La habitación estaba caliente y el ambiente resultaba asfixiante. No había aire. Y parecía haberse hecho más pequeña.
—Once eliminadas. Nos queda una. Victoria o muerte. La última oportunidad.
—¿Qué pasa si no hacemos nada? —preguntó Reacher.
—Entonces no sabremos qué hay en el archivo.
—No, me refiero a que si debemos hacerlo ahora mismo. ¿No se puede guardar?
—No se irá a ninguna parte.
—Así que podemos tomarnos un descanso. Nos ocuparemos de ello más tarde. Solo nos queda una posibilidad, debemos prestar atención.
—¿No lo hemos hecho ya?
—Está claro que no ha sido la atención correcta. Iremos a Los Ángeles Este y buscaremos a Swan. Si le encontramos, quizá tenga alguna idea. Si no es así, entonces al menos volveremos a ocuparnos de la contraseña con la mente fresca.
Neagley llamó de nuevo al aparcamiento y diez minutos más tarde estaban en el Mustang camino al este por Wilshire. Pasaron Wilshire Center, cruzaron Westlake, siguieron por un desvío hacia el sur que los llevó en línea recta a través del Macarthur Park. Luego al norte y al este por la autopista de Pasadena, pasaron junto a la mole de cemento del estadio de los Dodgers, solo entre hectáreas de aparcamientos vacíos. A continuación entraron en el laberinto de calles limitadas por Boyle Heights, Monterey Park, Alhambra y Pasadena Sur. Había parques tecnológicos, parques empresariales, centros comerciales y viviendas viejas y nuevas. Los bordillos estaban ocupados por los coches aparcados y había tráfico por todas partes que avanzaba a paso de tortuga. El cielo era marrón. Neagley tenía un austero mapa Rand McNally en la guantera. Mirarlo era como mirar la superficie de la Tierra desde ochenta kilómetros de altura. Reacher forzó la mirada para seguir las débiles líneas grises. Buscaba los nombres de las calles para compararlos con los nombres que aparecían en los mapas y señalaba los cruces específicos unos treinta segundos después de haberlos dejado atrás. Tenía el pulgar en la ubicación de New Age y guio a Neagley hacia allí en una amplia y discontinua espiral.
Cuando dieron con el lugar encontraron un cartel grabado en granito y un próspero y gran cubo de cristal espejo detrás de una cerca con rollos de alambre de espino en lo alto. La cerca era impresionante a primera vista, pero no muy resistente; cualquier persona con un par de cizallas podría pasar sin lesionarse en diez segundos. El edificio estaba rodeado por un gran aparcamiento sembrado de árboles ornamentales. Por la manera en que el cristal de espejo reflejaba los árboles y el cielo, el edificio parecía estar y no estar allí al mismo tiempo.
La verja principal era ligera, estaba abierta de par en par y no había ninguna garita de vigilancia a su lado. No era más que una verja. Al otro lado, el aparcamiento solo estaba lleno hasta la mitad. Neagley se detuvo para permitir que saliese el camión de una empresa de fotocopiadoras, entró y aparcó el Mustang en una plaza para visitantes cerca del vestíbulo de entrada. Reacher y ella se apearon del coche y permanecieron inmóviles por un momento. Era media mañana, el aire era cálido y húmedo. El vecindario parecía tranquilo, como si hubiese muchísima gente muy concentrada, o como si nadie estuviese haciendo gran cosa.
La entrada de la recepción tenía un escalón bajo que llevaba a unas puertas de cristal dobles que se abrieron para ellos de forma automática y les dieron paso a un gran vestíbulo cuadrado con el suelo de mosaico y paredes de aluminio. Había sillas de cuero y un gran mostrador al final, tras el cual había una mujer rubia de unos treinta años. Llevaba un polo de la empresa con las palabras New Age Defense Systems bordadas sobre su pequeño pecho izquierdo. Sin duda había oído que las puertas se abrían pero esperó a que Reacher y Neagley estuviesen por la mitad del vestíbulo antes de mirarlos.
—¿En qué puedo ayudarles? —preguntó la recepcionista.
—Hemos venido a ver a Tony Swan —contestó Reacher.
La mujer sonrió de una manera mecánica y preguntó:
—Por favor, ¿podría saber sus nombres?
—Jack Reacher y Frances Neagley. Somos viejos amigos suyos del ejército.
—Entonces tengan la amabilidad de tomar asiento. —La mujer cogió el teléfono y Reacher y Neagley fueron hacia los sillones de cuero. Neagley se sentó, pero Reacher permaneció de pie. Observó el reflejo de la mujer al teléfono en la pared de aluminio y la oyó decir: «Dos amigos de Tony Swan preguntan por él». Luego colgó el teléfono y sonrió en la dirección de Reacher pese a que él no la estaba mirando. A continuación se hizo el silencio.
