27

—No estamos llegando a ninguna parte —comentó O’Donnell.

—Tenemos que enfrentarnos a los hechos —señaló Neagley—. El rastro está frío y no tenemos casi ningún dato útil.

Se habían reunido en el dormitorio de Karla Dixon. La vieja habitación de Leonardo DiCaprio. La cama estaba hecha. Reacher y Dixon se habían duchado, vestido y tenían el pelo seco. Se encontraban bien separados el uno del otro. Las siete páginas estaban colocadas en el tocador con la agenda a su lado. Nadie discutía que representaban los últimos siete meses. Pero nadie veía en qué podía ayudarles dicha información.

Dixon miró a Reacher.

—¿Qué quieres hacer, jefe?

—Tomarnos una pausa —contestó Reacher—. Estamos pasando algo por alto. No estamos pensando con claridad. Debemos tomarnos un descanso y volver a ello.

—Nunca nos tomábamos un descanso.

—Entonces teníamos otros cinco pares de ojos.

El hombre del traje azul oscuro llamó por el móvil.

—Se han trasladado al Chateau Marmont. Ahora son cuatro. Se ha presentado Karla Dixon. Así que están todos presentes y contados. —Escuchó la respuesta de su jefe y se lo imaginó sujetándose la corbata sobre la pechera de la camisa.

Reacher salió a caminar solo hacia el oeste por Sunset. La soledad seguía siendo su condición natural. Sacó el dinero del bolsillo y lo contó. No quedaba mucho. Entró en una tienda y encontró un colgador con camisas de rebajas. De la moda del año anterior o de la última década. Al final del perchero había un grupo de prendas azules con dibujos blancos, brillantes, de un material artificial. De cuellos abiertos, mangas cortas, dobladillos cuadrados. Cogió una. Era una prenda que su padre podría haber usado para ir a jugar a los bolos en los cincuenta. Excepto que era tres tallas más grande. Reacher era mucho más grande de lo que había sido su padre. Encontró un espejo y se sujetó la percha debajo de la barbilla. La camisa quizá le fuera bien. Era lo bastante ancha para sus hombros. Las mangas cortas solucionarían el problema de encontrar algo que se acomodase al largo de sus brazos; eran como los de un gorila, solo que más largos y gruesos.

Con los impuestos la prenda costaba casi veintiún dólares. Reacher pagó en la caja, luego le cortó a mordiscos las etiquetas, se quitó la camisa vieja y se puso la nueva allí mismo. Se la dejó por fuera. La estiró por el dobladillo y movió los hombros. Con el botón del cuello desabrochado le iba bastante bien. Las mangas le apretaban en los bíceps pero no tanto como para cortarle la circulación.

—¿Tiene una papelera? —preguntó.

El tipo se agachó y reapareció con una papelera de metal con el interior recubierto por una bolsa de plástico. Reacher hizo una bola con la camisa vieja y la arrojó adentro.

—¿Hay alguna peluquería cerca? —preguntó.

—Dos manzanas al norte —contestó el dependiente—. Colina arriba. Limpieza de zapatos y cortes de pelo en una esquina de la tienda de comestibles.

Reacher no dijo nada.

—Laurel Canyon —añadió el tipo a modo de explicación.

En el establecimiento vendían cerveza que el mismo cliente sacaba de la nevera y café de termo. Reacher se sirvió un vaso mediano de la mezcla de la casa sin leche y fue hacia el sillón del barbero, un sillón antiguo con un tapizado de vinilo rojo manchado. Había navajas al lado y una silla de limpiabotas cerca. Un tipo delgado estaba sentado en ella. Tenía marcas de aguja encima y debajo de los brazos. Alzó la mirada y se concentró, como si estuviese evaluando la tarea que tenía por delante.

—Deje que adivine. ¿Afeitado y corte de pelo?

—¿Veinticinco centavos? —preguntó Reacher.

—Ocho dólares —respondió el tipo.

Reacher volvió a mirar en su bolsillo.

—Diez. Para incluir el lustrado y el café.

—Eso serían doce.

—Diez es todo lo que tengo.

El tipo se encogió de hombros.

—Está bien.

Laurel Canyon, pensó Reacher. Media hora más tarde se había gastado su último dólar pero sus zapatos estaban lustrados y su rostro todo lo suave que podía estar. Su cabeza estaba afeitada casi igual. Había pedido el corte habitual del ejército pero el barbero había acabado haciendo algo mucho más cercano a la versión del cuerpo de marines. Era obvio que no se trataba de un veterano. Reacher pensó por un momento y miró de nuevo los brazos del tipo.

—¿Dónde se puede conseguir algo de droga por aquí? —preguntó.

—Usted no es consumidor.

—Es para un amigo.

—No tiene dinero.

—Lo puedo conseguir.

El tipo se encogió de hombros.

—Normalmente suele haber un grupo detrás del Museo de Cera.

