38

Neagley insistió en hacer a solas la llamada a Diana Bond. Cuando volvieron al hotel se instaló en el rincón más apartado del vestíbulo, marcó y volvió a marcar muchas veces. Luego una conversación seria. Volvió al cabo de veinte minutos. Un leve disgusto en su rostro. Una leve incomodidad en el lenguaje corporal. Pero también cierta excitación.

—Me ha llevado algún tiempo dar con ella —explicó—. Resulta que no está muy lejos. Estará en la base aérea de Edwards durante unos días. Alguna gran presentación.

—Es por eso que el tío del Pentágono dijo que llamases cuanto antes —señaló O’Donnell—. Sabía que estaba en California. Todas las palabras cuentan.

—¿Qué dijo? —quiso saber Reacher.

—Vendrá aquí —contestó Neagley—. Quiere un encuentro cara a cara.

—¿De verdad? —dijo Reacher—. ¿Cuándo?

—Tan pronto como pueda venir.

—Es impresionante.

—Ya lo puedes decir. Little Wing debe de ser importante.

—¿Te sientes mal por la llamada?

Neagley asintió.

—Me siento mal por todo.

Fueron a la habitación de Neagley, consultaron los mapas y dedujeron la hora estimada de la llegada de Diana Bond. La base estaba al otro lado de las montañas de San Gabriel, en el desierto de Mojave, a unos ciento diez kilómetros al noreste, pasado Palmdale y Lancaster, a medio camino de Fort Irwin. Una espera de dos horas como mínimo, si Bond salía en ese mismo instante. Más si no lo hacía.

—Voy a dar un paseo —anunció Reacher.

—Te acompaño —dijo O’Donnell.

Fueron al este por Sunset una vez más hasta donde West Hollywood se encuentra con Hollywood. Era primera hora de la tarde y Reacher sentía que el sol le quemaba la cabeza afeitada. Era como si los rayos tuvieran una mayor intensidad después de rebotar entre las resplandecientes partículas de la polución aérea.

—Tendría que comprarme un sombrero —comentó.

—Tendrías que comprarte otra camisa —dijo O’Donnell—. Ahora te la puedes pagar.

—Quizá lo haga.

Vieron una tienda cuando iban de camino a Tower Records. Pertenecía a una cadena popular. Tenía unos escaparates de diseño, pero no era cara. Vendía prendas de algodón, tejanos, camisas y camisetas. Y gorras. Eran nuevas pero tenían el aspecto de haber sido usadas y lavadas mil veces. Reacher cogió una, azul, sin ningún logo. Nunca compraba nada que llevase logo. Había pasado demasiado tiempo en uniforme. Insignias, placas y toda clase de letras encima de él durante trece largos años.

Aflojó la correa en la parte de atrás de la gorra y se la probó.

—¿Qué te parece? —preguntó.

—Busca un espejo —respondió O’Donnell.

—No importa lo que veo en el espejo. Eres tú el que se ríe de mi aspecto.

—Es una gorra bonita.

Reacher se la dejó puesta y cruzó la tienda hasta una mesa donde estaban las camisetas. En el centro de la mesa había el torso de un maniquí que llevaba dos, una debajo de la otra, una verde claro y la otra verde oscuro. La camiseta de abajo se veía por debajo del dobladillo, las mangas y el cuello. Juntas, las dos capas parecían gruesas y resistentes.

—¿Qué te parece? —preguntó Reacher.

—Bueno, es un estilo —respondió O’Donnell.

—¿Tienen que ser de diferentes medidas?

—No creo.

Reacher cogió una azul claro y una azul oscuro, ambas XXL. Se quitó la gorra y llevó los tres artículos a la caja. No quiso una bolsa, arrancó las etiquetas y se quitó la camisa allí mismo en mitad de la tienda. Esperó, desnudo hasta la cintura en el frío del aire acondicionado.

—¿Tiene una papelera? —preguntó.

La joven detrás del mostrador se levantó y apareció con un cubo de plástico con una bolsa dentro. Reacher arrojó la camisa vieja a la papelera y se puso las camisetas, una sobre la otra. Tiró de los dobladillos y movió los hombros para acomodarlas y se puso la gorra. Salieron a la calle. Doblaron al este.

—¿De qué estás escapando? —preguntó O’Donnell.

—No escapo de nada.

—Tendrías que haberte quedado con la camisa vieja.

—Una pendiente peligrosa —dijo Reacher—. Si llevo una camisa de recambio, muy pronto necesitaré también pantalones. Entonces necesitaré una maleta. Antes de que me dé cuenta, tendré una casa, un coche, un plan de pensiones y estaré rellenando toda clase de formularios.

—Las personas lo hacen.

—Yo no.

—Insisto, ¿de qué estás escapando?

—De ser como la gente, creo.

—Yo soy como la gente. Tengo una casa, un coche y un plan de pensiones. Relleno formularios.

—Si funciona para ti, ¿por qué no?

—¿Crees que soy como los demás?

Reacher asintió.

—En ese aspecto sí.

—No todos pueden ser como tú.

—El hecho es que pocos de nosotros podemos ser como tú.

—¿Quieres serlo?

—No es cuestión de querer. Es que no se puede hacer.

—¿Por qué no?

—Vale, estoy escapando.

—¿De qué? ¿De ser como yo?

—De ser diferente a lo que era.

—Todos somos diferentes a lo que éramos.

—No a todos tiene que gustarnos.

—A mí no me gusta —admitió O’Donnell—, pero me las apaño.

—Lo estás haciendo muy bien, Dave. De verdad. Soy yo el que me tengo que preocupar. Os he estado mirando a ti, a Neagley y a Karla y me siento como un perdedor.

—¿De verdad?

—Mírame.

—Lo único que tenemos y que tú no tienes son maletas.

—¿Pero qué tengo yo que vosotros no tenéis?

O’Donnell no respondió. Fueron hacia el norte por Vine, en plena tarde en la segunda ciudad más grande de Estados Unidos, y vieron a dos tipos con pistolas en las manos que saltaban de un coche en marcha.