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Decidieron ir a Las Vegas en coche, no en avión. Era más fácil de planificar, más fácil de organizar y no un puerta a puerta más lento. De ninguna manera podían llevar las pistolas en el avión. Y debían suponer que la potencia de fuego sería necesaria antes o después. Así que Reacher esperó en el vestíbulo mientras los demás hacían las maletas. Neagley bajó primero y se despidió del hotel. Ni siquiera miró la factura. Solo la firmó. Después dejó la maleta junto a la puerta y esperó con Reacher. El siguiente en bajar fue O’Donnell. Por último Dixon, con la llave del coche de Hertz en la mano.

Cargaron el equipaje en el maletero y se colocaron en sus asientos. Dixon y Neagley delante. Reacher y O’Donnell detrás. Fueron al este por Sunset y se abrieron paso por la red de autopistas atestadas hasta que llegaron a la 15. Les llevaría al norte a través de las montañas y después al noroeste fuera del estado para conducirlos hasta Las Vegas. También les haría pasar cerca de donde sabían que un helicóptero había estado más de tres semanas antes, al menos dos veces, a mil metros de altura, en mitad de la noche, con las puertas abiertas. Reacher pensó que no miraría, pero finalmente lo hizo. Después de todo, cuando la carretera los condujo más allá de las colinas los colocó mirando hacia el oeste, hacia la llanura desértica. Vio que O’Donnell hacía lo mismo. Y Neagley. Y también Dixon. Ella apartó los ojos de la carretera por unos segundos y miró a su izquierda, con el rostro arrugado contra el sol poniente y los labios apretados con las comisuras hacia abajo.

Se detuvieron a cenar en Barstow, California, en un mísero restaurante de carretera cuya única virtud era estar ubicado allí, frente a una carretera totalmente vacía. El lugar era sucio; el servicio, lento; la comida, mala. Reacher no era exigente, pero incluso él se sintió estafado. En el pasado se hubiesen quejado o arrojado una silla a través de la ventana, pero ninguno de ellos lo hizo aquella noche. Comieron los tres platos en silencio, bebieron un café aguado y volvieron a la carretera.

El hombre del traje azul llamó desde el aparcamiento del Chateau Marmont.

—Se han largado. Se han ido. Los cuatro.

—¿Adónde? —preguntó el jefe.

—La recepcionista cree que a Las Vegas. Es lo que oyó.

—Excelente. Lo haremos allí. Será mejor para todos. Conduce, no vueles.

El cuarentón de pelo oscuro que respondía al nombre de Andrew MacBride entró en el vestíbulo del aeropuerto de Las Vegas y lo primero que vio fue una hilera de máquinas tragaperras. Grandes, negras, plateadas y doradas, con luces de neón, quizás unas veinte, una al lado de otra en dos filas de diez. Cada máquina tenía un taburete de vinilo delante. Cada máquina tenía una repisa gris abajo con un cenicero a la izquierda y un posavasos a la derecha. Quizá doce de los veinte taburetes estaban ocupados. Los hombres y las mujeres sentados miraban las pantallas con una curiosa especie de fatigada concentración.

Andrew MacBride decidió probar fortuna. Decidió utilizar el resultado como una señal para su éxito futuro. Si ganaba, todo iría bien.

¿Y si perdía?

Sonrió.

Sabía que si perdía se olvidaría del resultado. No era supersticioso.

Se sentó en un taburete y apoyó el maletín contra el tobillo. Llevaba un monedero en el bolsillo, así era más fácil concentrar el metal y pasar más rápido por la seguridad del aeropuerto, y, por tanto, ser menos visible. Lo sacó, metió los dedos y buscó todas las monedas de veinticinco centavos que había acumulado. No eran muchas. Formaban una pequeña hilera en la repisa, entre el cenicero y el posavasos.

Las fue metiendo una a una en la máquina. Emitían un satisfactorio sonido metálico mientras caían por la ranura. Un indicador rojo señaló cinco créditos. Había un gran botón para iniciar el juego. Estaba grasiento y gastado por un millón de dedos.

Lo apretó, una y otra vez.

Las primeras cuatro veces perdió.

La quinta ganó.

Se escuchó una campana sorda, el sonido de una sirena y la máquina se sacudió un poco hacia adelante y hacia atrás mientras el resistente mecanismo interior contaba cien monedas de veinticinco centavos. Bajaron por un embudo y repicaron en una bandeja de metal cerca de su rodilla.

De Barstow, California, a Las Vegas, Nevada, había unos 320 kilómetros. De noche, en la Autopista-15, respetando a la policía de tráfico del estado y a otras policías estatales, les llevaría poco más de tres horas. Dixon dijo que no le importaba conducir todo el camino. Vivía en Nueva York y conducir era una novedad para ella. O’Donnell dormitaba detrás. Reacher miraba a través de la ventanilla.

—Maldita sea, nos hemos olvidado de Diana Bond —dijo Neagley—. Viene desde Edwards. Y no nos va a encontrar.