Reacher volvió al hotel por las calles bajas del cañón a lo largo de dos manzanas y después se acercó por detrás. Por el camino pasó junto a un Chrysler 300C azul oscuro aparcado en el bordillo. Un tipo con traje azul oscuro estaba al volante. El color del traje hacía casi juego con el color del coche. El motor estaba apagado y el tipo solo esperaba. Reacher supuso que era un coche de alquiler. Una limusina. Se dijo que algún emprendedor propietario de un servicio de coches de alquiler había conseguido un mejor precio del concesionario Chrysler que del concesionario Lincoln y había pasado de los coches clásicos. Dedujo que había vestido a los conductores con trajes a juego, para causar efecto. Reacher sabía que Los Ángeles era un mercado muy competitivo en el ramo de las limusinas. Lo había leído en alguna parte.

Dixon y Neagley se mostraron corteses con su nueva camisa pero O’Donnell se rio. Todos se rieron de su corte de pelo. A Reacher no le importaba. Se vio en el espejo de Dixon y tuvo que admitir que era un poco extremo. Era en realidad una pared blanca. Se sintió feliz de proveer un momento distendido. No iban a conseguir ningún otro momento así en ninguna otra parte, eso estaba muy claro. Juntos se habían ocupado de dos años de crímenes, algunos horribles, otros solamente venales, unos cuantos crueles, algunos de ellos espantosos, y habían bromeado sobre ellos como hacen los polis en todas partes. El humor negro. El refugio universal. Una vez habían encontrado a un tipo muerto medio podrido con una pala de jardín enterrada en lo que quedaba de su cabeza y de inmediato rebautizaron al cadáver como Sepulturero y se rieron como locos. Más tarde, en un juicio, Stan Lowrey había cometido un fallo y había utilizado el apodo en lugar del nombre real. El abogado defensor no había entendido la referencia. Lowrey se había reído como un loco en el estrado y dijo «Sepulturero. Con una pala en la cabeza. ¿Lo pilla?».

Ahora nadie se reía. Era diferente cuando se trataba de los tuyos.

Las hojas estaban de nuevo en la cama. Ciento ochenta y tres días en un período de siete meses. Había un total de 2.197 anotaciones. Había una nueva página junto a ellas escrita con la letra de Dixon. Había extrapolado los números a 314 días y 3.766 en un año completo. Reacher se dijo que había invitado a los otros a pensar en qué clase de cosas podían suceder 3.766 veces en 314 días de un año. Pero el resto de la página estaba en blanco. A nadie se le había ocurrido nada. La página con los cinco nombres estaba en la almohada. Yacía allí en un ángulo despreocupado, como si alguien la hubiese estado leyendo y después la hubiese arrojado en una muestra de impaciencia.

—Tiene que haber algo más que esto —comentó O’Donnell.

—¿Qué más quieres? —preguntó Reacher—. ¿Unas notas aclaratorias?

—Solo estoy diciendo que ahí no veo ninguna razón suficiente para que cuatro personas hayan muerto.

Reacher asintió.

—Estoy de acuerdo. No hay mucho. Porque los malos se llevaron casi todo. Los ordenadores, la agenda, la lista de clientes, su agenda de teléfonos. Lo único que tenemos es la punta del iceberg. Fragmentos. Como restos arqueológicos. Pero es mejor que lo aceptemos, porque esta clase de cosas es todo lo que vamos a conseguir.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Romper el hábito.

—¿Qué hábito?

—El de preguntarme qué hacer. Puede que mañana no esté aquí. Ya me imagino a aquellos polis preparándose ahora mismo. Vais a tener que comenzar a pensar por vosotros mismos.

—¿Y hasta entonces qué hacemos?

Reacher no hizo caso de la pregunta. Se volvió hacia Karla Dixon.

—¿Cuando alquilaste el coche pediste el seguro adicional?

Ella asintió.

—Vale —dijo Reacher—. Otro descanso. Después bajaremos a cenar. Invito yo. Quizá sea la última cena. Me encontraré con vosotros en el vestíbulo dentro de una hora.

Reacher pidió al aparcacoches que le trajeran el Ford de Dixon y fue al este por Hollywood Boulevard. Pasó por el Entertainment Museum y el Teatro Chino de Mann. Dobló a la izquierda en Highland. Estaba a dos manzanas al oeste de Hollywood y Vine, que era donde tradicionalmente se encontraban los camellos. Ahora parecía que habían emigrado, que era lo que solía suceder habitualmente. Las fuerzas de la ley nunca ganaban. Solo empujaban los problemas, una manzana más allá, otra manzana más aquí.

Reacher aparcó junto a la acera. Había un ancho callejón detrás del Museo de Cera. En realidad, se trataba de medio solar vacío, con la superficie de grava, sin vallar, colonizado por coches que lo utilizaban para girar, recolonizado por los traficantes en una instalación de paso. La operación estaba organizada en la típica manera triangular. El conductor entraba y se detenía. Se le acercaba un chiquillo de unos once años. El conductor hacía el pedido y entregaba el dinero. El chico corría con el dinero hasta el hombre de la bolsa y después continuaba hasta el repartidor para recoger el producto. Mientras tanto, el conductor seguiría avanzando en un lento semicírculo preparado para reunirse de nuevo con el chico al otro lado del solar. Allí se haría la entrega y el conductor se marcharía. El chico volvería donde había comenzado y esperaría para comenzar de nuevo.

