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Comenzaron por recepción, donde pidieron ver al director de seguridad. El recepcionista preguntó si había algún problema, y Reacher respondió:

—Creemos que tenemos amigos en común.

Se produjo una larga espera antes de que el director de seguridad se presentase. Era obvio que las visitas sociales no ocupaban un lugar preferente en su agenda. Por fin se presentó un hombre de estatura mediana con zapatos italianos y un traje de mil dólares. Tenía unos cincuenta años, todavía delgado y en buen estado físico, con dotes de mando, relajado, pero las arrugas alrededor de sus ojos mostraban que por lo menos había cumplido veinte años en una carrera anterior. Una carrera dura. Disimulaba bien la impaciencia, se presentó y estrechó las manos de todos. Dijo que se llamaba Wright y sugirió que hablasen en un rincón discreto. Puro reflejo, pensó Reacher. Sus instintos y entrenamiento le avisaban de que debía apartar los problemas potenciales lo más lejos posible. No se podía permitir que nada interfiriese en el flujo de dinero.

Encontraron un rincón tranquilo. Sin sillas, por supuesto. Ningún casino de Las Vegas daría a sus huéspedes un lugar cómodo donde sentarse lejos de la acción. Por la misma razón, las luces en los dormitorios eran tenues. Un huésped leyendo en las habitaciones no le servía a nadie. Permanecieron de pie en un círculo y O’Donnell mostró su identificación, su licencia de investigador privado y algo que parecía una acreditación de la Policía Metropolitana. Dixon también ofreció su licencia de conducir y una tarjeta del Departamento de Policía de Nueva York. Neagley tenía una tarjeta del FBI. Reacher no mostró nada. Solo se acomodó los faldones de la camisa sobre el arma de su bolsillo. Wright le dijo a Neagley:

—Una vez estuve con el FBI.

—¿Conocía usted a Manuel Orozco y a Jorge Sánchez? —le preguntó Reacher.

—¿Conocía? —respondió Wright—. ¿O los conozco?

—Los conocía —dijo Reacher—. Orozco está muerto, y suponemos que Sánchez también.

—¿Amigos de ustedes?

—Del ejército.

—Lo siento mucho.

—Nosotros también.

—¿Cuándo murieron?

—Hace tres o cuatro semanas.

—¿Cómo murieron?

—No lo sabemos. Por eso estamos aquí.

—Los conocía —dijo Wright—. Los conocía muy bien. Todos en este negocio los conocían.

—¿Les utilizaban? ¿Profesionalmente?

—Aquí no. No contratamos a nadie de fuera. Somos demasiado grandes. Lo mismo ocurre con todos los otros grandes casinos.

—¿Todos son de la casa?

Wright asintió.

—Aquí es donde vienen a morir los agentes del FBI y los tenientes de policía. Escogemos lo mejor de la carnada. Con los salarios que pagamos, hacen cola en la puerta. No pasa un día sin que entreviste a por lo menos dos de ellos, son sus últimas vacaciones antes del retiro.

—¿Cómo los conoció?

—Porque los lugares que ellos vigilan son como campos de entrenamiento. Si alguien tiene una idea nueva, no la ponen en práctica aquí. Sería una locura. Primero la perfeccionan en alguna otra parte. Por lo tanto tenemos una buena relación con personas como Orozco y Sánchez porque necesitamos su información avanzada. Nos reunimos todos de vez en cuando, hablamos, celebramos conferencias, vamos a cenar, tomamos una copa.

—¿Estaban ocupados? ¿Está usted ocupado?

—Como un empapelador manco.

—¿Alguna vez oyó el nombre de Azhari Mahmoud?

—No. ¿Quién es?

—No lo sabemos. Pero creemos que está aquí con un nombre falso.

—¿Aquí?

—En algún lugar de Las Vegas. ¿Puede consultar los registros de los hoteles?

—Es obvio que puedo consultar el nuestro. También puedo hacer algunas llamadas.

—Pruebe con Andrew MacBride y Anthony Matthews.

—Sutil.

—¿Cómo saben que un jugador de cartas hace trampas? —preguntó Dixon.

—Cuando está ganando —respondió Wright.

—Los jugadores tienen que ganar.

—Ganan lo que nosotros les dejamos. Si ganan más, es que hacen trampas. Es una cuestión de estadística. Los números no mienten. Es el cómo, no el si.

—Sánchez tenía un trozo de papel con un número escrito. Sesenta y cinco millones de dólares —dijo O’Donnell—. Cien mil cada vez, seiscientas cincuenta veces en ocasiones separadas, para ser precisos en un período de cuatro meses.

—¿Y?

—¿Son unas cantidades que usted reconocería?

—¿Como qué?

—Como una estafa.

—¿Cuánto es eso en un año? ¿Casi doscientos millones?

—Ciento noventa y cinco —dijo Reacher.

—Concebible —admitió Wright—. Intentamos mantener las pérdidas por debajo del ocho por ciento. Es algo así como un objetivo industrial. Así que perdemos bastante más que doscientos millones en un año. Pero dicho eso, doscientos millones en una estafa específica sería una enorme proporción de una sola vez. A menos que sea algo absolutamente nuevo. En cuyo caso nuestro objetivo del ocho por ciento se va al carajo. En cuyo caso ustedes comienzan a preocuparme.

—Les preocupó a ellos —señaló Reacher—. Creemos que eso los mató.

—Tendría que ser una faena muy grande —señaló Wright—. ¿Sesenta y cinco millones en cuatro meses? Necesitarían reclutar a los crupieres, al personal de seguridad y a los jefes de mesa. Tendrían que manipular las cámaras y borrar las cintas. Tendrían que mantener en silencio a los cajeros. Sería una estafa a escala industrial.

—Podría haber sucedido.

—¿Entonces por qué no estoy hablando con los polis?

—Les llevamos un poco de ventaja.

—¿Al Departamento de Policía de Las Vegas? ¿A la Junta de Control del Juego?

Reacher sacudió la cabeza.

—Nuestros tipos murieron al otro lado de la frontera, en el condado de Los Ángeles. Un par de sheriffs se ocupan del caso.

—¿Y les llevan ventaja? ¿Eso qué significa?

Reacher guardó silencio. Wright permaneció callado por un instante. Entonces los miró uno por uno, por turnos. Primero a Neagley, después a Dixon, a continuación a O’Donnell y por último a Reacher.

—Un momento —pidió—. No me lo digan. ¿El ejército? Ustedes son investigadores especiales. Su vieja unidad. Hablaban de ella todo el tiempo.

—Entonces comprenderá nuestro interés —afirmó Reacher—. Usted trabaja con gente.

—¿Si descubren algo, me mantendrán al corriente?

—Gáneselo —dijo Reacher.

—Hay una muchacha —explicó Wright—. Trabaja en algún lugar horrible llamado algo así como Fire Pit. Un bar, cerca de donde había estado el Riviera. Estaba muy unida a Sánchez.

—¿Su novia?

—No diría tanto. Quizás en el pasado. Pero estaban unidos. Ella sabrá más que yo.