El silencio se prolongó unos cuatro minutos hasta que Reacher oyó el taconeo de unos zapatos en el mosaico desde un pasillo que desembocaba en el vestíbulo por un lateral detrás del mostrador. Un paso medido, sin prisa, una persona de estatura y peso medio. Observó la salida del pasillo y vio aparecer a una mujer. De unos cuarenta años, delgada, cabello castaño con un peinado a la moda. Vestía un traje chaqueta negro y camisa blanca. Se la veía despierta, eficiente y mostraba una amable expresión de bienvenida en su rostro. Le dio las gracias con una sonrisa a la recepcionista y pasó junto a ella para acercarse a Reacher y Neagley. Tendió la mano y dijo:
—Soy Margaret Berenson.
Neagley se levantó y Reacher y ella dijeron sus nombres y le estrecharon la mano. De cerca se veían las cicatrices de un accidente de coche debajo del maquillaje y el aliento fresco de una persona que masca chicle. Llevaba unas joyas correctas, pero no anillo de bodas.
—Buscamos a Tony Swan —explicó Reacher.
—Lo sé. Vamos a un lugar donde podamos hablar.
Uno de los paneles de aluminio era una puerta que daba a un pequeño despacho rectangular a un costado del vestíbulo. Era obvio que estaba destinado a recibir a visitantes que no merecían la entrada a zonas interiores. Era un lugar fresco con una mesa y cuatro sillas y ventanas panorámicas que daban al aparcamiento. El morro del Mustang de Neagley estaba a un metro y medio.
—Soy Margaret Berenson —repitió la mujer—. La directora de recursos humanos de New Age. Iré al grano. El señor Swan ya no está con nosotros.
—¿Desde cuándo? —quiso saber Reacher.
—Hace poco más de tres semanas —contestó Berenson.
—¿Qué pasó?
—Me sentiría más cómoda conversando de esto si supiese a ciencia cierta que ustedes tienen alguna vinculación con él. Cualquiera puede presentarse en recepción y afirmar que es un viejo amigo.
—No estoy muy seguro de cómo podemos probarlo.
—¿Qué aspecto tenía?
—Metro setenta y ocho de alto y metro cincuenta y ocho de ancho.
Berenson sonrió.
—¿Si le digo que utilizaba un trozo de piedra como pisapapeles, podría decirme de dónde provenía la piedra?
—Del muro de Berlín —dijo Reacher—. Estaba en Alemania cuando lo derribaron. Yo lo conocí allí poco después. Cogió un tren hasta Berlín y se lo llevó como recuerdo. Es cemento, no una piedra. Aún queda el rastro de una pintada.
Berenson asintió.
—Es la historia que he oído y el objeto que he visto.
—Entonces, ¿qué ha sucedido? —preguntó Reacher—. ¿Renunció?
Berenson sacudió la cabeza.
—No exactamente. Tuvimos que prescindir de sus servicios. Y no solo de él. Tiene que comprenderlo, esta es una compañía de reciente creación. El mundo empresarial es especulativo y siempre hay riesgos. De acuerdo con nuestro plan de empresa, no estamos donde querríamos estar. Al menos todavía no. Así que llegamos al punto en el que debíamos revisar nuestros niveles de personal. Lamentablemente, a la baja. Funcionamos con la política de que el último que entra es el primero en marcharse, y básicamente eso significó que tuvimos que desprendernos de todo el nivel de ayudantes de dirección. Yo perdí a mi propio ayudante. El señor Swan era el ayudante del director de seguridad, así que la política también se lo llevó a él. Lamentamos muchísimo verle marchar, porque era una persona muy valiosa. Si las cosas mejoran, le rogaremos que vuelva. Pero para entonces estoy segura de que ya tendrá otro trabajo.
Reacher miró a través de la ventana el aparcamiento semivacío. Oyó el silencio del edificio. También daba la impresión de estar lleno a medias.
—Vale —dijo Reacher.
—No —intervino Neagley—. He estado llamando a su despacho una y otra vez durante los últimos tres días y cada vez me han dicho que acababa de salir. No me cuadra.
Berenson asintió de nuevo.
—Es una cortesía profesional en la que sigo insistiendo. A este nivel de dirección sería un desastre para una persona si su red de contactos personales se enterasen de la noticia por terceras personas. Es mucho mejor si el señor Swan puede informar a las personas él mismo. De esa manera podrá explicar la versión que quiera. Por tanto, insisto en que el personal de secretaría que queda diga estas pequeñas mentiras inocentes durante el período de reajuste. No me disculpo por ello pero espero que lo comprendan. Es lo menos que puedo hacer por las personas que hemos despedido. Si el señor Swan puede entrevistarse con un nuevo empleador como si fuese una solicitud voluntaria, estará en mucha mejor posición que si todos saben que lo han despedido.