Un sistema inteligente. Separación total del producto del dinero, fácil dispersión instantánea en tres direcciones diferentes si era necesario, y nadie era visto con nada excepto alguien que era demasiado joven para ser juzgado. La provisión de droga era repuesta a menudo, para dejar al repartidor con una cantidad mínima en todo momento. La bolsa con el dinero se vaciaba con frecuencia para reducir las pérdidas potenciales y la vulnerabilidad del cobrador.

Un sistema inteligente.

Un sistema que Reacher había visto antes.

Un sistema que había explotado antes.

El hombre de la bolsa era literalmente el hombre de la bolsa. Estaba sentado en un bloque de cemento en mitad del solar con una bolsa de vinilo negro a los pies. Llevaba gafas de sol y seguramente iba armado con la pistola de preferencia de aquella semana.

Reacher esperó. Un Mercedes ML negro redujo la velocidad y entró en el solar. Un bonito todoterreno, con cristales opacos. Las matrículas de California mostraban un acrónimo que Reacher no comprendía. Se detuvo en la entrada y el chico se acercó. Su cabeza apenas si llegaba a la ventanilla del conductor. Pero su mano sí. Subió y bajó con un fajo doblado. El Mercedes avanzó un poco y el chico corrió al hombre de la bolsa. El fajo fue a parar a la bolsa y el chico corrió hacia el proveedor. El Mercedes estaba comenzando a realizar su lento semicírculo.

Reacher metió la marcha del Ford de Dixon. Miró al norte, miró al sur. Pisó el acelerador, giró el volante y se metió en el solar. No hizo caso del gastado sendero circular y fue en línea recta hacia el centro del espacio. En línea recta hacia el hombre de la bolsa, acelerando, las ruedas delanteras levantando una lluvia de grava.

El hombre de la bolsa se quedó paralizado. Tres metros antes de embestirlo de frente, Reacher hizo tres cosas.

Giró el volante. Pisó el freno. Abrió la puerta. El coche se deslizó a la derecha, las ruedas delanteras patinaron en la grava suelta y la puerta se abrió en un arco que golpeó al tipo como un puñetazo. Le golpeó desde la cintura hasta la cara. Cayó hacia atrás, el coche se detuvo en seco y Reacher se agachó para coger del suelo la bolsa de vinilo con la mano izquierda. La arrojó al asiento del pasajero, pisó el acelerador, cerró la puerta y realizó una cerrada vuelta en U por dentro del lento Mercedes. Salió como una bala del solar y rebotó en el bordillo para entrar en Highland. En el espejo vio el polvo en el aire, la confusión, y al tipo de la bolsa caído de espaldas y dos tipos que corrían. Diez metros más adelante estaba detrás del edificio del Museo de Cera. Pasó el semáforo y entró de nuevo en Hollywood Boulevard.

Doce segundos, de principio a fin.

Ninguna reacción. Ningún disparo. Ninguna persecución.

No la habría, se dijo Reacher. Debían de haber visto el Ford color vainilla, la camisa chillona, el pelo corto, y lo habrían atribuido a un poli que buscaba un suplemento para su pensión. El coste de hacer negocios. Y el conductor del Mercedes no podía permitirse decirle ni una palabra a nadie.

Sí, tío, no te metas con los investigadores especiales.

Reacher redujo la velocidad, respiró hondo, dobló a la derecha y realizó un recorrido completo en el sentido contrario a las agujas del reloj. Nichols Canyon Road, Woodrow Wilson Drive, y de nuevo a Laurel Canyon Boulevard. Nadie le seguía. Se detuvo, vació la bolsa y la arrojó a la calle. Contó el dinero. Casi novecientos dólares, la mayoría en billetes de veinte y diez. Lo suficiente para la cena. Incluso con agua noruega. Y propina.

Se bajó para inspeccionar el coche. La puerta del conductor estaba un tanto hundida, en el centro. El rostro del tipo de la bolsa. Nada de sangre. Se sentó al volante y se abrochó el cinturón de seguridad. Diez minutos más tarde estaba en el vestíbulo del Chateau Marmont sentado en una butaca de terciopelo desteñido esperando a los otros.

Mil novecientos kilómetros al oeste del Chateau Marmont el cuarentón de pelo oscuro que se llamaba a sí mismo Alan Mason viajaba en el metro desde la puerta de llegada a la estación terminal del aeropuerto de Denver. Viajaba solo en el vagón, sentado, cansado, pero sonriendo de todas maneras ante los locos estallidos de música que precedían los anuncios de las estaciones. Se dijo que habían sido escogidos por un psicólogo para reducir el estrés del viaje. Y funcionaban. Se sentía bien. Mucho más relajado de lo que tenía derecho a estar.