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En Hertz le habían dado a Dixon un Ford 500, que era un coche de cuatro plazas de un tamaño decente. Metió el equipaje en el maletero y se sentó al volante. Neagley se sentó junto a ella, y Reacher y O’Donnell se apretujaron detrás. Dixon arrancó y dejó el aeropuerto en dirección norte por Sepúlveda. Habló durante los primeros cinco minutos. Había estado trabajando encubierta como una nueva empleada en una empresa de cambio y bolsa de Wall Street. Su cliente era un inversor institucional preocupado por las ilegalidades. Como todos los agentes encubiertos que quieren sobrevivir, ella se había mantenido fiel a su tapadera, y eso significaba que no podía permitirse ningún contacto con su vida normal. No podía llamar a su despacho con el móvil de la empresa, ni con el teléfono de la empresa instalado en el apartamento alquilado por su empleador, o recibir su correo electrónico en la Blackberry también suministrada por la empresa. Por fin había llamado de forma clandestina desde un teléfono público en el edificio de la Autoridad Portuaria y había oído la larga cadena de mensajes 10-30 en el contestador. Así que había abandonado el trabajo y a su cliente, se había ido sin demora al JFK y había tomado un avión de America West. Desde el aeropuerto de Las Vegas había llamado a Sánchez y Orozco sin obtener respuesta. Peor todavía, sus buzones de voz estaban llenos, lo que era una mala señal. Había ido en taxi hasta sus despachos y los había encontrado desiertos, con el correo de tres semanas amontonado detrás de la puerta. Los vecinos no los habían visto en mucho tiempo.

—Pues ya está —dijo Reacher—. Ahora lo sabemos a ciencia cierta. Solo quedamos nosotros cuatro.

Entonces Neagley habló durante cinco minutos. Dio la misma clase de claro y conciso informe que había dado mil veces antes. Sin desperdiciar palabras, sin omitir detalles. Cubrió toda la inteligencia y todas las especulaciones desde la primera llamada de Angela Franz en adelante. El informe de la autopsia, la pequeña casa en Santa Mónica, el despacho destrozado en Culver City, los pendrives, el edificio de New Age, la llegada de O’Donnell, la perra muerta, el desafortunado ataque a un poli del condado de Los Ángeles delante de la casa de Swan en Santa Ana, y la consiguiente decisión de abandonar los coches de Hertz para cortar la inevitable persecución.

—Bueno, esa parte ya está solucionada —comentó Dixon—. Nadie nos está siguiendo ahora, así que por el momento este coche está limpio.

—¿Conclusiones? —preguntó Reacher.

Dixon lo pensó a lo largo de trescientos metros de circulación lenta por el bulevar. Después entró en la 405, la autopista de San Diego, pero hacia el norte, lejos de San Diego y hacia Sherman Oaks y Van Nuys.

—Sobre todo una conclusión —contestó Karla—. Esto no va de Franz llamando solo a algunos de nosotros porque supuso que solo algunos estaríamos disponibles. Tampoco va de llamar a solo alguno de nosotros porque calculó mal la extensión de su problema. Franz era demasiado listo para cometer ese error. Al parecer también muy cauto, con toda esa historia del chico y lo demás. Por lo tanto necesitamos cambiar el paradigma. Mirar quién está aquí y quién no. Creo que esto va de Franz llamando solo a aquellos de nosotros que podíamos llegar a él lo antes posible. Muy rápido. Swan, es obvio, porque estaba aquí mismo en la ciudad, y después Sánchez y Orozco porque solo estaban a una hora o poco más en Las Vegas. El resto de nosotros no le servíamos para nada. Porque todos estábamos como mínimo a un día de distancia. Por lo tanto, esto va de rapidez, pánico y urgencia. La clase de cosas donde medio día marca una diferencia.

—¿En términos específicos? —preguntó Reacher.

—No tengo ni idea. Es una lástima que quemases aquellas primeras once contraseñas. Podríamos haber visto qué información era nueva o diferente.

—Tienen que ser los nombres —señaló O’Donnell—. Son los únicos datos reales.

—Los números también pueden ser pruebas reales —precisó Dixon.

—Te volverás ciega tratando de entenderlos.

—Tal vez. O tal vez no. Algunas veces los números me hablan.

—Estos no.

Reinó el silencio en el coche por un momento. El tráfico era fluido. Dixon continuó por la 405 y pasó por el cruce con la 10.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—Vayamos al Chateau Marmont —respondió Neagley—. Es apartado y discreto.

