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Wright volvió al trabajo y Reacher le preguntó al recepcionista por el lugar que había ocupado el Riviera. El antiguo casino había estado en lo que ahora era el extremo más degradado del Strip. Fueron caminando. Era una cálida y seca noche del desierto. En el horizonte más lejano brillaban las estrellas, más allá del manto de contaminación y el resplandor de las luces. Las aceras se veían alfombradas con tarjetas postales a todo color que anunciaban a las prostitutas. Al parecer, la libre competencia había empujado el precio base a un centavo por debajo de los cincuenta dólares. Así y todo, Reacher no tenía ninguna duda de que dicha suma aumentaría muy rápido en cuanto algún pobre incauto se llevase una chica a su habitación. Las mujeres de las fotos eran bonitas, aunque Reacher tenía muy claro que no eran reales. Con toda probabilidad eran fotos tomadas de las revistas de inocentes modelos en traje de baño en Río o Miami. Las Vegas era la ciudad de las estafas. Sánchez y Orozco seguramente habían estado siempre muy ocupados. Como empapeladores mancos, había dicho Wright, y Reacher estaba muy dispuesto a creerle.

Llegaron a la altura del viejo bar de cemento con la cerveza barata y las chicas guarras y giraron a la derecha para entrar en un laberinto de calles curvas flanqueadas por edificios de una sola planta de color ante. Algunos eran moteles; otros, colmados, restaurantes y bares. Todos tenían el mismo tipo de cartel, tableros blancos cubiertos con un vidrio en lo alto de dos columnas, con guías horizontales para encajar las letras negras. Todas las letras eran del mismo modelo, y por tanto hacía falta concentrarse para distinguir un establecimiento de otro. Los colmados ofrecían cajas de seis botellas de refrescos por 1,99 dólares, los moteles ofrecían aire acondicionado, mesas de billar y televisión por cable, y los restaurantes, bufet libre las veinticuatro horas del día. Los bares anunciaban «happy hours» y la oferta permanente de chupitos de garrafa al precio más bajo. Todos tenían el mismo aspecto. Pasaron por delante de cinco o seis antes de encontrar uno con un cartel que decía: Fire Pit.

El cartel de la fachada coronaba un edificio que parecía una caja de zapatos sin ventanas. No se parecía a un bar. Podía haber sido cualquier cosa. Una clínica de enfermedades de transmisión sexual o una iglesia marginal. Pero no en el interior. Dentro era con toda claridad un bar de Las Vegas. Un exceso de decoración y ruido. Quinientas personas que bebían, gritaban, reían, hablaban a voz en cuello, paredes púrpuras, taburetes rojo oscuro. Nada recto o cuadrado. La barra apiñada, larga, en forma de ese. La cola de la ese rodeaba un pozo. En el centro del pozo había una hoguera redonda falsa. Las llamas estaban representadas por tiras de seda naranja que se levantaban y ondeaban impulsadas por un ventilador oculto. Se ondulaban, movían y bailaban en los rayos de una brillante luz roja. Lejos del fuego la sala estaba dividida en reservados tapizados con terciopelo. Todos los reservados estaban ocupados. El local estaba lleno. Había personas de pie por todas partes. La música llegaba de los altavoces ocultos. Las camareras con faldas cortas se movían con habilidad entre la multitud con las bandejas en alto.

—Encantador —comentó O’Donnell.

—Tendríamos que llamar a la policía antihortera —propuso Dixon.

—Busquemos a la muchacha y nos la llevamos afuera —dijo Neagley. Estaba incómoda con el amontonamiento del público.

Pero no pudieron encontrar a la chica. Reacher preguntó en la barra por la amiga de Jorge Sánchez y la mujer con la que hablaba parecía saber muy bien a quién se refería pero le respondió que la chica había acabado el turno a medianoche. Añadió que el nombre de la muchacha era Milena. Para asegurarse, Reacher hizo la misma pregunta a dos camareras y recibió de ambas la misma respuesta. Su colega Milena era muy amiga de un tipo de seguridad llamado Sánchez, pero había acabado su turno, se había ido a casa a dormir para prepararse para otro duro turno de doce horas al día siguiente.

Nadie le quiso decir dónde estaba la casa.

Dejó su nombre a las tres mujeres. Luego se abrió paso para unirse a los demás y consiguieron salir del local para detenerse en la acera. Las Vegas a la una de la mañana todavía estaba iluminada a tope y zumbaba, pero después del jaleo del interior del bar parecía tan tranquila y silenciosa como la fría superficie gris de la luna.

—¿Tenemos un plan? —preguntó Dixon.

—Volvemos aquí a las once y media de la mañana —respondió Reacher—. La pillaremos cuando venga a trabajar.

—¿Y hasta entonces?

—Nada. Nos tomamos libre el resto de la noche.

Caminaron de regreso al Strip uno junto a otro por la acera en un lento paseo de regreso al hotel. Cuarenta metros detrás de ellos, un Chrysler azul oscuro frenó de pronto, se apartó del tráfico y fue a detenerse junto al bordillo.