Subieron a la habitación de Dixon y ella acomodó las siete páginas en la cama.
—Muy bien —comenzó—, lo que tenemos aquí es una secuencia de siete meses de calendario. Algo así como un análisis de rendimiento. Para simplificar solo lo llamaremos aciertos y errores. Los primeros tres meses son muy buenos. Muchos aciertos, muy pocos errores. Un promedio de aciertos de casi el noventa por ciento. Un poco por encima del ochenta y nueve coma cuatro por ciento, para ser precisos.
—Continúa —le pidió O’Donnell.
—Entonces en el cuarto mes nos despeñamos y vamos a peor.
—Eso ya lo sabemos —señaló Neagley.
—Así que por el bien del análisis vamos a tomar los tres primeros meses como punto de partida. Sabemos que pueden acertar un noventa por ciento, más o menos. Son capaces. Digamos que pueden o podrían haber continuado con ese nivel de rendimiento indefinidamente.
—Pero no lo hicieron —dijo O’Donnell.
—Así es. Pueden, pero no lo hicieron. ¿Cuál es el resultado?
—Más errores después que antes —respondió Neagley.
—¿Cuántos más?
—No lo sé.
—Yo sí —afirmó Dixon—. Si hubiesen continuado con su promedio de aciertos a lo largo de los últimos cuatro meses se hubiesen ahorrado seiscientos cincuenta errores.
—¿De verdad?
—De verdad —dijo Dixon—. Los números no mienten, y los porcentajes son números. Algo ocurrió al final del tercer mes que continuó después y les costó seiscientos cincuenta errores evitables.
Reacher asintió. Un total de 183 días, 2.197 acontecimientos, 1.314 aciertos y 883 errores. Pero con una clara distribución desigual. Los tres primeros meses, 897 acontecimientos, 802 aciertos y 95 errores. Los siguientes cuatro meses, 1.300 acontecimientos, unos pobres 512 aciertos y unos catastróficos 788 errores, 650 de los cuales no hubiesen ocurrido si algo no hubiese cambiado.
—Me encantaría saber qué estamos mirando —comentó.
—Sabotaje —respondió O’Donnell—. Alguien cobró para jorobar algo.
—¿A cien mil dólares cada uno? —dijo Neagley—. ¿Seiscientas cincuenta veces? Es un trabajo cojonudo si lo puedes conseguir.
—No puede ser un sabotaje —afirmó Reacher—. Puedes incendiar una fábrica, un edificio o lo que sea por cien mil dólares. Tal vez toda una ciudad. No tendrías que pagar por cada uno.
—¿Entonces qué es?
—No lo sé.
—Pero liga —dijo Dixon—. Hay una clara relación matemática entre lo que Franz sabía y lo que Sánchez sabía.
Un minuto más tarde Reacher se acercó a la ventana y miró al exterior.
—¿Sería lógico suponer que Orozco también sabía lo mismo que Sánchez?
—Del todo —asintió O’Donnell—. Y viceversa. Eran amigos. Trabajaban juntos. Seguro que se lo contaban todo.
—Así que lo único que nos falta es lo que Swan sabía. Tenemos fragmentos de los otros tres. Nada de él.
—Su casa estaba limpia. Allí no había nada.
—Así que está en su oficina.
—No tenía oficina. Lo habían despedido.
—Pero hacía muy poco. Y supongo que su despacho seguirá vacío porque están despidiendo personal, no contratando. Por consiguiente, no necesitan espacio, lo que quiere decir que el despacho debe de estar envuelto en naftalina. Y su ordenador todavía sobre la mesa. Incluso puede que haya notas en los cajones o cosas por el estilo.
—¿Quieres ir a ver de nuevo a la Dama Dragón? —preguntó Neagley.
—Creo que debemos.
—Tendríamos que llamar antes de hacer el viaje hasta allí.
—Será mejor que nos presentemos sin más.
—Me gustaría ver dónde trabajaba Swan —dijo O’Donnell.
—A mí también —asintió Dixon.
Dixon condujo. Era su coche de alquiler, su responsabilidad. Fue hacia el este por Sunset para tomar la 101. Neagley le dijo lo que debía hacer después. Una ruta compleja. El tráfico era lento. Pero el viaje a través de Hollywood era pintoresco. Dixon parecía disfrutarlo. Le gustaba Los Ángeles.
El hombre del traje azul oscuro en el Chrysler azul oscuro los seguía todo el tiempo. Delante de los estudios KTLA, justo antes de la autopista, cogió el teléfono. Le dijo a su jefe:
—Van hacia el este. Los cuatro en un coche.
—Sigo en Colorado —respondió su jefe—. Vigílalos por mí, ¿de acuerdo?