Neagley lo pensó por un momento y después asintió.
—De acuerdo. Entiendo su posición.
—Sobre todo en el caso del señor Swan —añadió Berenson—. Todos le apreciábamos mucho.
—¿Qué hay de aquellos que no le gustan?
—No hay ninguno. Nunca contrataríamos a personas en las que no creemos.
—He estado llamando a Swan y nadie me ha respondido —intervino Reacher.
Berenson asintió de nuevo, todavía paciente y profesional.
—También tuvimos que reducir el número de secretarias. Las que quedan atienden cinco o seis teléfonos cada una. Algunas veces no pueden atender todas las llamadas.
—¿Qué pasa con el plan de producción? —preguntó Reacher.
—En realidad no puedo hablar de ese tema en detalle. Pero estoy segura de que lo comprenderá. Usted estuvo en el ejército.
—Ambos estuvimos.
—Entonces ya sabe cuántos nuevos sistemas de armamento funcionan a la primera.
—No muchos.
—Ninguno. El nuestro nos está llevando más tiempo de lo esperado.
—¿Qué clase de armamento?
—No se lo puedo decir.
—¿Dónde lo fabrican?
—Aquí mismo.
Reacher sacudió la cabeza.
—No, no es verdad. Tienen una cerca que podría cruzar un niño de tres años y no hay una garita de guardia en la entrada ni seguridad en el vestíbulo. Tony Swan no lo hubiese permitido si aquí estuviesen haciendo algo importante.
—No puedo hacer ningún comentario sobre nuestros procedimientos.
—¿Quién era el jefe de Swan?
—¿Nuestro director de seguridad? Es un teniente retirado de la policía de Los Ángeles.
—¿Lo mantuvo a él y dejó marchar a Swan? Su política del último que entra es el primero en salir no le ha sido muy favorable en este caso.
—Todos son grandes personas, los que se han quedado y los que se fueron. Detestamos haber hecho el recorte. Pero era absolutamente necesario.
Dos minutos más tarde, Reacher y Neagley estaban de nuevo en el Mustang, sentados en el aparcamiento de New Age con el motor en marcha para que funcionase el aire acondicionado, con todo el alcance del desastre ante sus ojos.
—La verdad es que no podría haber sido en peor momento —señaló Reacher—. De pronto Swan está sin empleo y Franz le llama con un problema. ¿Qué otra cosa podía hacer Swan? Ir corriendo desde aquí mismo. Solo está a veinte minutos.
—Hubiese ido de todas maneras, con empleo o sin él.
—Todos lo haríamos. Y supongo que todos lo hicieron.
—¿Así que ahora están todos muertos?
—Ruega para que no sea así, pero prepárate para lo peor.
—Ya tienes lo que querías, Reacher. Solo nosotros dos.
—No lo quería por estas razones.
—No me lo puedo creer. ¿Todos?
—Alguien lo pagará.
—¿Eso crees? No tenemos nada. Solo nos queda una oportunidad con la contraseña. Que por definición estaremos demasiado nerviosos para aprovechar.
—Este no es momento para ponerse nerviosos.
—Entonces dime cuál es.
Reacher guardó silencio.
Volvieron por el mismo camino. Neagley condujo en silencio y Reacher se imaginó a Tony Swan haciendo este mismo recorrido tres semanas atrás. Quizá con el contenido de sus cajones de la mesa de New Age en el maletero, los bolígrafos, lápices y su trozo de cemento soviético. De camino a ayudar a su viejo camarada. Otros viejos camaradas estaban llegando por los radios de una rueda invisible. Sánchez y Orozco desde Las Vegas por la Autopista-15. O’Donnell y Dixon en avión desde la Costa Este, cargados con maletas, tomando taxis, reuniéndose.
Reuniones y saludos.
Y de pronto, de morros contra un muro.
Entonces sus imágenes desaparecieron y se encontró de nuevo solo en el coche con Neagley. Solo nosotros dos. Hechos a los que enfrentarse, no luchar.
Neagley dejó el coche en manos de los aparcacoches del Beverly Wilshire y entraron en un vestíbulo por la parte trasera, a través de un pasillo sinuoso. Subieron en el ascensor sin decir palabra. Neagley utilizó su llave y abrió la puerta.
Entonces se quedó de piedra.
Porque sentado en su silla junto a la ventana, dedicado a la lectura del informe de la autopsia de Calvin Franz había un hombre trajeado. Alto, rubio, aristocrático, relajado.
David O’Donnell.