37

En el hotel, Reacher se sentó por un momento con la foto que le había dado Mauney. La fotografía sacada del vídeo de la cámara de seguridad. La farmacia. Cuatro hombres delante del mostrador. Manuel Orozco a la izquierda, mirando a la derecha, inquieto. Después Calvin Franz, las manos en los bolsillos, la paciencia en su rostro. A continuación Tony Swan, que miraba adelante. Por último Jorge Sánchez, a la derecha, un dedo metido en el cuello de la camisa.

Cuatro amigos.

Dos de ellos habían muerto seguro.

Probablemente los cuatro lo estaban.

—A veces pasa —comentó O’Donnell.

—Y lo superamos —asintió Reacher.

—¿Lo haremos? —preguntó Neagley—. ¿Lo superaremos esta vez?

—Siempre lo hemos hecho antes.

—Nunca había ocurrido una cosa así.

—Mi hermano murió.

—Lo sé. Pero esto es peor.

—Sí, lo es —asintió Reacher de nuevo.

—Esperaba que los otros tres estuviesen bien.

—Todos lo esperábamos.

—Pero no lo están. Han desaparecido.

—Eso parece.

—Tenemos que trabajar —señaló Dixon—. Es todo lo que nos queda ahora.

Fueron a la habitación de Dixon, pero trabajar era un término relativo. Estaban en un punto muerto. No tenían nada con que continuar. Esos sentimientos no mejoraron cuando fueron a la habitación de Neagley y encontraron un mensaje de respuesta de su contacto en el Pentágono: «Lo lamento, no es posible. New Age es material clasificado». Solo diez palabras, frías e impersonales.

—Al parecer no te debe tanto —opinó O’Donnell.

—Sí que me debe —dijo Neagley—. Más de lo que puedes imaginar. Esto dice más de New Age que de él y de mí.

Buscó entre los otros mensajes. Entonces se detuvo. Había otro mensaje del mismo tipo. Con una versión diferente de su nombre y otra dirección de correo.

—Aquí lo tienes —dijo Neagley—. Es una cuenta de correo on line.

Pinchó en el mensaje. Decía: «Frances, me alegra saber de ti. Tendríamos que encontrarnos. ¿Cena y película? Tengo que devolverte tus CD de Hendrix. Muchísimas gracias por el préstamo. Me encantaron todos. La sexta pista del segundo disco es dinámicamente brillante. Avísame cuando estés en Washington. Por favor, llama cuanto antes».

—¿Tienes CD? —preguntó Reacher.

—No —respondió Neagley—. Y menos aún de Jimmy Hendrix. No me gusta.

—¿Alguna vez has ido al cine y a cenar con este tipo? —quiso saber O’Donnell.

—Nunca —contestó Neagley.

—Por tanto, te está confundiendo con alguna otra mujer.

—Poco probable —señaló Reacher.

—Está en código —dijo Neagley—. No puede ser otra cosa. Es la respuesta a mi pregunta. Tiene que serlo. Una respuesta anodina desde su dirección oficial, y luego otra en código desde una dirección no oficial. De esta manera se protege el culo por las dos partes.

—¿Cuál es el código? —preguntó Dixon.

—Algo que tiene que ver con la sexta pista del segundo disco de Hendrix.

—¿Cuál fue el segundo disco de Hendrix? —preguntó Reacher.

¿Electric Ladyland? —dijo O’Donnell.

—Ese fue más tarde —dijo Dixon—. El primero fue Are You Experienced?

—¿Cuál era el que tenía mujeres desnudas en la cubierta?

—Ese era Electric Ladyland.

—Me encantaba la cubierta.

—Eres repugnante. Tenías ocho años.

—Casi nueve.

—Sigues siendo repugnante.

Axis Bold As Love. Ese fue el segundo álbum —dijo Reacher.

—¿Cuál era la sexta pista? —preguntó Dixon.

—No tengo ni idea.

—Cuando las cosas se ponen duras —dijo O’Donnell—, los duros se van de compras.

Caminaron un largo trecho al este por Sunset, hasta que encontraron una tienda de discos. Entraron y se encontraron con aire acondicionado, jóvenes, música a todo volumen y la sección H en los pasillos de rock y pop. Había cincuenta centímetros de álbumes de Jimmy Hendrix. Cuatro títulos antiguos que Reacher reconoció, junto con otro montón de discos publicados tras la muerte del músico. Axis Bold as Love estaba allí. Tres copias. Reacher cogió una y la miró. Estaba envuelta en plástico y tenía el código de barras de la tienda pegado en la segunda mitad del listado de canciones. Lo mismo en la segunda copia.

Lo mismo en la tercera.

—Arráncalo —dijo O’Donnell.

—¿Quieres que lo robe?

—No, rompe el plástico.

—No puedo hacerlo. No es nuestro.

—¿Machacas a un poli y no quieres dañar un envoltorio?

—Esto es diferente.

