Manuel Orozco había ido cuatro años a la facultad con el dinero del ejército y había aceptado que acabaría como oficial de infantería. Su hermana menor se había sentido dominada por un pánico irracional y había supuesto que acabaría muerto en combate con unas tremendas heridas faciales que impedirían que su cuerpo fuese identificado al recuperarlo. Ella nunca sabría lo que le había pasado. Orozco le habló de las placas de identificación. Ella le contestó que podían desaparecer en una explosión o simplemente perderse. Él le habló de las huellas digitales. Su hermana le respondió que podía perder los brazos. Él le habló de la identificación dental. Ella dijo que le podían volar toda la mandíbula. Más tarde comprendió que su hermana se estaba preocupando a un nivel más profundo pero al mismo tiempo creyó que la respuesta a sus temores era hacerse un gran tatuaje en la parte superior de la espalda que dijese «Orozco, M» en grandes letras negras con el número de identificación debajo. Había llegado a casa y se había quitado la camisa muy contento y se quedó boquiabierto cuando su hermanita se puso a llorar a moco tendido.
En última instancia había evitado la infantería y acabó siendo un miembro clave del Batallón no de la Policía Militar, donde Reacher le había rebautizado de inmediato como Macuto porque su ancha espalda morena se parecía al macuto de los soldados con el nombre y el número. Ahora, quince años más tarde, Reacher estaba en el aparcamiento del Chateau Marmont y dijo:
—Han encontrado otro cuerpo.
—Me temo que sí —dijo Mauney.
—¿Dónde?
—Más o menos en la misma zona. En una cañada.
—¿Un helicóptero?
—Lo más probable.
—Orozco —dijo Reacher.
—Es lo que pone en la espalda —admitió Mauney.
—¿Entonces por qué pregunta?
—Tenemos que estar seguros.
—Todos los cadáveres tendrían que ser tan convenientes.
—¿Quién es el familiar más cercano?
—Tiene una hermana en alguna parte. Más joven.
—Pues entonces tendrá que hacer usted la identificación formal. Si quiere. No es la clase de cosa que una hermana menor debiera ver.
—¿Cuánto tiempo llevaba en la cañada?
—Mucho tiempo.
Regresaron al coche y Dixon siguió a Mauney todo el camino hasta un edificio del condado al norte de Glendale. Nadie habló. Reacher se sentó atrás con O’Donnell e hizo lo mismo que estaba haciendo este, pensar en una larga e involuntaria secuencia de los momentos que había compartido con Orozco. Era todo un comediante, en parte adrede, en parte involuntariamente. Era de ascendencia mexicana, nacido en Texas y criado en Nuevo México, pero durante muchos años había fingido ser un australiano blanco. Llamaba a todo el mundo «compañero». Como oficial, sus dotes de mando habían sido impecables, pero nunca había dado una orden. Esperaba hasta que un suboficial o un soldado raso hubiese comprendido el consenso general y entonces decía: «Si no te importa, compañero, por favor». Se había convertido en una frase para el grupo tan frecuente como la de «No te metas».
¿Un café?
Si no te importa, compañero, por favor.
¿Un cigarrillo?
Si no te importa, compañero, por favor.
¿Quieres que mate a esta madre?
Si no te importa, compañero, por favor.
—Bueno, de hecho, ya lo sabíamos —dijo O’Donnell—. No es ninguna sorpresa.
Nadie le respondió.
El edificio del condado resultó ser un flamante centro médico con un hospital a un lado de una ancha calle de aspecto reciente. Al otro lado había un edificio de última generación para atender las necesidades de los pueblos que carecían de morgue. Se trataba de un cubo de hormigón blanco montado sobre columnas de un piso de altura. Los camiones podían pasar por debajo del edificio hasta las puertas de los ascensores ocultos. Limpio, discreto. Californiano. Mauney aparcó en las plazas de visitante cerca de unos árboles. Dixon aparcó a su lado. Todos se apearon y permanecieron por un momento entretenidos en desperezarse, mirando alrededor, perdiendo el tiempo.
No era un viaje del agrado de nadie.
Mauney abrió el camino. Había una entrada para el ascensor del personal. Mauney apretó el botón de llamada, se abrió la puerta y salió una corriente de aire frío que olía a productos químicos. Mauney entró, seguido por Reacher, O’Donnell, Dixon y Neagley.
Apretó el botón de la cuarta planta.
