Pidieron que les sirviesen el desayuno en la habitación de Dixon. Una primera regla, aprendida hacía mucho tiempo: come cuando puedas, porque nunca sabes cuándo se presentará la siguiente oportunidad. Sobre todo cuando estás a punto de desaparecer en el sistema. Reacher engulló huevos, beicon y tostadas, acompañado con mucho café. Se sentía frustrado.
—Tendría que haberme quedado en Portland —dijo—. Más me hubiese valido.
—¿Cómo nos han encontrado tan pronto? —preguntó Dixon.
—Los ordenadores —dijo Neagley—. Seguridad Interior y el Acta Patriótica. Pueden buscar en los registros de los hoteles cuando quieran. Estamos en un estado policial.
—Nosotros somos la policía —señaló O’Donnell.
—Éramos.
—Desearía que todavía lo fuésemos. Ahora ya casi no tenemos nada que hacer.
—Poneos en marcha —dijo Reacher—. No quiero veros implicados en esto. No podemos perder el tiempo. Por tanto, no dejéis que el poli os vea marchar. Id a ver a Angela Franz. Buscad al cliente. Me pondré en contacto con vosotros cuando pueda.
Se bebió el resto del café y regresó a su dormitorio. Se guardó el cepillo de dientes plegable en el bolsillo y ocultó el pasaporte, la tarjeta de crédito y setecientos dólares de los ochocientos que le quedaban en la maleta de O’Donnell. Porque algunas cosas se pueden perder después de un arresto. Bajó en el ascensor al vestíbulo. Se sentó en una butaca y esperó. No tenía sentido convertir todo el asunto en un drama, corriendo arriba y abajo por los pasillos del hotel. Porque como decía la segunda regla, aprendida tras toda una vida de mala suerte y problemas, «mantén la dignidad».
Esperó.
Treinta minutos. Sesenta. En el vestíbulo había tres periódicos y se los leyó todos. Hasta la última palabra. Deportes, artículos, editoriales, noticias nacionales e internacionales. Y negocios. Había un artículo sobre el impacto financiero de la Seguridad Interior en el sector privado. Citaba los mismos siete mil millones de dólares que Neagley había mencionado. Mucho dinero. Sobrepasado solo, decía el artículo, por la bonanza para los contratistas de defensa. El Pentágono seguía teniendo más dinero que cualquier otro y continuaba derrochándolo a manos llenas.
Noventa minutos.
No pasó nada.
A las dos horas Reacher se levantó y dejó los periódicos en una mesa. Salió a la puerta y miró al exterior. El sol brillante, el cielo azul, poca contaminación. Una suave brisa movía los árboles exóticos. Los coches pasaban, lentos y relucientes. Un día precioso. El vigésimo cuarto día que Calvin Franz no había podido ver. Casi cuatro semanas. Lo mismo para Tony Swan, Jorge Sánchez y Manuel Orozco al parecer.
«Ahora son muertos que caminan. No tiráis a mis amigos de un helicóptero y vivís para contarlo».
Reacher salió. Durante unos segundos, se expuso bien a la vista, como si esperase los disparos de un francotirador. Desde luego habían tenido tiempo de sobras para colocar equipos de asalto en posiciones estratégicas. Pero la acera estaba tranquila. No había vehículos aparcados. Ninguna camioneta de floristería. Ningún falso operario de la telefónica. Ninguna vigilancia. Dobló a la izquierda por Sunset. De nuevo a la izquierda por Laurel Canyon Boulevard. Caminó sin prisas y se mantuvo cerca de los árboles y los setos. Dobló a la izquierda una vez más por la sinuosa carretera que pasaba por detrás del hotel.
El Crown Victoria marrón estaba delante.
Estaba aparcado en la acera opuesta, solo, aislado, a seis metros de distancia. Quieto, inerte, el motor apagado. Tal como O’Donnell había dicho, la ventanilla delantera del pasajero estaba tapada con una bolsa de basura negra. El conductor estaba al volante. Sentado allí. Sin moverse, excepto por los giros de cabeza. Espejo retrovisor, delante, espejo de la puerta. El tipo seguía un ritmo. Hipnótico. Retrovisor, delante, espejo de la puerta. Reacher vio el destello de una tablilla de aluminio colocada en la nariz.
El coche parecía frío, como si no se hubiese movido durante muchas horas.
El tipo estaba solo; esperaba y miraba, eso es todo.
¿Pero por qué?
Reacher dio media vuelta y volvió por donde había venido. Llegó al vestíbulo y se sentó en la misma butaca. La semilla de una nueva teoría comenzó a germinar en su mente.
«Me llamó su esposa», había dicho Neagley.
«¿Te pidió que hicieses algo?».
«Nada —había respondido Neagley—. Solo me lo comunicó».
«Solo me lo comunicó».
Después: Charlie abriendo la puerta. Reacher le preguntó: «¿Ya te dejan abrir la puerta a ti solo?». El niño respondió: «Sí, me dejan».
Después: «Charlie, tendrías que salir a jugar».
Después: «Creo que hay algo que no nos está diciendo».
«El coste de hacer negocios».
Reacher continuó sentado en la butaca del vestíbulo del Chateau Marmont sumido en sus pensamientos, a la espera de ver si había acertado o errado en sus suposiciones en función de quién entrase primero por la puerta: su vieja unidad o un grupo de polis del condado de Los Ángeles muy cabreados.