35

Dixon entró por la verja abierta de New Age y aparcó en la misma plaza de visitantes que había utilizado Neagley, de cara frente al cubo brillante. El aparcamiento continuaba medio vacío. Los árboles ornamentales estaban inmóviles en el aire denso. La misma recepcionista estaba tras el mostrador. El mismo polo, la misma respuesta lenta. Oyó que se abrían las puertas pero no miró hasta que Reacher apoyó la mano en el mostrador.

—¿En qué puedo ayudarle? —preguntó ella.

—Necesitamos ver de nuevo a la señora Berenson —respondió Reacher—. La directora de recursos humanos.

—Veré si está disponible —dijo la recepcionista—. Por favor, tomen asiento.

O’Donnell y Neagley se sentaron, pero Reacher y Dixon permanecieron de pie. Dixon era demasiado nerviosa como para pasar mucho tiempo en una silla. Reacher permaneció de pie porque si se sentaba junto a Neagley la empujaría y si se sentaba en alguna otra parte ella se preguntaría por qué.

Esperaron los mismos cuatro minutos antes de oír los golpes de los tacones de Berenson en el mosaico. Llegó por el pasillo, entró en el vestíbulo y no titubeó. Solo le dirigió a la recepcionista un gesto de gracias y siguió adelante. Tenía dos tipos de sonrisa, una para Reacher y Neagley porque los había conocido antes, y otra para O’Donnell y Dixon porque no sabía quiénes eran. Estrechó las manos de todos. Las mismas cicatrices bajo el maquillaje, el mismo aliento helado. Abrió la puerta de aluminio y se apartó hasta que todos pasaron al interior de la habitación. Con cinco personas faltaba una silla, así que Berenson permaneció junto a la ventana. Cortés, pero también psicológicamente dominante. Hacía que sus visitantes alzasen la mirada hacia ella y entrecerrasen los ojos para protegerse de la luz que los deslumbraba.

—¿En qué puedo ayudarles hoy? —Había una ligera condescendencia en su voz. Una leve irritación. Un leve énfasis en el «hoy».

—Tony Swan ha desaparecido —le informó Reacher.

—¿Desaparecido?

—Imposible dar con él.

—No lo entiendo.

—No es algo muy difícil de entender.

—Podría estar en cualquier parte. Un nuevo trabajo fuera del estado. O unas vacaciones que deseaba tomarse. Algún lugar al que siempre hubiese querido ir. Las personas algunas veces hacen eso en las circunstancias del señor Swan. Es como un consuelo.

—Su perro murió de sed encerrado dentro de su casa —señaló O’Donnell—. No creo que sea un consuelo. Swan no fue a ninguna parte donde tuviese pensado ir.

—¿Su perro? Qué terrible.

—Ya lo puede decir —asintió Dixon.

—Se llamaba Maisi —añadió Neagley.

—No veo en qué puedo ayudar yo —afirmó Berenson—. El señor Swan se marchó de aquí hace más de tres semanas. ¿No es un asunto para la policía?

—Ya se ocupan de él —dijo Reacher—. Nosotros también.

—Sigo sin ver en qué puedo ayudar —repitió Berenson.

—Nos gustaría ver su despacho. Registrar los cajones, el ordenador, su agenda. Podría haber notas, información, citas.

—¿Notas sobre qué?

—Sobre lo que sea que haya causado su desaparición.

—No ha desaparecido debido a New Age.

—Posiblemente no. Pero hay personas que realizan trabajos privados en horas de oficina. Hay personas que escriben notas sobre cosas de sus vidas privadas.

—Aquí no.

—¿Por qué no? ¿Aquí no hacen nada más que trabajar en lo suyo?

—Aquí no hay notas. No hay papel. Ni bolígrafos ni lápices. Es un asunto básico de seguridad. Es un entorno absolutamente libre de papeles. Mucho más seguro. Es una norma. Cualquiera que piense en saltársela acaba despedido. Aquí se hace todo con ordenadores. Tenemos una red interior con cortafuegos y un control de datos al azar.

—Entonces podemos ver su ordenador —preguntó Neagley.

—Supongo que podrían —dijo Berenson—. Pero no les servirá de nada. Cuando alguien se marcha, al cabo de media hora se quita el disco duro y se destruye. Se aplasta. Físicamente. Con martillos. Es otra norma de seguridad.

—¿Con martillos? —preguntó Reacher.

—Es el único método definitivo. De lo contrario se puede recuperar la información.

—¿Quiere decir que no queda ningún rastro de él?

—Me temo que ninguno en absoluto.

—Tienen ustedes reglas muy severas.

—Lo sé. Las redactó el propio señor Swan. En su primera semana. Fueron su primera contribución importante.

—¿Hablaba con alguien? —preguntó Dixon—. ¿Gente en los pasillos? ¿Hay alguien con el que pudiese haber compartido una preocupación?

—¿Asuntos personales? —dijo Berenson—. Lo dudo. La dinámica no hubiese sido la apropiada. Aquí tenía que hacer el papel de poli. Tenía que mantener las distancias para ser efectivo.

—¿Qué pasa con su jefe? —preguntó O’Donnell—. Puede que compartiese con él alguna cosa. Estaban profesionalmente en el mismo barco.

—Desde luego que se lo preguntaré —dijo Berenson.

—¿Cómo se llama?

—No se lo puedo decir.

—Es usted muy discreta.

—El señor Swan insistió en ello.

—¿Podemos reunirnos con él?

—Ahora mismo está fuera de la ciudad.

—¿Entonces quién cuida de la tienda?