—Eso no importa ahora —señaló Dixon.

—Tendría que llamarla —afirmó Neagley. Pero no tenía cobertura en el móvil. Estaban totalmente en el interior del desierto de Mojave y la cobertura era intermitente.

Llegaron a Las Vegas a medianoche, que, como Reacher decía, era cuando el lugar ofrecía su mejor aspecto. Había estado allí antes. A la luz del día, Las Vegas parecía absurda. Inexplicable, trivial, cursi, desnuda. Pero por la noche, con todas las luces encendidas, tenía el aspecto de una fabulosa fantasía. Entraron por el lado malo del Strip y Reacher vio un bar de cemento con la pintura desconchada, sin ventanas y un cartel de cuatro palabras sin puntuación: «Cerveza Barata Chicas Guarras». Al otro lado había un grupo de moteles polvorientos y un viejo hotel de varias plantas. Era la clase de barrio donde él hubiese comenzado a buscar habitaciones, pero Dixon continuó sin decir palabra hacia los brillantes palacios casi un kilómetro más adelante. Se detuvo frente a uno con nombre italiano, y un grupo de aparcacoches y botones se les acercaron, cogieron las maletas y se llevaron el coche. El vestíbulo era una filigrana de mosaicos, estanques y fuentes, acompañado por el estruendoso ruido de las tragaperras. Neagley se dirigió a la recepción y pagó cuatro habitaciones. Reacher echó un vistazo por encima del hombro de ella.

—Es caro —comentó.

—Pero puede ser un posible atajo —respondió Neagley—. Quizás aquí conocieron a Orozco y Sánchez. Tal vez aquí les ofrecieron su contrato de seguridad.

Reacher asintió. De la gran máquina verde a aquello. En cuyo caso, hubiese sido un gran paso adelante, al menos en términos de salario. El lugar chorreaba dinero. Los estanques y las fuentes eran simbólicos. Tanta agua en medio del desierto hablaba de una extravagancia asombrosa. La inversión de capital tenía que haber sido gigantesca. La entrada de dinero debía de ser inmensa. Si Sánchez y Orozco habían estado metidos en la médula de todo aquello, protegiendo una empresa tan enorme como esa, tenía que haber sido algo muy gordo. De pronto sintió un profundo orgullo por sus viejos camaradas. Pero al mismo tiempo se sintió intrigado. Cuando dejó el ejército era muy consciente de que se enfrentaba al comienzo del resto de su vida, pero era incapaz de ver más allá de un solo día. Era incapaz de hacer planes, ni sentía ningún tipo de ilusión.

Los otros sí.

¿Cómo era posible?

¿Por qué?

Neagley repartió las llaves-tarjeta y acordaron ir a sus habitaciones y encontrarse de nuevo en diez minutos para comenzar a trabajar. Ya habían superado la medianoche, pero Las Vegas era una ciudad viva las veinticuatro horas del día. El tiempo carecía de importancia. Todo el mundo comentaba la ausencia de ventanas y relojes en los casinos, algo que Reacher había podido comprobar. Nada podía impedir la entrada de dinero. Desde luego nada tan mundano como la hora de ir a dormir del jugador. Nada mejor que un tipo cansado que continuase perdiendo durante toda la noche.

La habitación de Reacher estaba en la planta diecisiete. Era un cubo de cemento oscuro arreglado como si fuese una vieja sala veneciana. Aunque no daba del todo el pego. Reacher también había estado en Venecia. Abrió su cepillo de dientes plegable y lo colocó en un vaso en el baño. Era todo su equipaje. Se lavó la cara, se pasó una mano por la cabeza y volvió abajo para echar un vistazo preliminar.

Incluso en un lugar de tanto lujo, la mayor parte de la planta baja estaba dedicada a las máquinas tragaperras. Pacientes, incansables, controladas por microprocesadores, obtenían un pequeño pero constante porcentaje del torrente de dinero que entraba en sus fauces, veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Sonaban timbres y pitidos. Muchas personas ganaban, pero eran muchas más las que perdían. La sala contaba con muy poca seguridad porque era prácticamente imposible robar o hacer trampas, dado el mecanismo de las tragaperras y la vigilancia de la Junta de Control del Juego de Nevada. Reacher solo contó a dos del personal de seguridad entre los centenares de personas en la sala. Un hombre y una mujer, vestidos como todos los demás, tan aburridos como todos los demás, pero sin el brillo maníaco de la ilusión en los ojos.

Pensó que Sánchez y Orozco no habían dedicado muchas energías a las tragaperras.

Siguió adelante, a las grandes salas, donde se jugaba a la ruleta, al póquer y al blackjack. Alzó la mirada y vio las cámaras. Miró a la izquierda, a la derecha, delante, vio a los apostadores, a los guardias de seguridad y a las prostitutas en un número cada vez mayor.

