21

Santa Ana estaba al sudoeste, pasado Anaheim, en el condado de Orange. La ciudad estaba a treinta y dos kilómetros al oeste de las montañas Santa Ana, donde se originaban los terribles vientos. Soplaban de vez en cuando, secos, cálidos, constantes, y volvían loco a todo Los Ángeles. Reacher había visto sus efectos en un par de ocasiones. La primera vez, después de mantener una reunión con unos tipos en Camp Pendleton. En otra ocasión mientras estaba de permiso de fin de semana de Fort Irwin. Había visto cómo insignificantes peleas de bar acababan en múltiples homicidios de primer grado. Había visto cómo una tostada quemada había acabado en una paliza a la esposa, cárcel y divorcio. Había visto derribar a un tipo a golpes de porra por caminar demasiado lento por la acera.

Pero el viento no soplaba aquel día. El aire era caliente, espeso, marrón y pesado. El GPS de O’Donnell tenía una cortés e insistente voz femenina que los llevó fuera de la 5 al sur del zoológico, en el lado opuesto a Tustin. A continuación les guio por la amplia cuadrícula de calles hacia el Museo de Arte del condado de Orange. Antes de llegar allí les hizo girar a la izquierda, luego a la derecha y de nuevo a la izquierda, y les dijo que se estaban acercando a su destino. Después les comunicó que habían llegado.

Cosa que era evidente. O’Donnell se detuvo cerca de un buzón en la acera con forma de cisne. El buzón era del modelo aprobado por el Servicio Postal estadounidense, estaba colocado en un poste y pintado de blanco brillante. En la parte superior tenía sujeta una figura vertical cortada en un trozo de madera. La forma tenía un cuello largo y grácil, la espalda curva y la cola levantada. Pintada de blanco, excepto por el pico naranja oscuro y el ojo negro. La caja sugería el cuerpo del ave. En conjunto era una representación bastante buena.

—Dime que Swan no ha hecho esto —rogó O’Donnell.

—Un sobrino o sobrina —señaló Neagley—. Lo más probable es que fuera un regalo de bienvenida a casa.

—Que tuvo que colocar por si ellos aparecían.

—Creo que es bonito.

Detrás del buzón había un sendero para coches que llevaba a una verja doble en una cerca de metro veinte de altura. Paralelo al acceso de coches había un sendero más estrecho que llevaba a otra cerca, esta de alambre forrado con plástico verde. Los cuatro postes de las cercas estaban coronados con pequeñas piñas metálicas. Ambas cercas estaban cerradas. Ambas tenían un cartel que decía Cuidado con el perro. La entrada de coches llevaba a un garaje con capacidad para un único vehículo. El sendero acababa delante de la puerta principal de un pequeño y sencillo bungalow pintado de color ocre. Las ventanas tenían marquesinas metálicas, como si fuesen cejas. La puerta tenía otra, pero más angosta, colocada bien alta. En su conjunto el lugar era serio, severo, adecuado, nada frívolo. Masculino.

También silencioso y sin señales de vida.

—Parece vacío —comentó Neagley—. Como si no hubiese nadie en casa.

Reacher asintió. En el jardín delantero solo había césped. Ninguna planta. Ninguna flor. Ningún arbusto. El césped se veía seco y un tanto crecido como si un propietario meticuloso hubiese dejado de regarlo y cortarlo unas tres semanas antes.

No había ningún sistema de alarma visible.

—Vamos a comprobarlo —dijo Reacher.

Se bajaron del coche y caminaron hasta la cerca. No estaba cerrada ni tenía cadena. Caminaron hasta la puerta. Reacher apretó el timbre. Esperó. Ninguna respuesta. Había un camino de lajas alrededor de toda la casa. Lo recorrieron en el sentido contrario a las agujas del reloj. Había una puerta en un lado del garaje. Estaba cerrada. Otra puerta daba a la cocina en la pared trasera de la casa. También estaba cerrada. La mitad superior de la puerta era de cristal. A través de ella se veía una cocina pequeña, antigua, con artefactos de unos cuarenta años atrás, pero limpia y eficiente. Ningún desorden. Ningún plato sucio. Los electrodomésticos, de esmalte verde. Una mesa pequeña y dos sillas. Boles de comida para perro vacíos colocados uno al lado del otro en el suelo de linóleo verde.

