18

Reacher se apartó del ordenador como si lo hubiesen abofeteado.

—Eh, tío, no es justo —protestó.

—Le caías bien —dijo O’Donnell—. Te admiraba.

—Es como una voz desde la tumba. Como una llamada.

—De todas maneras estabas aquí.

—Lo complica todo. Ahora no puedo fallarle.

—Tampoco ibas a fallarle antes.

—Demasiada presión.

—Nunca es demasiada presión. Nos gusta la presión. Nos crecemos con la presión.

Neagley estaba a la mesa, los dedos en el teclado del portátil, con la mirada fija en la pantalla.

—Ocho columnas separadas. Siete son números y la octava es una lista de nombres.

—Muéstrame los nombres —pidió O’Donnell.

Neagley pinchó en un icono y se abrió la página de un procesador de textos. Contenía una lista de cinco nombres. En primer lugar, en mayúsculas y subrayado, aparecía Azhari Mahmoud. Después seguían cuatro nombres occidentales: Adrian Mount, Alan Mason, Andrew MacBride y Anthony Matthews.

—Todos tienen las mismas iniciales —señaló O’Donnell—. El primero es árabe, de algún lugar desde Marruecos a Pakistán.

—Sirio —señaló Neagley—. Es lo que diría.

—Los cuatro últimos nombres parecen británicos —opinó Reacher—. ¿No os parece? Más que estadounidenses. Ingleses o escoceses.

—¿Significado? —preguntó O’Donnell.

—A primera vista diría que en una de las investigaciones de antecedentes que llevaba a cabo Franz apareció un tipo sirio con cuatro alias conocidos. Debido a los cinco grupos de iniciales comunes. Torpe, pero indicativo. Quizá tiene bordadas las iniciales en las camisas. O quizá los nombres falsos son británicos porque la documentación es británica, lo que le evitaría la revisión que la documentación estadounidense motivaría aquí.

—Es posible —admitió O’Donnell.

—Muéstrame los números —pidió Reacher.

Neagley cerró el documento y abrió la primera de las siete páginas. No era nada más que una larga lista de quebrados. El primero era 10/12. El último 12/12. Entre los dos había veintitantos números similares, incluidos la repetición de 10/12, 12/13 y 9/10.

—La siguiente —pidió Reacher.

La página siguiente era casi idéntica. Una larga columna vertical que comenzaba con el 13/14 y acababa en 8/9. Veintitantos números similares entre ambos.

—La siguiente.

La tercera página mostraba más o menos lo mismo.

—¿Son fechas? —preguntó O’Donnell.

—No —dijo Reacher—. Trece-catorce no es una fecha ya sea mes-día o día-mes.

—¿Entonces qué son? ¿Solo fracciones?

—En realidad no. Diez sobre doce se escribiría cinco sobre seis si fuese un quebrado normal.

—Entonces son resultados de un partido.

—Para un partido del infierno. Trece sobre catorce y doce sobre trece implicaría muchísimos juegos extras y con toda probabilidad un resultado final de tres cifras. ¿Entonces qué son?

—Muéstrame la siguiente.

La cuarta página presentaba la misma lista larga de fracciones. Los denominadores eran casi los mismos que en las tres primeras: doce, diez y trece. Pero los numeradores por lo general eran pequeños. Había un 9/12, un 8/13. Incluso un 5/14.

—Si estos son resultados, alguien está haciendo el vago —opinó O’Donnell.

—Siguiente —pidió Reacher.

La tendencia continuaba. La quinta página tenía un 3/12 y un 4/13. El mejor era un 6/11.

—Alguien va camino a las ligas menores —afirmó O’Donnell.

La sexta lista tenía un 5/13 como el mejor resultado y un 3/13 como el peor. La séptima y última era más o menos igual, variando entre 4/11 y 3/12.

Neagley miró a Reacher.

—Resuélvelo tú. Tú eres el tipo de los números. Después de todo, Franz te dirigió todo esto a ti.

—Yo era la contraseña —afirmó Reacher—, nada más. No dirigió nada a nadie. Estos no son mensajes. Hubiese sido más claro de haber tenido la intención de comunicarse. Son notas de trabajo.

—Unas notas de trabajo muy crípticas.

—¿Puedes imprimirlas? No soy capaz de pensar si no las veo en papel.

—Puedo imprimirlas en el centro de negocios de la planta baja. Es la razón por la que ahora me alojo en lugares como este.

—¿Qué motivos tendrían para destrozar un despacho solo para encontrar una lista de números? —preguntó O’Donnell.

—Quizá no se trataba de eso —respondió Reacher—. Tal vez estaban buscando la lista de nombres.

Neagley cerró las páginas y reabrió el documento de texto. Azhari Mahmoud, Adrian Mount, Alan Mason, Andrew MacBride y Anthony Matthews.

—A ver, ¿quién es este tipo? —preguntó Reacher.

A tres husos horarios de distancia, en la ciudad de Nueva York eran tres horas más tarde del mismo día y el hombre de cuarenta años y pelo oscuro que podía haber sido hindú, pakistaní, iraní, sirio, libanés, argelino, israelí o italiano estaba arrodillado en el suelo del baño de la habitación de un hotel muy caro de Madison Avenue. La puerta estaba cerrada. No había un detector de humos en el baño pero sí un extractor. El pasaporte británico a nombre de Adrian Mount ardía en el inodoro. Como siempre las páginas interiores se quemaron sin problemas. Las rígidas tapas rojas ardían más despacio. La página 31 era la identificación con lámina de plástico. Era la que tardaba más en quemarse. El plástico se curvó, se arrugó y se fundió. El hombre utilizó el secador de pelo colgado en la pared desde cierta distancia para avivar la llama. Después empleó el mango del cepillo de dientes para remover las cenizas y los trozos de papel no quemados. Encendió otra cerilla y se ocupó de acabar con lo que aún era reconocible.

Cinco minutos más tarde, Adrian Mount se había ido por el váter y Alan Mason bajaba en el ascensor camino de la calle.