Reacher, Neagley y O’Donnell se apresuraron a cruzar el aparcamiento, cada vez más seguros con cada paso. Cuando estuvieron a tres metros de las ventanas de la oficina estaban totalmente seguros. Era Karla Dixon. Inconfundible. Morena y un tanto baja. Una mujer feliz que pensaba lo peor de la gente. Estaba allí mismo, la tercera en la cola. Su lenguaje corporal decía que estaba al mismo tiempo impaciente y resignada, a la espera. Como siempre, se la veía relajada pero nunca del todo quieta, siempre quemando energía, siempre dando la impresión de que no tenía bastante con las veinticuatro horas del día. Estaba más delgada de lo que Reacher recordaba. Vestía unos tejanos negros ajustados y una chaqueta de piel negra. Llevaba el pelo negro corto. Una maleta de cuero negro y un maletín negro del mismo material colgado del hombro.
Entonces, como si sintiese sus miradas en la espalda, se volvió y los miró de lleno, sin ninguna expresión en su rostro, como si los hubiese visto tan solo unos minutos antes, en lugar de años atrás. Les dirigió una breve sonrisa, una sonrisa un tanto triste, como si ya supiese lo que estaba pasando. Después sacudió su cabeza hacia los empleados que esperaban detrás del mostrador, como si les dijese «Estaría ahí con vosotros pero ya sabéis cómo son los civiles». Reacher se señaló a sí mismo, a Neagley y a O’Donnell, levantó cuatro dedos y abrió los labios para decir «Alquila un coche de cuatro plazas». Dixon asintió de nuevo y se volvió para continuar la espera.
—Esto es algo bíblico —comentó Neagley—. La gente continúa resucitando.
—No hay nada de bíblico en todo esto —señaló Reacher—. Nuestras suposiciones eran erróneas, nada más.
Un cuarto empleado salió de un despacho y ocupó su puesto detrás del mostrador. Dixon pasó de estar la tercera en la cola a ser atendida en menos de treinta segundos. Reacher vio el destello rosa de un carnet de conducir de Nueva York y el destello platino de una tarjeta de crédito que cambiaba de manos. El empleado escribió, Dixon firmó un montón de papeles y después recibió un grueso paquete amarillo y una llave. Se cargó el maletín al hombro, cogió la maleta con ruedas y fue hacia la salida. Salió a la acera. Se detuvo delante de Reacher, Neagley y O’Donnell y los miró uno tras otro con una mirada firme y grave.
—Lamento llegar tarde a la fiesta —dijo—. Pero en realidad no es una fiesta, ¿verdad?
—¿Qué sabes hasta ahora? —le preguntó Reacher.
—Solo tengo vuestros mensajes —contestó Dixon—. No quise esperar en Nueva York a un vuelo directo. Quería estar en marcha. El primer vuelo de salida iba a Las Vegas. Allí tuve que esperar dos horas. Aproveché para hacer unas cuantas llamadas e investigué un poco. Descubrí que Sánchez y Orozco han desaparecido. Al parecer hace unas tres semanas se desvanecieron sin más de la faz de la Tierra.