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—Paraos y daos la vuelta como si estuviésemos echando una última mirada a la casa —les pidió Reacher—. No dejéis de charlar.

O’Donnell se volvió.

—Tiene todo el aspecto de los alojamientos para oficiales casados en Fort Hood —dijo.

—Exceptuando el buzón —comentó Reacher.

Neagley se volvió.

—Me gusta. Me refiero al buzón.

—Hay un Crown Victoria marrón aparcado junto al bordillo cuarenta metros al oeste. Nos sigue —dijo Reacher—. Para ser precisos, sigue a Neagley. Estaba allí cuando me encontré con ella en Sunset y de nuevo delante del despacho de Franz. Y ahora está aquí.

—¿Alguna idea de quién es? —preguntó O’Donnell.

—Ninguna en absoluto —contestó Reacher—. Pero creo que es hora de averiguarlo.

—¿Como solíamos hacer?

Reacher asintió.

—Como solíamos hacer. Yo conduzco.

Echaron una última mirada a la casa de Swan, después se volvieron y caminaron a paso lento hacia el bordillo. Subieron al coche de O’Donnell. Reacher en el asiento del conductor, Neagley a su lado delante. O’Donnell en el asiento trasero. Sin los cinturones de seguridad.

—No estropees el coche —le pidió O’Donnell—. No he contratado el seguro a todo riesgo.

—Tendrías que haberlo hecho —manifestó Reacher—. Es siempre una sabia precaución.

Puso el motor en marcha y se apartó del bordillo. Miró hacia adelante y luego por el retrovisor.

Nada.

Giró el volante, pisó el acelerador y dio una rápida vuelta en U a través del ancho de la calle. Pisó de nuevo el pedal y aceleró treinta metros. Clavó los frenos y O’Donnell saltó del vehículo a un metro del Crown Vic. Reacher aceleró de nuevo, volvió a frenar y se detuvo junto a la puerta del conductor. O’Donnell ya estaba en la ventanilla del pasajero. Reacher se apeó y O’Donnell destrozó el cristal de la ventanilla con los nudillos de cerámica y persiguió al conductor hacia el otro lado para mandarlo a los brazos de Reacher. Este le golpeó una vez en el estómago y de nuevo en el rostro. Rápido y fuerte. El tipo golpeó contra el costado de su coche y cayó de rodillas. Reacher escogió el punto donde golpear por tercera vez, un codazo contra el costado de la cabeza. El tipo cayó de lado, poco a poco, como un árbol talado. Acabó metido en el espacio entre el coche y la carretera. Tumbado boca arriba, inerte, inconsciente, sangrando por la nariz rota.

—Bueno, todavía funciona —comentó O’Donnell.

—Siempre que yo haga el trabajo pesado —dijo Reacher.

Neagley sujetó las solapas de la americana del tipo y lo puso de lado para que la sangre de la nariz cayese al pavimento y no al fondo de su garganta. No tenía ningún sentido ahogarlo. Luego buscó en el interior de su chaqueta.

Entonces se detuvo.

Porque el tío llevaba una pistolera. Muy usada, hecha de cuero negro. En la pistolera había una Glock 17. Llevaba un cinto. En el cinto había un cargador adicional. También un estuche con unas esposas de acero inoxidable.

De la policía.

Reacher miró en el interior. Había trozos de cristal roto por todo el asiento del pasajero. Había una radio instalada debajo del salpicadero. No era una radio de taxi.

—Mierda —exclamó Reacher—. Le acabamos de pegar a un poli.

—Tú hiciste la parte difícil —señaló O’Donnell.

Reacher se agachó y apoyó los dedos en el cuello del tipo. Le buscó el pulso. Estaba allí, fuerte y regular. Respiraba. Tenía la nariz aplastada, que sería más tarde un problema estético, pero de todas formas tampoco era muy bien parecido.

—¿Por qué nos estaba siguiendo? —preguntó Neagley.

—Ya lo averiguaremos más tarde —contestó Reacher—. Cuando estemos lejos de aquí.

—¿Por qué le pegaste tan fuerte?

—Estaba alterado por lo del perro.

—Este tipo no lo hizo.

—Antes no lo sabía.

Neagley buscó en sus bolsillos. Sacó una cartera de cuero. En el interior había una placa cromada y una tarjeta plastificada detrás de una ventana de plástico.

—Se llama Thomas Brant —dijo—. Es un poli del condado de Los Ángeles.

—Estamos en el condado de Orange —señaló O’Donnell—. Está fuera de su jurisdicción. También lo estaba en Sunset y en Santa Mónica.

—¿Crees que eso sirve de ayuda?

—No mucho.

—Vamos a ponerlo cómodo y larguémonos de aquí —dijo Reacher.