Se detuvo junto a una mesa de ruleta. Desde su punto de vista, la ruleta no se diferenciaba mucho de las tragaperras. Eso en el caso de que la ruleta no estuviese trucada. Los jugadores suministraban el dinero, la ruleta lo distribuía a los otros jugadores, excepto por un pequeño porcentaje para la casa, tan implacable y seguro como el microprocesador de una tragaperras.

Se dijo que Sánchez y Orozco no habían dedicado mucha energía a la ruleta.

Pasó a las mesas de cartas, donde suponía que estaba la verdadera acción. Los juegos de naipes eran los únicos componentes del casino donde podía participar la inteligencia humana. Y allí donde participaba la inteligencia, muy pronto la seguía el delito. Pero un delito a gran escala necesitaba mucho más que la participación de un jugador. Un jugador con mucha disciplina, una gran memoria y un conocimiento básico de las estadísticas podía vencer a las probabilidades. No era delito. Pero nadie conseguía sesenta y cinco millones de dólares en cuatro meses venciendo a las probabilidades. No había margen. No a menos que la apuesta original fuese del tamaño del producto nacional bruto de un país pequeño. Para ganar esa cifra en cuatro meses se requería la participación de un crupier. Sin embrago, un crupier que pierde tanto sería despedido al cabo de una semana. Quizás el mismo día o después de una hora incluso. Una racha ganadora de cuatro meses requiere una organización considerable. Conspiración, colusión. Docenas de crupieres, docenas de jugadores. Quizá centenares de cada uno de ellos.

Tal vez toda la casa estaba jugando contra los inversores.

Quizá toda la ciudad.

Sería un negocio lo bastante grande como para matar a personas.

Había mucha seguridad en la sala. Había cámaras enfocando a jugadores y crupieres. Algunas de las cámaras eran grandes, otras eran pequeñas y discretas. Lo más probable es que hubiese otras invisibles. Había hombres y mujeres que vigilaban con prendas de noche, con auriculares y micrófonos en las muñecas, como agentes del servicio secreto. Había más de incógnito, vestidos de paisano. Reacher vio a cinco en un minuto, y se dijo que había muchos más que no veía.

Volvió al vestíbulo. Encontró a Karla Dixon aguardando junto a las fuentes. Se había duchado y quitado los tejanos y la cazadora de cuero para vestirse con un traje de chaqueta negro. Tenía el pelo húmedo y peinado hacia atrás. Llevaba la chaqueta abotonada y no llevaba la blusa debajo. Estaba muy guapa.

—Las Vegas fue fundada por los mormones —dijo ella—. ¿Lo sabías?

—No.

—Ahora crece tan rápido que tienen que imprimir la guía telefónica dos veces al año.

—Tampoco lo sabía.

—Setecientas casas nuevas cada mes.

—Se quedarán sin agua.

—De eso no hay duda. Pero continuarán ganando una pasta hasta que eso suceda. Las ganancias del juego se aproximan a siete mil millones de dólares al año.

—Suena como si hubieses estado leyendo una guía.

—Había una en mi habitación —asintió Dixon—. Reciben a treinta millones de visitantes al año. Eso significa que cada uno pierde más de doscientos dólares por visita.

—Doscientos treinta y tres dólares con treinta y tres centavos —dijo Reacher, de forma automática—. La definición de la conducta irracional.

—La definición de ser humano —opinó Dixon—. Todos creen que ellos serán los afortunados.

Entonces apareció O’Donnell. El mismo traje, otra corbata, quizás una camisa limpia. Sus zapatos brillaban con la luz. Quizás había encontrado un paño en el lavabo.

—Treinta millones de visitantes al año —dijo.

—Dixon ya me lo ha dicho —le avisó Reacher—. Ella ha leído la misma guía.

—Es un diez por ciento de la población nacional. Y mira este lugar.

—¿Te gusta?

—Me hace ver a Sánchez y a Orozco bajo una nueva perspectiva.

—Como dije antes —manifestó Reacher—, todos habéis progresado.

Entonces Neagley salió del ascensor.

Vestía como Dixon, con un serio traje chaqueta negro. Tenía el pelo húmedo y peinado.

—Estamos intercambiando informaciones de la guía —le informó Reacher.

—No he leído la mía —contestó Neagley—. Llamé a Diana Bond. Fue allí, esperó durante una hora y se marchó.

—¿Estaba cabreada con nosotros?

—Está preocupada. No le gusta que el nombre de Little Wing corra por ahí. Le dije que la llamaría de nuevo.

—¿Por qué?

—Siento curiosidad. Me gusta saber cosas.

—A mí también. Ahora mismo me gustaría saber si alguien ha estafado sesenta y cinco millones de dólares en esta ciudad. Y cómo.

—Tendría que ser una estafa a gran escala —señaló Dixon—. Si lo prorrateamos para todo un año se acercaría al tres por ciento del total de los ingresos.

—Dos coma ocho —precisó Reacher, de forma automática.

—Pues comencemos —dijo O’Donnell.