Más allá de la puerta de la cocina había una puerta corredera con escalón que bajaba a un pequeño patio de cemento. El patio estaba vacío. La puerta, cerrada. Detrás las cortinas estaban corridas en parte. Un dormitorio, quizá reconvertido en despacho.

El vecindario era tranquilo. La casa parecía estar en silencio, excepto por un débil zumbido subliminal que erizaba el vello de los brazos de Reacher y hacía sonar una débil alarma en el fondo de su mente.

—¿La puerta de la cocina? —preguntó O’Donnell.

Reacher asintió. O’Donnell metió la mano en el bolsillo y sacó los nudillos metálicos. En realidad, nudillos de cerámica, pero no tenían mucho en común con las tazas y los platos. Estaban hechos de un complejo polvo mineral, moldeado a una presión tremenda y ligado con adhesivo. Lo más probable es que fuesen más fuertes que el acero y desde luego eran más duros que el latón. El proceso de moldeado permitía unas formas más perversas en las superficies de impacto. Ser golpeado por unos nudillos como esos utilizados por un tipo grande como David O’Donnell era como ser golpeado por una bola de bowling tachonada con dientes de tiburón.

O’Donnell se los puso en la mano y cerró el puño. Se acercó a la puerta de la cocina y golpeó el cristal con un revés, sin mucha fuerza, como si intentase llamar la atención del ocupante sin sobresaltarlo. El cristal se rompió y un trozo triangular cayó al interior de la cocina. La coordinación de O’Donnell era tan buena que los nudillos de carne se detuvieron antes de llegar a los bordes del vidrio roto. Golpeó dos veces más y abrió un agujero lo bastante grande como para pasar la mano. Después se quitó los nudillos, se arremangó hasta el codo y pasó la mano por la abertura para hacer girar el pomo.

La puerta se abrió.

No sonó ninguna alarma.

Reacher entró primero. Dio dos pasos y se detuvo. En el interior, el zumbido que había intuido se hizo más fuerte. Había un olor en el aire. Ambos eran inconfundibles. Había oído sonidos similares y olido olores como aquel más veces de las que deseaba recordar.

El zumbido era el de un millón de moscas enloquecidas.

El olor era de carne muerta, en descomposición, soltando fluidos y gases pútridos.

Neagley y O’Donnell entraron detrás de él. Se detuvieron.

—De todas maneras lo sabíamos —comentó O’Donnell, quizá para sí mismo—. No es una sorpresa.

—Siempre es una sorpresa —afirmó Neagley—. Espero que siempre lo sea.

Se tapó la boca y la nariz. Reacher fue hasta la puerta de la cocina. No había nada en el pasillo. Pero allí el olor era más fuerte, y el sonido estrepitoso. Había moscas sueltas en el aire, grandes, azules y brillantes, que zumbaban, picaban y golpeaban las paredes con un leve sonido a papel. Entraban y salían de una puerta que estaba entreabierta.

—El baño —dijo Reacher.

La casa tenía la misma disposición que la de Calvin Franz, pero era más grande porque los solares eran mayores en Santa Ana que en Santa Mónica. El metro cuadrado era más barato. Había un pasillo central y cada habitación era una habitación de verdad, no un rincón en un espacio abierto. La cocina en la parte de atrás, el salón delante, separados por un armario. Al otro lado del pasillo, dos dormitorios con un baño en medio. Era imposible decir de dónde provenía el olor. Llenaba toda la casa.

Pero las moscas estaban interesadas en el baño.

El aire era caliente y hediondo. Ningún sonido, excepto el enloquecido zumbar de los insectos. En la porcelana, en los mosaicos, en las paredes empapeladas, en la madera de la puerta.

