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Neagley bajó al centro de negocios del Beverly Wilshire e imprimió los ocho archivos secretos de Franz. Luego se unió a O’Donnell y Reacher para comer en el restaurante del vestíbulo. Se sentó entre los dos con una expresión que Reacher había visto ya en un centenar de comidas similares.

Reacher hacía lo mismo. En otro tiempo, sin embargo, vestían uniformes de campaña impecables y comían en los clubes de oficiales, cenas míseras en puestos de avanzada, o compartiendo sándwiches y pizzas alrededor de escritorios de metal maltratados. Ahora, el déjà vu estaba corrompido por el nuevo contexto. El salón de techo alto y elegante, iluminado con una luz suave y lleno de personas que seguramente eran agentes de actores o ejecutivos. Incluso actores. Neagley y O’Donnell parecían sentirse como en casa. Ella vestía un pantalón negro ancho, de talle alto, y una camiseta de algodón ajustada como una segunda piel. Tenía la tez bronceada, sin la más mínima imperfección, y su maquillaje era tan sutil que parecía que no se hubiese maquillado en absoluto. El traje de O’Donnell era de color gris, con un ligero brillo, y la camisa blanca se veía planchada e inmaculada a pesar de que se la había puesto a cinco mil kilómetros de distancia. El nudo de la corbata a rayas, bien combinada, era impecable.

Reacher vestía una camisa de una talla menos de la conveniente, con un roto en la manga y una mancha en la pechera. Tenía el pelo largo, los vaqueros eran baratos, los zapatos gastados y no podía permitirse el lujo de pagar el plato que había pedido. Ni siquiera podía permitirse el lujo de pagar el agua noruega que se estaba bebiendo.

Penoso, habían dicho de Franz, después de ver su oficina en el centro comercial. ¿De la gran máquina verde a esto?

¿Qué estarían pensando Neagley y O’Donnell de él?

—Muéstrame las páginas con los números —dijo. Neagley le pasó siete hojas por encima de la mesa. Las había numerado en lápiz, en la esquina superior derecha. Las ojeó todas, de la uno a la siete, con rapidez, para hacerse una impresión general. Un total de 183 fracciones propias y no simplificadas. Propias porque el numerador, el número superior, siempre era menor que el denominador, el número de abajo. Y no se habían simplificado porque 10/12 y 8/10 no aparecían expresadas como 5/6 y 4/5, como habría sido si la convención aritmética se hubiese aplicado correctamente.

Por tanto, no eran fracciones en absoluto. Eran resultados o evaluaciones de rendimiento. Señalaban que había ocurrido algo diez de cada doce veces u ocho de cada diez veces.

O que no había ocurrido.

Había veintiséis resultados en cada página, con excepción de la cuarta, donde había veintisiete.

Los resultados, los promedios o lo que fuese que había en las primeras tres hojas parecían bastante buenos. Expresado como un porcentaje de bateo o un porcentaje ganador, oscilaba entre un muy buen 87% a un excelente 90,7%.

Había una caída importante en la cuarta hoja, donde el promedio general parecía ser de un 57,4%. En la quinta, la sexta y la séptima páginas iban haciéndose cada vez más y más decepcionantes, con un 36,8%, un 30,8% y un 30,7%.

—¿Ya lo tienes? —preguntó Neagley.

—No tengo ni la más mínima pista —admitió Reacher—. Me gustaría que Franz estuviese aquí para explicarlo.

—Si estuviese aquí, nosotros no estaríamos.

—Podríamos haber estado. Podríamos habernos reunido todos de vez en cuando.

—¿Cómo un grupo de exalumnos?

—Podría haber sido divertido.

O’Donnell levantó su copa.

—Por los amigos ausentes —brindó.

Neagley levantó su copa. Reacher también. Bebieron el agua que se había congelado en la cumbre de un glaciar escandinavo hacía diez mil años y luego bajado centímetro a centímetro durante siglos, antes de fundirse en manantiales y arroyos de montaña, a la memoria de cuatro amigos, cinco, si contaban a Stan Lowrey, a los que suponían que nunca volverían a ver.

Pero se equivocaban. Uno de sus amigos acababa de subir a un avión en Las Vegas.