—En cierta manera, el señor Swan. Sus procedimientos continúan en vigor.

—¿Hablaba con usted?

—¿De sus asuntos personales? La verdad es que no.

—¿Estaba inquieto o preocupado la semana que se marchó?

—No noté nada al respecto.

—¿Hacía muchas llamadas telefónicas?

—Estoy segura de que sí. Todos las hacemos.

—¿Qué cree que le puede haber sucedido?

—¿Yo? —dijo Berenson—. En realidad no tengo idea. Le acompañé hasta el coche y le dije que cuando cambiasen las cosas le llamaría para pedirle que volviese. Él me respondió que esperaría con ansia mi llamada. Fue la última vez que lo vi.

Volvieron al coche de Dixon y se apartaron del cristal espejo. Reacher observó cómo el reflejo del Ford se hacía cada vez más pequeño.

—Un viaje desperdiciado —comentó Neagley—. Te dije que debíamos llamar antes.

—Quería ver dónde trabajaba —dijo Dixon.

—Trabajar es la palabra incorrecta —opinó O’Donnell—. Lo utilizaban, eso es todo. Se aprovecharon de su cerebro durante un año y después lo despidieron. Estaban comprando sus ideas, no dándole un trabajo.

—Es lo que parece —admitió Neagley.

—Aquí no hacen nada. Es un edificio desprotegido.

—Es obvio. Deben de tener un tercer lugar en alguna parte. Una planta remota donde se realiza la fabricación.

—¿Entonces cómo es que UPS no tiene esa dirección?

—Quizá sea secreta. Posiblemente no reciben correspondencia allí.

—Me gustaría saber qué fabrican.

—¿Por qué? —preguntó Dixon.

—Pura curiosidad. Cuanto más sepamos, más suerte tendremos.

—Pues entonces adelante y averígualo —dijo Reacher.

—No sé a quién preguntárselo.

—Yo sí —dijo Neagley—. Conozco a un tipo en el Pentágono.

—Llámalo —pidió Reacher.

En su habitación, en un hotel de Denver, el cuarentón de pelo oscuro que se hacía llamar Alan Mason estaba llegando al final de su reunión. Su invitado se había presentado a la hora y solo venía acompañado por un guardaespaldas. Mason interpretó estos dos hechos como signos positivos. Apreciaba la puntualidad en los negocios. Y verse superado solo dos a uno era un lujo. A menudo se había encontrado solo con seis o diez al otro lado de la mesa.

Las cosas habían comenzado bien. Seguido por un considerable progreso. Ninguna excusa para la demora de la entrega o cualquier otra dificultad. Ningún cambiazo. Ningún intento de renegociar. Ninguna subida de precio. Solo la venta como se había acordado antes, seiscientas cincuenta unidades a cien mil dólares cada una.

Mason había abierto la maleta y su cliente había comenzado el largo proceso de sumar el contenido. Las cuentas en los bancos suizos y los bonos al portador eran indiscutibles. Tenían el valor que marcaban. Los diamantes eran más subjetivos. El peso en quilates estaba marcado, por supuesto, pero gran parte de su valor dependía del corte y la claridad. La gente de Mason había calculado a la baja para disponer de un margen. El invitado de Mason lo comprendió de inmediato. Se declaró satisfecho y aceptó que la maleta contenía sesenta y cinco millones de dólares.

En ese momento se convirtió en su maleta.

A cambio Mason recibió una llave y un trozo de papel.

La llave era pequeña, vieja, rayada, gastada, sencilla y sin marca alguna. Tenía el aspecto de una llave que hace un cerrajero mientras la persona espera. A Mason se le dijo que era la llave del candado que cerraba un contenedor depositado en los muelles de Los Ángeles.

El trozo de papel era un albarán que describía el contenido del contenedor como seiscientos cincuenta reproductores de DVD.

El invitado y el guardaespaldas se marcharon y Mason entró en el baño para quemar su pasaporte en el inodoro. Media hora más tarde Andrew MacBride dejó el hotel y se dirigió al aeropuerto. Se sorprendió al comprender que tenía ganas de volver a escuchar la música de la megafonía.

Frances Neagley llamó a Chicago desde el asiento trasero del coche de Dixon. Le pidió a su ayudante que le enviase un e-mail a su contacto en el Pentágono y le explicase que estaba fuera de la oficina, en California, lejos de un teléfono seguro, y que tenía que hacerle una pregunta sobre el producto de New Age. Sabía que su tipo se sentiría mejor respondiendo a un correo electrónico que hablando por un móvil no seguro.

—¿Tienes teléfonos seguros en tu despacho? —preguntó O’Donnell.

—Por supuesto.

—Vaya nivel. ¿Quién es el tipo?

—Solo es un tipo —respondió Neagley—. Me debe unas cuantas.

—¿Las suficientes para que responda?

—Por supuesto.

Dixon salió de la 101 en Sunset y se dirigió al oeste hacia el hotel. El tráfico era lento. Menos de cinco kilómetros, pero alguien al trote los hubiese recorrido más rápido. Cuando por fin llegaron se encontraron con un Crown Victoria que esperaba delante. Un coche de la poli sin identificación. No era el de Thomas Brant. Era más nuevo, intacto y de otro color.

Era el coche de Curtis Mauney.

Se apeó en cuanto Dixon terminó de aparcar. Se acercó, bajo, sólido, cansado. Se detuvo delante mismo de Reacher y esperó un momento. Luego preguntó:

—¿Uno de sus amigos tenía un tatuaje en la espalda?

Un tono de voz amable.

Discreto.

Amistoso.

—Oh, Dios —exclamó Reacher.