero Azhari Mahmoud no se encontraba en ninguna de ellas. Estaba en una casa alquilada en un suburbio, a cinco kilómetros del Strip. La casa había sido arrendada hacía dos años para una operación que había sido planeada pero no ejecutada. Entonces era un lugar seguro, y seguía siéndolo ahora.

Mahmoud estaba en la cocina, con las Páginas Amarillas abiertas sobre el mostrador. Buscaba en la sección de alquiler de camiones e intentaba calcular el tamaño del vehículo que iba a necesitar.

El Strip tiene una marea de construcción permanente que va y viene como el agua en una bañera. Una vez el Riviera marcó el extremo más lujoso. Había iniciado un aluvión de inversiones que habían avanzado por la calle manzana tras manzana. Para el momento en que las renovaciones habían llegado al otro extremo, el listón era cada vez más alto y el Riviera de pronto parecía viejo y anticuado en comparación con los nuevos edificios. Así que las inversiones habían rebotado para comenzar de inmediato la carrera de ocupar manzana tras manzana en la dirección opuesta. El resultado era una obra de construcción permanente en las sucesivas manzanas que separaban los flamantes edificios acabados de construir del edificio un poco más viejo que estaba a punto de ser demolido. La calle y las aceras se reparaban a medida que progresaba el trabajo. Los nuevos carriles se prolongaban sin interrupción. La vieja ruta serpenteaba entre los escombros. Por unos momentos, la ciudad parecía silenciosa y desierta, como una tierra de nadie deshabitada.

Fue en esta tierra de nadie deshabitada donde el hombre del traje azul apareció detrás de sus objetivos. Caminaban en hilera, uno junto a otro, sin prisas, como si tuviesen un lugar adonde ir y todo el tiempo del mundo para llegar. Neagley estaba a la izquierda, Reacher y O’Donnell en el centro y Dixon a la derecha. Juntos, pero sin tocarse. Como una formación de marcha a todo lo ancho de la acera. En bloque, ofrecían un blanco de unos tres metros de ancho. Había sido Neagley quien había escogido la vieja acera. Ella la había seguido como si se hubiese dejado llevar por una elección arbitraria y los otros se habían limitado a seguirla.

El hombre del traje sacó el arma del bolsillo derecho. Era una Daewoo DP 51, fabricada en Corea del Sur, negra, pequeña, obtenida ilegalmente, sin registrar, imposible de rastrear. El cargador contenía trece balas de calibre 9 milímetros Parabellum. Su propietario la llevaba según había aprendido tras muchos años de experiencia, la única manera segura de llevarla: la recámara vacía, el seguro puesto.

Empuñó el arma con la mano derecha y disparó en seco para ensayar la secuencia. Decidió establecer prioridades y abatir primero a los objetivos más grandes. Según su experiencia siempre funciona. Por tanto, primero la espalda de Reacher, luego un pequeño movimiento a la derecha hacia la espalda de O’Donnell, seguido por un movimiento radical a la izquierda para abatir a Neagley, y por último todo el camino de regreso hasta Dixon. Cuatro disparos, posiblemente en tres segundos, desde unos seis metros, que era lo bastante cerca como para asegurarse de hacer diana y lo bastante lejos como para que los movimientos de izquierda y derecha fuesen extremos. El ángulo máximo no sería más de unos veinte grados. Pura geometría. Una tarea sencilla. Ningún problema.

Miró adelante.

Despejado.

Miró atrás.

Despejado.

Quitó el seguro, sujetó el cañón de la Daewoo con la mano izquierda y accionó el cerrojo con la derecha. Sintió como el primero de los gruesos proyectiles se movía hacia arriba y se alojaba en la recámara.

La noche no era silenciosa. Había mucho ruido de ambiente urbano. Tráfico en el Strip. El ruido de las unidades de aire acondicionado en las azoteas, el zumbido de los extractores, el sordo retumbar de cien mil personas jugando a todo trapo. Pero Reacher oyó el deslizamiento del cerrojo seis metros a su espalda. Lo oyó con toda claridad. Era el tipo de sonido que se había preparado para no pasar nunca por alto. A sus oídos era como una completa y compleja sinfonía de una fracción de segundo, y cada componente se registraba con exactitud. El roce de aleación contra aleación, su resonancia metálica amortiguada en parte por una palma carnosa, la yema de un pulgar y el costado de un dedo índice, la agradecida expansión del resorte del cargador, el golpe del casquillo de latón que entraba en la recámara, el retorno del cerrojo. Estos sonidos tardaron unas centésimas de segundo en llegar a sus oídos y él quizá empleó otras centésimas de segundo en procesarlos.

Su vida y su historia carecían de muchas cosas. Nunca había conocido la estabilidad, la normalidad, la comodidad o los convencionalismos. Nunca había contado con nada excepto la sorpresa, lo imprevisible, el peligro. Aceptaba las cosas tal como llegaban, tal como eran. Por tanto, cuando oyó que el cerrojo se deslizaba, no sintió una sorpresa paralizante. Ningún pánico. Ninguna punzada de incredulidad. A él le pareció del todo natural y razonable estar caminando por una calle y oír que un hombre se preparaba para dispararle por la espalda. No hubo ningún titubeo, ningún otro pensamiento, ninguna duda, ninguna inhibición. Solo la evidencia de un problema mecánico que se presentaba detrás de él como un invisible diagrama de cuatro dimensiones donde aparecían el tiempo, el espacio, los objetivos, las balas veloces y los cuerpos lentos.

