Dixon fue. Dejó la habitación sin decir palabra.
—No creo que Angela nos haya ocultado nada hoy —comentó O’Donnell—. Por tanto, no creo que Franz tuviese un cliente.
—¿Hasta dónde la presionaste? —preguntó Reacher.
—No necesitamos presionarla. Todo estaba allí. No tenía nada que decirnos. Es inconcebible que Franz se hubiese metido en una cosa como esta por nadie que no fuese un cliente importante que tuviera desde hacía años, y es inconcebible que tuviese a un cliente así sin que Angela al menos oyese un nombre.
Reacher asintió. Sonrió por un momento. Le gustaba su viejo equipo. Podía confiar en ellos totalmente. Nada de dudas. Si Neagley, Dixon y O’Donnell salían con preguntas, volvían con respuestas. Siempre, fuese cual fuese el tema, costase lo que costase. Podía enviarlos a Atlanta y ellos volverían con la receta de la coca cola.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Neagley.
—Primero vayamos a hablar con los polis —contestó Reacher—. Averigüemos si fueron a Las Vegas.
—¿A la oficina de Sánchez y Orozco? Dixon estuvo allí. No vio nada anormal.
—No visitó sus casas.
Dixon volvió al cabo de treinta minutos.
—No me ha disparado —dijo.
—Eso está bien —asintió Reacher.
—Lo mismo creo.
—¿Ha confesado?
—No confirmó ni negó.
—¿Está cabreado por lo de la cara?
—Como una mona.
—¿Entonces cuál es la historia?
—Llamó a su jefe. Quieren reunirse con nosotros. Aquí, dentro de una hora.
—¿Quién es el jefe?
—Un tipo llamado Curtis Mauney. Del Departamento del sheriff del Condado de Los Ángeles.
—Vale —dijo Reacher—. Podemos hacerlo. Veremos lo que tiene el tipo. Le trataremos como a un imbécil. Le pediremos todo y no le daremos nada.
Esperaron una hora en el vestíbulo, sin tensión, con calma. El servicio militar enseña a las personas a esperar. O’Donnell se tumbó en un sofá y se dedicó a limpiarse las uñas con la navaja. Dixon leyó las siete páginas, una y otra vez, después las guardó y cerró los ojos. Neagley se sentó sola en una silla junto a la pared. Reacher se sentó debajo de una vieja foto enmarcada de Raquel Welch. La foto había sido tomada delante del hotel a última hora de la tarde y la luz era tan dorada como su piel. Los fotógrafos la llamaban la hora mágica. Bella, resplandeciente, adorable. Como la propia fama, se dijo Reacher.
El hombre de cuarenta años y pelo oscuro que se llamaba a sí mismo Alan Mason también esperaba. Aguardaba para mantener un encuentro clandestino en su habitación del hotel Brown Palace en el centro de Denver. Por una vez estaba nervioso e irritable. Tres eran los motivos. En primer lugar, su habitación era sombría y pobre. En absoluto lo que había esperado. Segundo, tenía un maletín junto a la pared. Era una Samsonite gris oscuro, elegida con cuidado como todos sus accesorios, lo bastante cara como para no desentonar con sus aires de riqueza, pero no tan ostentosa como para traer una excesiva atención. Dentro había bonos al portador, diamantes tallados y códigos de acceso a cuentas bancarias en Suiza por una gran cantidad de dinero. Para ser exactos, el conjunto tenía un valor de sesenta y cinco millones de dólares; los individuos con los que iba a reunirse no eran precisamente de la clase de personas en que alguien prudente puede confiar teniéndolas cerca de valores imposibles de rastrear. Tercero, no había dormido bien. El aire nocturno estaba cargado con un olor desagradable. Había pensado en las diversas causas, hasta que finalmente lo identificó como comida para perros.
Era obvio que había una fábrica cerca y el viento estaba soplando en la dirección equivocada. Había permanecido despierto y preocupado por los ingredientes de la comida para perro. Carne, desde luego. Pero sabía que el olor era un mecanismo físico que dependía del impacto de las moléculas en las fosas nasales. Por tanto, técnicamente, fragmentos de carne estaban entrando por su nariz. Estaban en contacto con su cuerpo y había ciertas carnes con las que Azhari Mahmoud no podía estar en contacto bajo ninguna circunstancia.
Entró en el baño. Se lavó la cara por quinta vez aquel día. Se miró en el espejo. Apretó las mandíbulas. No era Azhari Mahmoud. Ahora no. Era Alan Mason, un occidental, y había un trabajo que hacer.
El primero en entrar por la puerta del vestíbulo del Chateau Marmont fue el poli lesionado Thomas Brant. Tenía un morado en el costado de la frente y la tablilla de metal en su rostro estaba pegada a sus pómulos tan apretada que la piel alrededor de sus ojos quedaba distorsionada. Caminaba como si le doliese. Parecía tan cabreado como si le acabasen de pegar y también un tanto mortificado por haber dejado que ocurriese, además de enfadado por tener que tragarse sus sentimientos en beneficio del trabajo. Lo seguía un tipo de más edad que debía de ser su jefe, Curtis Mauney. Este parecía rondar los cincuenta. Era bajo, fornido, y tenía ese aire cansado de quien lleva en el mismo trabajo demasiado tiempo. Llevaba el pelo teñido de un negro mate que no hacía juego con las cejas. En una mano llevaba un viejo maletín de cuero.
—¿Quién ha sido el imbécil que le ha dado a mi hombre? —preguntó.
—¿Acaso importa? —dijo Reacher.
—No tendría que haber ocurrido.
—No se sienta mal por lo ocurrido. No tuvo ninguna oportunidad. Eran tres contra uno. Pese a que uno de los tres era una chica.
Neagley le dirigió una mirada que lo hubiese cegado de haber sido cuchillos. Mauney sacudió la cabeza.
—No estoy criticando la capacidad de autodefensa de mi hombre. Solo digo que nadie viene aquí para pegar a los polis.
—Estaba fuera de su jurisdicción, no se había identificado y se comportaba de una manera sospechosa —replicó Reacher—. Se lo estaba buscando.
—¿Por qué están aquí?
—Para el funeral de nuestro amigo.
—Aún no se ha devuelto el cadáver.
—Entonces esperaremos.
—¿Fue usted quien le pegó?
Reacher asintió.
—Me disculpo. Pero lo único que tenía que hacer era pedirlo.
—¿Pedir qué?
—Nuestra ayuda.
Mauney lo miró impávido.
—¿Creen que los hemos hecho venir para que nos ayuden?
—¿No es así?
Mauney sacudió la cabeza.
—No. Los hemos traído como cebo.