—También caro —dijo Reacher. Algo en su tono hizo que Dixon desviase la mirada de la carretera y mirase atrás.

—Reacher está sin blanca —le informó Neagley.

—No me sorprende —admitió Dixon—. No ha trabajado en nueve años.

—Tampoco hacía mucho cuando estaba en el ejército —intervino O’Donnell—. ¿Por qué cambiar el hábito de toda una vida?

—Le avergüenza que otras personas paguen por él —explicó Neagley.

—Pobrecito —exclamó Dixon.

—Solo intento ser cortés —se defendió Reacher.

Dixon siguió por la 405 hasta el bulevar Santa Mónica. Luego se dirigió al noreste, con la intención de pasar por Beverly Hills y West Hollywood para llegar a Sunset al comienzo de Laurel Canyon.

—Una declaración clara —dijo Karla—. No te metas con los investigadores especiales. Los cuatro presentes tenemos que tenerlo presente. En nombre de los cinco del grupo que no están aquí. Así que necesitamos una estructura de mando, un plan y un presupuesto.

—Yo me haré cargo del presupuesto —declaró Neagley.

—¿Puedes?

—Solo en este año hay siete mil millones de dólares del dinero del Departamento de Seguridad Interior moviéndose por el sistema privado. Parte de esa suma viene a nosotros en Chicago y soy dueña de la mitad de lo que aparece en nuestros libros.

—¿Así que eres rica?

—Más rica que cuando era sargento.

—Ya volveremos a esa parte —señaló O’Donnell—. A las personas las matan por amor o por dinero, y a nuestros socios está muy claro que no los mataron por amor. Por lo tanto, en alguna parte hay dinero.

—¿Estamos de acuerdo en que Neagley se haga cargo del presupuesto? —preguntó Dixon.

—¿Qué es esto, una democracia? —quiso saber Reacher.

—Por ahora. ¿Estamos de acuerdo?

Cuatro levantaron las manos. Dos comandantes y un capitán, que dejaban a una sargento pagar la cuenta.

—Vale, el plan —dijo Dixon.

—Primero la estructura de mando —señaló O’Donnell—. No podemos poner el carro delante del caballo.

—Vale —asintió Dixon—. Propongo a Reacher como oficial al mando.

—Yo también —manifestó O’Donnell.

—Conmigo tres —se sumó Neagley—. Como siempre.

—No puedo hacerlo —protestó Reacher—. Le pegué a aquel poli. Si lo investigan tendré que aceptar la responsabilidad y dejar que el resto de vosotros sigáis adelante sin mí. No puedo estar al mando en esa posición.

—Ya cruzaremos ese puente cuando lleguemos —dijo Dixon.

—Llegaremos sin duda —señaló Reacher—. Mañana o pasado como muy tarde.

—Quizá lo dejen correr.

—Ni lo sueñes. ¿Nosotros lo dejaríamos correr?

—Quizá le dé demasiada vergüenza como para informar.

—No tendrá necesidad de informar. Los demás se darán cuenta. Tiene una ventanilla rota y la nariz aplastada.

—¿Sabe al menos quién eres?

—Puso el nombre de Neagley en la máquina. Nos seguía. Sabe quiénes somos.

—No puedes aceptar la responsabilidad —afirmó O’Donnell—. Irías a la cárcel. Si se da el caso, tendrás que salir de la ciudad.

—No puedo hacerlo. Si no me pescan vendrán por ti y por Neagley como cómplices. Eso no lo queremos. Necesitamos estar bien plantados aquí.

—Te conseguiremos un abogado. Uno barato.

—No, uno bueno —dijo Dixon.

—Lo que sea, seguiría preocupado —señaló Reacher.

Nadie habló.

—Neagley tendría que estar al mando —añadió Reacher.

—Declino —dijo Neagley.

—No puedes declinar. Es una orden.

—No puedes dar una orden hasta que estés al mando.

—Entonces Dixon.

—Declino —dijo Dixon.

—Vale, O’Donnell.

—Paso.

—Reacher puede seguir hasta que lo lleven a la cárcel —propuso Dixon—. Después Neagley. ¿Todos a favor?

Se levantaron tres manos.

—Lo lamentaréis —dijo Reacher—. Haré que os arrepintáis.

—¿Cuál es el plan, jefe? —dijo Dixon, y la pregunta hizo que Reacher retrocediese nueve años atrás, a la última vez que alguien le había preguntado lo mismo.

—Lo de siempre —contestó—. Investigamos, nos preparamos, ejecutamos. Los encontramos, los matamos y después nos meamos en las tumbas de sus antepasados.