La cuarta planta era tan fría como un congelador. Había una pequeña zona pública con una gran ventana interna cerrada con una persiana veneciana. Mauney pasó junto a la ventana y entró por una puerta en el depósito. Tres paredes mostraban la parte delantera de los cajones frigoríficos. Había decenas. El aire era glacial a causa del frío y estaba cargado de olores. Mauney tiró de uno de los cajones. Se deslizó sin problemas sobre los cojinetes. Hasta el fondo. Se detuvo cuando llegó a los topes de goma.
Dentro había un cadáver refrigerado. Varón. Hispano. Las muñecas y los tobillos atados con un cordel áspero clavado muy hondo. Los brazos detrás de la espalda. La cabeza y los hombros estaban destrozados. Resultaba casi del todo irreconocible como ser humano.
—Cayó de cabeza —dijo Reacher en voz baja—. Supongo que porque estaba atado de esa manera. Si ha acertado con lo del helicóptero.
—No hay huellas que vayan o vengan —señaló Mauney.
Era difícil ver más detalles médicos. La descomposición estaba muy avanzada, pero debido al calor y la sequedad del desierto parecía más una momificación. El cuerpo estaba hundido, reducido, correoso. Parecía vacío. Había algunos daños causados por los animales, pero no muchos. El contacto con las paredes de la cañada lo había evitado.
—¿Lo reconoce? —preguntó Mauney.
—En realidad no —admitió Reacher.
—Mire el tatuaje.
Reacher permaneció sin moverse.
—¿Quiere que llame a un ayudante? —preguntó Mauney.
Reacher sacudió la cabeza y puso una mano debajo del hombro helado del cadáver. Lo levantó. El cuerpo rodó con torpeza, entero, rígido, como un tronco. Quedó boca abajo, los brazos levantados hacia arriba, atados y contorsionados como si la desesperada lucha por la libertad hubiese continuado hasta el último segundo.
Como sin duda había sido, pensó Reacher.
El tatuaje estaba un tanto agrietado y arrugado por la flojedad de la piel y la presión antinatural de la parte superior de los brazos.
Estaba un poco borroso por el tiempo.
Pero era inconfundible.
Decía: «Orozco, M».
Debajo estaba el número de identificación de nueve cifras.
—Es él —asintió Reacher—. Es Manuel Orozco.
—Lo siento mucho —dijo Mauney.
Hubo un momento de silencio. No se oía nada, excepto el rumor del aire frío que entraba por las rejillas de aluminio.
—¿Todavía están buscando en la zona? —preguntó Reacher.
—¿Por los demás? —dijo Mauney—. No de una forma activa, no es como si estuviésemos buscando a un niño desaparecido.
—¿Franz también está aquí? ¿En uno de estos malditos cajones?
—¿Quiere verlo? —preguntó Mauney.
—No —contestó Reacher. Luego miró a Orozco y preguntó—: ¿Cuándo se hará la autopsia?
—Pronto.
—¿Nos dirá algo la cuerda?
—Lo más probable es que sea común.
—¿Tenemos una idea aproximada de cuándo murió?
Mauney medio sonrió, de poli a poli.
—Cuando golpeó contra el suelo.
—¿Y eso cuándo fue?
—Hace tres, cuatro semanas. Creemos que antes que Franz. Pero nunca lo sabremos a ciencia cierta.
—Lo haremos —afirmó Reacher.
—¿Cómo? —preguntó Mauney.
—Se lo preguntaré a quien lo hizo. Él me lo dirá. Para ese momento estará rogando poder hacerlo.
—Recuerde, ninguna acción independiente.
—Ni lo sueñe.
Mauney se quedó para ocuparse del papeleo y Reacher, Neagley, Dixon y O’Donnell bajaron por el ascensor hasta el calor y la luz del sol. Se quedaron en el aparcamiento sin decir nada. Sin hacer nada. Solo temblando y sacudiéndose la rabia reprimida. Era natural que los soldados contemplasen la muerte. Vivían con ella, la aceptaban. La esperaban. Algunos de ellos incluso la deseaban. Pero en el fondo querían que fuese justa. Yo contra él, que gane el mejor. Querían que fuese noble. Ganar o perder, querían llegar a ella con un significado.
Un soldado muerto con los brazos atados a la espalda era la peor clase de ultraje. Era la indefensión, la sumisión y el abuso. Era la impotencia.
Eliminaba cualquier ilusión.
—Vámonos —dijo Dixon—. Estamos perdiendo el tiempo.