—Quedaos aquí —les pidió Reacher.

Caminó por el pasillo. Dos pasos. Tres. Se detuvo delante del baño. Empujó la puerta con el pie. Una furiosa nube negra de moscas lo envolvió. Se giró y dio manotazos.

Retrocedió. Utilizó de nuevo el pie y abrió la puerta del todo. Abanicó el aire y miró entre los insectos.

Había un cuerpo en el suelo.

Era un perro.

Una vez había sido un pastor alemán, grande, hermoso, posiblemente de unos cincuenta o cincuenta y cinco kilos. Yacía de costado. El pelo se veía mate y sucio. Tenía la boca abierta. Las moscas se estaban dando un banquete en la lengua, el hocico y los ojos.

Reacher entró en el baño. Las moscas le rodearon las pantorrillas. No había nada en la bañera. El inodoro estaba vacío. No quedaba ni una gota de agua. Había toallas limpias en los toalleros. Manchas marrones secas en el suelo. No era sangre. Solo gotas de los esfínteres abiertos.

Reacher salió del baño.

—Es su perro —dijo—. Revisad las otras habitaciones y el garaje.

No había nada. Ninguna señal de lucha o búsqueda, ningún indicio del propio Swan. Se encontraron de nuevo en el pasillo. Las moscas habían vuelto a lo suyo en el baño.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó Neagley.

—Swan salió —respondió O’Donnell—. Y no volvió. El perro murió de hambre.

—Murió de sed —precisó Reacher.

Nadie dijo nada.

—El cuenco de agua que hay en la cocina está seco —añadió Reacher—. Después bebió lo que pudo del váter. Lo más probable es que viviese una semana.

—Terrible —dijo Neagley.

—Ya lo puedes decir. Me gustan los perros. Si viviese en alguna parte tendría tres o cuatro. Vamos a alquilar un helicóptero y lanzaremos a todos esos tipos uno a uno hechos pedacitos.

—¿Cuándo?

—Pronto.

—Vamos a necesitar más de lo que tenemos ahora —opinó O’Donnell.

—Entonces comencemos a buscar —dijo Reacher.

Cogieron trozos de papel de cocina, hicieron unas bolas y se las metieron en las fosas nasales para combatir el olor. Empezaron una larga búsqueda en profundidad. O’Donnell se encargó de la cocina. Neagley, de la sala de estar. Reacher fue al dormitorio de Swan. No encontraron nada importante en ninguno de los tres lugares. Aparte del sufrimiento del perro, estaba claro que Swan había salido con la expectativa de regresar. El lavavajillas estaba a media carga y no había sido puesto en marcha. Había comida en la nevera y basura en el cubo de la cocina. El pijama estaba plegado debajo de la almohada. Un libro a medio leer descansaba en la mesita de noche. Una de las tarjetas de visita de Swan hacía las veces de punto de lectura: «Anthony Swan, Ejército de Estados Unidos (retirado). Director ayudante de seguridad corporativa, New Age Defense Systems, Los Ángeles, California». Al pie de la tarjeta había una dirección de correo electrónico y el mismo número de teléfono directo que Reacher y Neagley habían marcado tantas veces.

—¿Qué es lo que hacen en New Age? —preguntó O’Donnell.

—Dinero —dijo Reacher—. Aunque supongo que menos de lo que creían.

—¿Tienen algún producto o es pura investigación?

—La mujer que vimos afirmó que fabrican algo en alguna parte.

—¿Qué?

—Ni idea.

Los tres buscaron juntos en el segundo dormitorio. El que estaba en la parte de atrás, con la cortina y el escalón al patio vacío. La habitación tenía una cama, pero era evidente que se utilizaba como despacho. Había una mesa, un teléfono, un archivador y una estantería cargada con toda la clase de objetos que va acumulando una persona sentimental.

