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El coche era un Lexus negro flamante. Arrancó de nuevo de inmediato, dejando a los dos tipos solos en la acera a unos treinta metros de distancia. Eran el hombre de la bolsa y el distribuidor del solar vacío detrás del Museo de Cera. Las pistolas eran AMT Hardballer, las copias en acero inoxidable de la pistola automática Colt Government 1911, calibre 45. Las manos que las empuñaban temblaban un poco, se movían en paralelo al suelo y giraban noventa grados de una manera que imitaba el modo de empuñar armas de los malos en las películas.

O’Donnell metió las manos en los bolsillos.

—¿Nos buscan a nosotros?

—Me buscan a mí —respondió Reacher. Miró hacia atrás. No le preocupaba mucho ser alcanzado por una 45 mal empuñada desde treinta metros. Era un objetivo grande, pero las estadísticas estaban de su lado. Las armas de mano eran para un entorno cerrado. En manos de un experto y en situaciones de alta presión la distancia media para un disparo afortunado era de unos tres metros. Pero aunque cabía la posibilidad de que Reacher no fuera alcanzado, algún otro sí podía resultar herido. O alguna otra cosa. Una persona a una manzana de distancia, o un avión que volase bajo. Daños colaterales. La calle estaba abarrotada de blancos potenciales. Hombres, mujeres, niños, y otras personas a las que Reacher no tenía muy claro cómo clasificar.

Se volvió de nuevo para mirar hacia adelante. Los dos tipos no habían avanzado mucho. No más de un par de pasos. Los ojos de O’Donnell estaban fijos en ellos.

—Tendríamos que reconducir el asunto fuera de la calle, Dave —dijo Reacher.

—Recibido —respondió O’Donnell.

—Movimiento a la izquierda —añadió Reacher. Se movió de lado y se arriesgó a mirar a la izquierda. La puerta más cercana correspondía a un local donde hacían lecturas de tarot. Su mente funcionaba a una velocidad acelerada. Se movía con normalidad, pero el mundo a su alrededor se había ralentizado. La acera se había convertido en un diagrama en cuatro dimensiones. Delante, atrás, a los lados y el tiempo.

—Apártate un metro a la izquierda, Dave.

O’Donnell era como un ciego. Sus ojos estaban fijos en los dos tipos y no se apartaban. Oyó la voz de Reacher y se movió atrás y a la izquierda deprisa. Reacher abrió la puerta y la mantuvo abierta para que O’Donnell pasase a su lado. Los dos sujetos los seguían. Ahora a veinte metros.

Reacher entró después de O’Donnell. La habitación estaba vacía excepto por una muchacha de unos diecinueve años sentada sola a una mesa. La mesa era de comedor, de unos dos metros de largo, y cubierta hasta el suelo con una tela roja. Había cartas sobre ella. La joven tenía el pelo largo oscuro y vestía una prenda color púrpura que probablemente le manchaba toda la piel con tinte vegetal.

—¿Hay una habitación trasera? —le preguntó Reacher.

—Solo un lavabo.

—Vaya allí y tiéndase en el suelo, ahora mismo.

—¿Qué pasa?

—Dígamelo usted.

La mujer no se movió hasta que O’Donnell sacó las manos de los bolsillos. Los nudillos de cerámica estaban en su puño derecho como la sonrisa de un tiburón. La navaja, en la izquierda.

Estaba cerrada. Luego se abrió con un chasquido como el de un hueso que se parte. La mujer se levantó de un salto y escapó. Una nativa de Los Ángeles que trabajaba en Vine. Conocía las reglas del juego.

—¿Quiénes son esos tipos? —preguntó O’Donnell.

—Solo son los que me han pagado estas camisetas.

—¿Vamos a tener problemas?

—Es probable.

—¿El plan?

—¿Te gusta la pistola Hardballer?

—Es mejor que nada.

—Vale. —Reacher levantó el dobladillo de la tela, se agachó y retrocedió hasta situarse debajo de la mesa. O’Donnell lo siguió a su izquierda y colocó la tela otra vez en posición. La tocó con la navaja, un corto y suave tajo lateral, para hacer una raja. La amplió hasta el tamaño de un ojo con los dedos. Hizo lo mismo delante de Reacher. Este apoyó las palmas de las manos en la parte inferior de la mesa. O’Donnell se pasó la navaja a la mano derecha y puso la mano izquierda de la misma manera que su compañero.

Esperaron. Los tipos estaban en la puerta pasados ocho segundos. Hicieron una pausa, miraron a través del cristal y a continuación abrieron la puerta y entraron. Otra pausa, a metro ochenta delante de la mesa. Las armas apuntadas con las culatas paralelas al suelo.

Dieron un paso cauteloso hacia adelante.

Otra pausa.

O’Donnell tenía puestos los nudillos en la mano derecha, y además sujetaba la navaja, pero era la única mano libre debajo de la mesa. La utilizó para contar. Pulgar, índice, anular. Uno, dos, tres.

A la cuenta de tres, Reacher y O’Donnell levantaron la mesa y la lanzaron hacia adelante. La impulsaron a través de un explosivo cuarto de círculo, un metro hacia arriba, un metro hacia adelante. La parte superior se puso vertical, golpeó primero las armas y luego a los dos tipos en el pecho y la cara. Era una mesa pesada. De madera sólida. Quizá de roble. Los tumbó sin la menor dificultad. Cayeron de espaldas entre una nube de cartas de tarot y permanecieron inmóviles debajo de la lápida en un enredo de tela roja. Reacher se incorporó y se subió en la mesa tumbada como si fuese una tabla de surf. Saltó arriba y abajo un par de veces. O’Donnell esperó el momento en que el peso de Reacher estuviese en el aire y apartó la mesa a puntapiés unos quince centímetros hasta que los dos tipos quedaron visibles hasta la cintura. Entonces les quitó las Hardballer de las manos y utilizó la navaja para cortarles las yemas de los pulgares. Doloroso y la manera más eficaz de evitar que empuñasen una pistola de nuevo hasta que cicatrizasen, que podía ser en mucho tiempo, dependiendo de su proximidad a la nutrición y la asepsia. Reacher sonrió por un momento. Aquella técnica había sido parte del sistema operativo de su unidad. Entonces dejó de sonreír, porque recordó que Jorge Sánchez la había ideado y ahora estaba muerto en alguna parte del desierto.

—No ha sido mucho problema —comentó O’Donnell.

—Aún estamos en forma —dijo Reacher.

O’Donnell se guardó la navaja y los nudillos de cerámica en los bolsillos y se metió una de las pistolas en el cinturón debajo de la chaqueta. Le dio la segunda Hardballer a Reacher, que la guardó en un bolsillo del pantalón y la tapó con las camisetas. Salieron al sol, caminaron al norte de nuevo por Vine y doblaron al oeste por Hollywood Boulevard.

Karla Dixon los esperaba en el vestíbulo del Chateau Marmont.

—Ha llamado Curtis Mauney —dijo—. Le gustó lo del correo de Franz. Así que llamó al Departamento de Policía de Las Vegas para que fuesen a buscar en el despacho de Sánchez y Orozco. Han encontrado algo.