O’Donnell sujetó los pies de Brant y Reacher los hombros y juntos lo colocaron en el asiento trasero del coche. Lo tumbaron, lo acomodaron bien y lo dejaron en lo que los médicos llaman postura de recuperación, de lado, con una pierna recogida, capaz de respirar, de manera que fuera poco probable que se ahogase. El Crown Vic era amplio. El motor estaba apagado y entraba mucho aire fresco por la ventanilla rota.

—Estará bien —dijo O’Donnell.

—Mejor que así sea —manifestó Reacher.

Cerraron la puerta y fueron al coche de O’Donnell. Seguía allí mismo, en mitad de la calle, tres puertas abiertas, el motor en marcha. Reacher se sentó detrás. O’Donnell al volante. Neagley sentada a su lado. La voz amable del GPS comenzó a guiarles de vuelta a la autopista.

—Tenemos que devolver este coche —opinó Neagley—. Ahora mismo. Y el Mustang también. Seguro que tomó los números de las matrículas.

—¿Entonces qué utilizaremos como transporte? —preguntó Reacher.

—Te toca a ti alquilar algo.

—No tengo carnet de conducir.

—Entonces tendremos que tomar taxis. Debemos romper el vínculo.

—Eso significa cambiar de hotel.

—Pues que así sea.

El GPS no permitía cambios sobre la marcha, un tema de riesgos. O’Donnell aparcó y cambió el destino desde Beverly Wilshire al aparcamiento de Hertz en el aeropuerto de Los Ángeles. La unidad aceptó el cambio sin problemas. Hubo un segundo de demora mientras aparecía la barra de cálculo de la ruta y después se oyó de nuevo la voz paciente para decirle a O’Donnell que diese la vuelta y fuese al oeste en lugar del este, hacia la 405 en lugar de la 5. El tráfico era ligero en las calles e intenso en la autopista. El avance, lento.

—Háblame de ayer —le pidió Reacher a Neagley.

—¿Qué quieres saber?

—Lo que hiciste.

—Llegué al aeropuerto de Los Ángeles y alquilé un coche. Fui hasta el hotel en Wilshire. Me inscribí. Trabajé durante una hora. Después fui hasta el Denny’s en Sunset. Te esperé.

—Han tenido que seguirte todo el camino desde el aeropuerto.

—Está claro. La pregunta es por qué.

—No, esa es la segunda pregunta. La primera es cómo. ¿Quién sabía cuándo y dónde ibas a llegar?

—Como es obvio, el poli. Puso una señal junto a mi nombre y Seguridad Interior le avisó en el momento en que compré mi billete.

—Vale, ¿por qué?

—El poli estaba investigando a Franz. Polis del condado de Los Ángeles. Soy una asociada conocida.

—Todos lo somos.

—Yo fui la primera en llegar.

—Entonces, ¿somos sospechosos?

—Puede ser. Si no tienen a nadie más.

—¿Cómo pueden ser tan estúpidos?

—No lo creas. Incluso nosotros buscaríamos entre los asociados conocidos si estuviésemos atascados.

—No te metas con los investigadores especiales —le recordó Reacher.

—Correcto —asintió Neagley—. Pero acabamos de meternos con los polis del condado de Los Ángeles. A lo grande. Espero que no tengan un eslogan similar.

—Puedes apostarte lo que quieras a que lo tienen.

El aeropuerto de Los Ángeles era una gigantesca confusión. Como todos los aeropuertos que Reacher había visto, estaba siempre a medio acabar. O’Donnell pasó por zonas en construcción y carreteras perimetrales para llegar al aparcamiento de la compañía de coches. Todas las grandes estaban allí, la roja, la verde, la azul, y por fin la amarilla de Hertz. O’Donnell aparcó al final de una larga hilera y un tipo con la americana de la compañía se le acercó y escaneó el código de barras de la ventanilla trasera con un lector manual. Ya estaba, vehículo devuelto, alquiler terminado. La cadena rota.

—¿Y ahora qué? —preguntó O’Donnell.

—Ahora tomamos el autobús hasta la terminal y buscamos un taxi —contestó Neagley—. Después dejamos el hotel y dos de nosotros volvemos aquí con mi Mustang. Reacher puede buscar un nuevo hotel y ponerse a trabajar con los números. ¿De acuerdo?

Pero Reacher no respondió. Miraba al otro lado del aparcamiento, a través de las ventanas de la oficina de alquiler de coches. Concretamente, la cola de personas en el interior.

Sonreía.

—¿Qué? —preguntó Neagley—. ¿Reacher, qué?

—Allí —contestó Reacher—. La cuarta de la cola. ¿La ves?

—¿A quién?

—La mujer pequeña, cabello oscuro. Estoy seguro de que es Karla Dixon.