Curtis Mauney no esperó a que se lo pidiesen. Levantó de nuevo la tapa del maletín y sacó otra funda de plástico transparente. Era una copia de una de las imágenes de la cinta de vídeo en blanco y negro. Cuatro hombres, hombro con hombro, delante de lo que parecía el mostrador de una tienda. Era una imagen en picado y a cierta distancia, así que Reacher no distinguía demasiado.
—Hice las identificaciones comparándolos con un grupo de viejas fotos que había en una caja de zapatos en el armario del dormitorio de Franz. —Mauney le pasó la foto a Neagley a su derecha. Ella la observó por un momento sin ninguna expresión en el rostro excepto la luz reflejada en el plástico brillante. Se la pasó a Dixon en el sentido contrario de las agujas del reloj. Dixon la miró durante diez segundos, parpadeó una vez y se la pasó a O’Donnell. Este la cogió, la observó, meneó la cabeza y se la pasó a Reacher.
Manuel Orozco estaba a la izquierda, mirando a la derecha, atrapado por la cámara en su perpetuo estado de inquietud. Después venía Calvin Franz, las manos en los bolsillos, una expresión paciente en su rostro. A continuación Tony Swan, en el centro, con la mirada fija hacia adelante. A la derecha se encontraba Jorge Sánchez, con una camisa abrochada, sin corbata, con un dedo enganchado debajo del cuello de la camisa. Reacher conocía aquella pose. La había visto un millar de veces. Significaba que Sánchez se había afeitado hacía unas diez horas y la sombra de la barba en la garganta comenzaba a molestarle. Incluso sin mirar la hora grabada en la esquina inferior derecha de la foto Reacher sabía que estaba mirando una foto tomada a primera hora del anochecer.
Todos parecían un tanto mayores. Orozco tenía canas en las sienes y sus ojos mostraban arrugas de cansancio. Franz quizás había rebajado un poco de peso. Había perdido parte de la musculatura de los hombros. Swan estaba tan ancho como siempre, el pecho de barril, un poco más de barriga. Llevaba el pelo corto y comenzaba a perderlo. La expresión ceñuda de Sánchez había marcado su rostro, con unos surcos permanentes que iban de la nariz a la barbilla, enmarcando su boca. Más viejo, pero quizá también un poco más sabio. Había mucho talento, experiencia y capacidad en aquella foto. Junto con una sencilla camaradería y una confianza mutua todavía flotando en el reencuentro. Cuatro tipos duros. En opinión de Reacher, cuatro de los ocho mejores en el mundo.
¿Quién o qué los había derrotado?
Detrás de ellos, apartándose de la cámara, había unos angostos pasillos de tienda que le resultaban familiares.
—¿Dónde está tomada? —preguntó Reacher.
—La farmacia en Culver City —contestó Mauney—. Junto al despacho de Franz. El tipo de detrás del mostrador los recordaba. Swan compró aspirinas.
—No parece propio de Swan.
—Para su perro. Tenía artritis en las caderas. Le daba un cuarto de aspirina al día. El farmacéutico dijo que era algo habitual en los perros. Sobre todo en los perros grandes.
—¿Cuántas aspirinas compró?
—El frasco económico, el genérico. Noventa y seis pastillas.
—Un cuarto de pastilla al día equivalen a un año y diecinueve días —señaló Dixon.
Reacher miró de nuevo la foto. Cuatro tipos, poses relajadas, sin prisa, con todo el tiempo del mundo, una compra rutinaria, una provisión para atender a un animal doméstico que duraría más de un año en el futuro.
No lo habían visto venir.
¿Quién o qué los había derrotado?
—¿Puedo quedarme con la foto? —preguntó.
—¿Por qué? —quiso saber Mauney—. ¿Ha visto algo en ella?
—Cuatro de mis viejos amigos.
Mauney asintió.
—Puede quedársela. Es una copia.
—¿Qué más hay?
—Quédense por aquí —dijo Mauney. Bajó la tapa del maletín, y cerró los cerrojos, que dieron un fuerte chasquido en el silencio reinante—. Manténganse visibles, y llámenme si ven a alguien curioseando. Se acabaron las acciones independientes, ¿vale?