Comenzaron por la mesa. Tres pares de ojos, tres valoraciones separadas. No encontraron nada. Pasaron al archivador. No guardaba nada más que los papeles habituales que tiene cualquier propietario. Recibos de impuestos, pólizas de seguro, talones bancarios, facturas pagadas, recibos. Había una sección personal. Seguridad social, declaraciones de impuestos estatales y federales, el contrato de trabajo de New Age Defense Systems, los talones del sueldo. Al parecer Swan se ganaba bien la vida. En un mes había ganado una cantidad que a Reacher le hubiese durado un año y medio.

Había recetas de un veterinario. El perro era una hembra, de nombre Maisi, y todas las vacunas estaban al día. Era ya mayor pero gozaba de buena salud. Había documentos de una organización llamada «Personas por el Trato Ético a los Animales». Swan era socio. Aportaba mucho dinero. Por lo tanto, se dijo Reacher, una causa digna. Swan no era ningún tonto.

Buscaron en los estantes. Encontraron una caja de zapatos llena de fotos. Eran instantáneas al azar de la vida y la carrera de Swan. La perra Maisi aparecía en algunas. Reacher, Neagley y O’Donnell estaban en otras, y también Franz, Karla Dixon, Sánchez, Orozco y Stan Lowrey. Eran de hace mucho tiempo, todos salían jóvenes, diferentes, resplandecientes de juventud, vigor y dedicación. Había parejas y tríos en las oficinas y salas de guardia de todo el mundo. Una era un retrato de grupo formal, los nueve en uniformes de gala después de una ceremonia de entrega de una citación a la unidad. Reacher no recordaba quién había tomado la foto. Probablemente, un fotógrafo oficial. Tampoco recordaba por qué habían recibido la citación.

—Tenemos que marcharnos —dijo Neagley—. Puede que nos hayan visto los vecinos.

—Tenemos una causa justificada —manifestó O’Donnell—. Un amigo que vive solo, ninguna respuesta cuando llamamos a la puerta, un mal olor desde el interior.

Reacher se acercó a la mesa y cogió el teléfono. Marcó la tecla de rellamada. Hubo una rápida secuencia de pitidos electrónicos mientras el circuito recordaba el último número marcado. Después la señal de llamada. Entonces Angela Franz respondió. Reacher oyó a Charlie de fondo. Colgó.

—La última llamada que hizo fue a Franz, en su casa en Santa Mónica.

—Se apuntó a la tarea —dijo O’Donnell—. Eso ya lo sabíamos. No es de gran ayuda.

—Aquí no hay nada que nos ayude —afirmó Neagley.

—Pero lo que no está puede que sí —intervino Reacher—. Su trozo del muro de Berlín no está aquí. No hay ninguna caja con sus cosas del despacho en New Age.

—¿En qué nos ayuda?

—Puede establecer una secuencia. Te despiden, recoges tus cosas, las guardas en el maletero del coche. ¿Cuánto tiempo las dejas allí antes de traerlas a casa y ocuparte de ellas?

—Quizás un día o dos —respondió O’Donnell—. Un tipo como Swan puede cabrearse mucho cuando recibe una noticia así, pero en el fondo es una persona firme. Encajará el golpe y seguirá adelante sin demora.

—¿Dos días?

—Como máximo.

—Así que todo esto ocurrió dentro de los dos días posteriores a que lo echasen de New Age.

—¿En qué nos ayuda eso? —insistió Neagley.

—No tengo ni idea —admitió Reacher—. Pero cuanto más sepamos, mejor nos irá todo.

Salieron por la cocina y cerraron la puerta, pero no echaron la llave. No tenía sentido. El cristal roto lo hacía ilógico. Siguieron por el sendero de lajas alrededor del garaje hasta el camino. Caminaron hasta la acera. Era un barrio tranquilo. Un barrio dormitorio. Nada se movía. Reacher miró a izquierda y derecha atento a la presencia de vecinos curiosos y no vio ninguno. Ningún mirón, ningún ojo furtivo detrás de las cortinas.

Pero sí vio un Crown Victoria marrón aparcado a unos cuarenta metros. De cara a ellos.

Un tipo sentado al volante.