—¿Entonces qué vas a hacer?

—Voy a comprarlo. Podemos escucharlo en el coche. Los coches tienen reproductores de CD, ¿no?

—Desde hace cien años —dijo Dixon.

Reacher se llevó el CD e hizo cola detrás de una muchacha con más metal clavado en la cara que la víctima de una granada. Llegó a la caja y sacó trece de los ochocientos dólares que le quedaban y por primera vez en su vida se convirtió en propietario de un producto digital.

—Quítale el plástico —dijo O’Donnell.

Estaba muy apretado. Reacher utilizó las uñas para rascar una esquina y después los dientes para romper el plástico. Cuando lo quitó le dio la vuelta al CD y buscó con el dedo en la lista de canciones.

—Little Wing —leyó.

O’Donnell se encogió de hombros. Neagley lo miró con el rostro vacío.

—No es de gran ayuda —manifestó Dixon.

—Conozco la canción —dijo Reacher.

—Por favor, no la cantes —pidió Neagley.

—Entonces, ¿qué significa? —preguntó O’Donnell.

—Significa que New Age fabrica un sistema de armamentos llamado Little Wing —contestó Reacher.

—Es obvio. Pero no nos ayuda si no sabemos qué es Little Wing.

—Suena a algo aeronáutico. Como un avión sin piloto o algo así.

—¿Alguien lo ha oído mencionar? —preguntó Dixon—. ¿Alguno de vosotros?

O’Donnell sacudió la cabeza.

—Yo no —dijo Neagley.

—Pues entonces sí es ultra secreto —opinó Dixon—. Nadie que se vaya de la lengua en Washington, en Wall Street o entre todos los contactos de Neagley.

Reacher intentó abrir la caja del CD pero vio que estaba cerrada con la etiqueta del título que iba por toda la parte superior. La rascó con las uñas y se despegó en un montón de pequeños fragmentos pegajosos.

—No me extraña que la industria discográfica tenga problemas —dijo—. No hacen que estas cosas sean fáciles de disfrutar.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Dixon.

—¿Qué decía el e-mail?

—Ya sabes lo que decía.

—¿Lo sabes tú?

—¿Qué decía?

—Busca la sexta pista en el segundo disco de Hendrix.

—¿Y?

—Y nada.

—No, decía «por favor, llama cuanto antes».

—Eso es ridículo —protestó Neagley—. Si no quiso decírmelo por e-mail, ¿por qué me lo diría por teléfono?

—No dice «por favor, llámame». En una nota codificada, cada palabra cuenta.

—¿Entonces a quién se supone que debo llamar?

—Tiene que haber alguien. Sabe que tú conoces a alguien que puede ayudar.

—¿Quién me va a ayudar en una cosa como esta? ¿Qué pasa si no quiere?

—¿Tenéis algún conocido en común? Quizá de Washington, dado que utilizó esa palabra, y toda palabra cuenta.

Neagley abrió la boca para decir nadie. Reacher vio la negativa que se formaba en la garganta. Pero entonces ella hizo una pausa.

—Hay una mujer —dijo—. Se llama Diana Bond. Los dos la conocemos. Es ayudante de un tipo en el Congreso. El tipo está en el Comité de Defensa del Congreso.

—Ahí lo tienes. ¿Quién es el tipo?

Neagley pronunció un nombre conocido pero poco apreciado.

—¿Tienes a una amiga que trabaja para ese imbécil?

—No es exactamente una amiga.

—Confío en que no.

—Todo el mundo necesita un trabajo, Reacher. Excepto tú, por lo que parece.

—Sea como sea, su jefe está firmando los talones, y, por tanto, tiene que estar informado. Él sabrá qué es Little Wing. Por consiguiente, ella también.

—No, si es un secreto.

—Ese tipo ni siquiera es capaz de escribir su nombre sin ayuda. Créeme, si él lo sabe, ella también.

—Ella no me lo dirá.

—Lo hará. Porque tú te harás la dura. La llamarás y le dirás que el nombre de Little Wing está en la calle, y que estás a punto de decirle a los periódicos que la filtración vino de la oficina de su jefe, y el precio de tu silencio es todo lo que ella sabe al respecto.

—Eso es juego sucio.

—Es política. No puede ser que desconozca el proceso si trabaja para ese tipo.

—¿De verdad tenemos que hacer esto? ¿Es relevante?

—Cuanto más sepamos, más suerte tendremos.

—No quiero involucrarla.

—Tu amigo del Pentágono quiere que lo hagas —puntualizó O’Donnell.

—Eso es solo lo que cree Reacher.

—No. Es más que eso. Piensa en el mensaje. Dijo que la sexta pista era dinámicamente brillante. Es una frase extraña. Podría haber dicho solo que era fantástica. O sorprendente. O brillante por sí misma. Pero dijo dinámicamente brillante, que son las letras D y B, como las iniciales de esa mujer, Diana Bond.