—Solo estamos aquí para el funeral —insistió Reacher.
—¿Pero el funeral de quién?
Reacher no le respondió. Solo se levantó para volverse y mirar de nuevo la foto de Raquel Welch. El cristal de la foto era reflectante y detrás de él vio a Mauney dejar su silla y a los otros que se levantaban al mismo tiempo. Cuando una persona sentada se levanta, se desliza hacia adelante para hacerlo, así que cuando un grupo sentado se levanta todos acaban por un momento más cerca de lo que habían estado mientras estaban sentados. Por tanto, el siguiente movimiento en conjunto es retroceder, volverse, dispersarse, aumentando el círculo, respetando el espacio. Neagley fue la primera y más rápida, por supuesto. Mauney se volvió hacia la puerta y caminó a través del limitado espacio entre las sillas. O’Donnell se movió hacia el otro lado, hacia el interior del hotel. Dixon se movió en paralelo, pequeña, ágil, eludiendo una mesa de centro.
Pero Thomas Brant se movió hacia el otro lado, hacia adentro.
Reacher mantuvo la mirada en el cristal delante de Raquel. Miró el reflejo bronceado de Brant. Al instante supo lo que iba a pasar. Brant iba a tocarle en el hombro derecho con la mano izquierda, y a continuación Reacher debía volverse para ver qué ocurría y recibiría un tremendo derechazo en el rostro.
Brant se acercó. Reacher se centró en la argolla de oro entre las dos mitades del corpiño del bikini de Raquel. La mano izquierda de Brant se adelantó y la derecha se movió hacia atrás. Su mano izquierda tenía el dedo índice extendido y su mano derecha estaba cerrada en un puño del tamaño de una pelota de baloncesto. Una técnica buena pero no perfecta. Reacher intuyó que los pies de Brant no estaban bien colocados. Brant no era boxeador. Su posición solo le daría la mitad de la potencia.
Brant tocó a Reacher en el hombro.
Como lo estaba esperando, Reacher se volvió mucho más rápido de lo esperado y detuvo el puñetazo con la mano izquierda a treinta centímetros de su rostro. Era un golpe tremendo. Con mucho peso detrás. Fue toda una detonación. Le ardió en la palma y le ascendió por los tendones.
Entonces hizo gala de un autocontrol sobrehumano.
Todos los instintos animales y la memoria muscular de Reacher lo empujaban a lanzar un golpe con la cabeza contra la nariz dañada de Brant. Estaba cantado. Utilizar toda la adrenalina, moverse hacia adelante desde la cintura, con mucho impulso, y cabecear a fondo. Un movimiento que Reacher ya había perfeccionado cuando tenía tan solo cinco años. Una reacción que era obligada casi una vida más tarde.
Pero Reacher se contuvo. Permaneció inmóvil, sujetando el puño de Brant. Lo miró a los ojos, soltó el aliento y sacudió la cabeza.
—Ya me he disculpado una vez —dijo—, y me disculpo de nuevo ahora mismo. Si no tiene suficiente espere hasta que esto acabe, ¿vale? Estaré por aquí. Puede buscar a un par de amigos y atacarme entre los tres cuando no esté atento. Eso sería justo, ¿no?
—Puede que lo haga —dijo Brant.
—Debería. Pero escoja bien a sus amigos. No escoja a alguien que no pueda pagarse seis meses en el hospital.
—Un tipo duro.
—No soy yo quien lleva la nariz entablillada.
Curtis Mauney se acercó.
—Nada de peleas. Ni aquí ni nunca. —Se llevó a Brant por el cuello de la americana. Reacher esperó hasta que ambos hubiesen salido, hizo una mueca y sacudió la mano izquierda con violencia.
—Maldita sea, cómo arde.
—Ponte un poco de hielo —dijo Neagley.
—Coge una botella de cerveza fría —recomendó O’Donnell.
—Olvídate de eso ahora y deja que te diga lo que significa el número seiscientos cincuenta —dijo Dixon.