Y entonces se produjo una reacción, una centésima de segundo más tarde.

Sabía quién se llevaría el primer balazo. Sabía que cualquier atacante razonable abatiría o querría abatir primero al objetivo más grande. No era más que puro sentido común. Así que el primer disparo iría dirigido a él.

O quizás a O’Donnell.

Mejor prevenir que curar.

Utilizó el brazo derecho y empujó a O’Donnell con fuerza en el hombro izquierdo y lo hizo caer sobre Dixon, y después se lanzó en la dirección opuesta y chocó contra Neagley. Ambos trastabillaron y mientras caía sobre las rodillas oyó detrás el disparo de un arma y sintió la bala pasar por el espacio vacío en forma de uve donde una fracción de segundo antes había estado el centro de su espalda.

Tenía la mano en su Hardballer antes de golpear contra la acera. Calculaba ángulos y trayectorias antes de haberla sacado del bolsillo. La Hardballer tenía dos seguros. Una palanca convencional en la parte trasera izquierda del arma, y una sujeción de seguridad que se soltaba cuando la empuñadura se sujetaba correctamente.

Antes de tenerla preparada para disparar decidió no abrir fuego.

Por lo menos no de inmediato.

Había caído sobre Neagley hacia el borde interior de la acera. El atacante estaba en el centro de la acera. Cualquier trayectoria desde su posición a la del atacante enviaría el proyectil hacia la calle. Si erraba el tiro, podía darle a un coche que pasase. Incluso si alcanzaba al tipo, todavía podía darle a algún vehículo. Una bala blindada del 45 podía atravesar la carne y el hueso. Muchísima potencia. Mucha penetración.

En una fracción de segundo tomó la decisión de esperar a O’Donnell.

El ángulo de O’Donnell era mejor. Mucho mejor. Él había caído encima de Dixon, hacia el bordillo. Hacia la alcantarilla. Su línea de visión era hacia adentro. Hacia la obra en construcción. Un error o una bala que atravesase al atacante no causaría ningún daño colateral. La bala acabaría en una pila de arena.

Mejor dejar que O’Donnell disparase.

Reacher se giró en el momento de golpear contra el suelo. Estaba en aquella zona donde su mente era rápida pero el mundo físico era lento. Tenía la sensación de que su cuerpo estaba metido en un mar de melaza. Le gritaba «muévete, muévete, muévete» pero su cuerpo le respondía con una lentitud extrema. Un poco más allá Neagley caía al suelo como en cámara lenta. Por el rabillo del ojo vio cómo su hombro golpeaba contra el pavimento, y después cómo la inercia movía su cabeza como si fuese una muñeca de trapo. Reacher movió la cabeza con un esfuerzo tremendo, como si la tuviese sujeta con pesos, y vio a Dixon despatarrada debajo de O’Donnell.

Vio como el brazo izquierdo de O’Donnell se movía con una lentitud penosa. Vio su mano. Vio su pulgar bajando el seguro de la Hardballer.

El atacante disparó de nuevo.

Y falló otra vez. Era un disparo planeado de antemano al aire vacío donde había estado la espalda de O’Donnell. El tipo seguía una secuencia. La había ensayado. Disparo-movimiento-disparo. Reacher y O’Donnell primero. Un plan sólido, pero el tipo era incapaz de reaccionar a una contingencia inesperada. Era un pensador lento y convencional. Su cerebro se movía por un único carril. Era bueno, pero no lo suficiente.

Reacher vio como la mano de O’Donnell sujetaba la empuñadura de su pistola. Vio su dedo apretar el gatillo. Vio el arma moverse hacia arriba.

Reacher vio disparar a O’Donnell.

Un disparo apresurado, hecho desde una posición inacabada e imperfecta en la acera. Hecho antes de que la masa corporal se hubiese acomodado.

Demasiado bajo, pensó Reacher. En el mejor de los casos le habrá causado una herida en la pierna.

Se obligó a mover la cabeza. Había acertado. Era una herida en la pierna. Pero una herida en la pierna producida por una bala blindada de calibre 45 de alta velocidad no era una cosa cualquiera. Era como coger un taladro, colocarle una broca de treinta centímetros de largo y dos de grosor y taladrar a través de un miembro. Todo esto en menos de una milésima de segundo. El daño fue espectacular. El tipo recibió el balazo en el muslo inferior y el fémur estalló desde el interior como si hubiese estado sujeto a una bomba. Un trauma contundente. Un choque paralizante. Una pérdida de sangre instantánea y catastrófica de las arterias reventadas.

El tipo permaneció vertical pero bajó la mano con el arma y O’Donnell se levantó en el acto. Corrió, su mano entró y salió del bolsillo, recorrió los seis metros a toda carrera y golpeó al tipo en la cara con los nudillos de cerámica. Un derechazo con cien kilos de masa detrás. Como golpear una sandía con una maza.

El tipo cayó de espaldas. O’Donnell apartó la pistola de un puntapié, se agachó a su lado y le metió la Hardballer en la garganta.

Se acabó el juego, allí mismo.