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Reacher y Neagley volvieron a la oficina de correos. Era un lugar pequeño y polvoriento. Decoración gubernamental. Actividad moderada. No obstante, ahora la actividad matinal estaba en plena marcha. Había un empleado trabajando y una cola de clientes. Neagley le dio a Reacher las llaves de Franz y se puso en la cola. Reacher se acercó a un pequeño mostrador y cogió un formulario al azar. Era una solicitud de confirmación de entrega. Utilizó el bolígrafo atado a una cadena, se inclinó y simuló rellenar el formulario. Movió su cuerpo de lado, apoyó el codo en el mostrador y mantuvo la mano en movimiento. Miró a Neagley. Estaba a unos tres minutos de la cabeza de la cola. Utilizó el tiempo para observar las hileras de apartados.

Ocupaban toda la pared trasera del vestíbulo. Los había de tres tamaños. Pequeños, medianos y grandes. Seis hileras de los pequeños, luego cuatro hileras de los medianos y tres hileras de los grandes cerca del suelo. En total ciento ochenta pequeños, noventa y seis medianos y cincuenta y cuatro grandes. Todos juntos sumaban trescientos treinta.

¿Cuál sería el de Franz?

Por supuesto, uno de los grandes. Franz había dirigido una empresa y era la clase de empresa que generaba una gran cantidad de correo entrante. Una parte serían paquetes de tamaño grande. Informes de créditos, información financiera, transcripciones legales, fotos. Sobres grandes y rígidos. Revistas profesionales. O sea, una caja grande.

¿Pero qué caja grande?

No había manera de saberlo. Si le habían dado a escoger, Franz habría escogido la primera, la tercera desde el suelo, en el lado derecho. ¿Quién quiere caminar más de lo necesario desde la puerta y después agacharse casi hasta el suelo? Pero a Franz no le habrían dado a escoger. Si quieres un apartado de correos, aceptas lo que está disponible en el momento. Los zapatos de un muerto. Alguien se muere o se va, su apartado queda libre, lo heredas. Es una lotería. Una oportunidad entre cincuenta y cuatro.

Reacher metió la mano izquierda en el bolsillo y tocó la llave de Franz. Se dijo que le llevaría entre dos y tres segundos probarla en cada cerradura. En el peor de los casos, casi tres minutos en moverse por delante de los apartados. Muy expuesto. Todavía mucho peor si estaba intentando abrir un apartado delante mismo de su legítimo propietario que acababa de entrar detrás de él. Preguntas, quejas, gritos, llamadas a la policía de correos, un posible caso federal. Reacher no tenía ninguna duda de que podía salir del vestíbulo sin daños, pero no quería marcharse con las manos vacías. Oyó que Neagley decía: «Buenos días».

Miró a la izquierda y la vio a la cabeza de la cola. La vio inclinarse hacia adelante, reclamando atención. Vio como la mirada del empleado se fijaba en la de ella. Dejó caer el bolígrafo y sacó la llave del bolsillo. Se movió con discreción hacia la pared de los apartados e intentó la primera cerradura a la izquierda, la tercera de arriba desde el suelo.

Fracaso.

Movió la llave en ambos sentidos. Ningún movimiento. La sacó y probó en la cerradura de la siguiente de abajo. Fracaso. La tercera. Fracaso.

Neagley estaba formulando una larga y complicada pregunta sobre las tarifas postales aéreas. Tenía los codos apoyados en el mostrador. Estaba haciendo que el empleado se sintiese como el tipo más importante del mundo. Reacher se movió a la derecha y probó de nuevo con una caja de las de arriba, la tercera desde el suelo.

Fracaso.

Cuatro probadas, quedaban cincuenta. Había consumido doce segundos, las probabilidades habían mejorado de uno coma ochenta y cinco entre cien a dos entre cien. Probó la siguiente caja hacia abajo. Fracaso. Se puso en cuclillas, y probó con la caja más cercana al suelo.

Fracaso.

Permaneció agachado y se movió a la derecha. Comenzó la siguiente columna de abajo hacia arriba. No tuvo suerte con la más baja. No tuvo suerte con la de en medio. No tuvo suerte con la tercera de arriba. Nueve eliminadas, transcurridos veinticinco segundos. Neagley continuaba hablando. Entonces Reacher tomó conciencia de una mujer que se le acercaba por la izquierda. Abrió su apartado, arriba de todo. Sacó un montón de correo comercial. Permaneció allí buscando. «Muévete —le rogó mentalmente—. Ve a la papelera». La mujer se apartó. Él se movió a la derecha y probó con la cuarta hilera. Neagley continuaba hablando. El empleado continuaba escuchando. La llave no encajó en la caja de arriba. No encajó en la del medio. No encajó en la de abajo.

Doce eliminadas. Las probabilidades eran ahora de una entre cuarenta y dos. Mejor, pero no bien. La llave no funcionó en ninguna de las cajas de la quinta hilera. Tampoco en la sexta. Dieciocho descartadas. Eliminadas una tercera parte. Las probabilidades aumentaban por momentos. «Míralo por el lado bueno». Neagley continuaba hablando. La oía. Sabía que detrás de ella las personas de la cola comenzaban a impacientarse. Moverían los pies. Mirarían a uno y otro lado, aburridos e inquisitivos.

Comenzó con la séptima hilera, por arriba. Movió la llave. No se movió. Nada que hacer con la caja del medio. Tampoco la de abajo. Neagley había dejado de hablar. El empleado le explicaba algo. Ella fingía no comprender. Reacher se movió de nuevo a la derecha. La octava hilera. La llave no encajó en la caja de arriba. En el vestíbulo comenzaba a reinar el silencio. Reacher notaba las miradas a su espalda. Bajó la mano, probó con la caja del medio en la octava fila.

Movió la llave. El débil sonido metálico sonó muy fuerte.

Fracaso.

En el vestíbulo reinó el silencio.

Reacher probó la caja más baja en la octava fila.

Movió la llave.

Giró.

Se abrió la cerradura.

Reacher retrocedió un paso, abrió la pequeña puerta al máximo y se agachó. El apartado estaba lleno. Sobres acolchados, grandes sobres marrones, grandes sobres blancos, cartas, catálogos, revistas envueltas en plástico, tarjetas postales.

El sonido volvió al local.

Reacher oyó a Neagley que decía: «Muchas gracias por su ayuda». Oyó sus pisadas en el mosaico. Oyó cómo se movía la cola detrás de ella. Notó que las personas volvían a concentrarse en sus posibilidades de acabar con sus asuntos antes de hacerse viejos y morir. Deslizó la mano en la caja y empujó el contenido hacia afuera. Lo reunió todo en un paquete, lo sujetó entre las palmas y se levantó. Se metió la pila debajo del brazo, cerró la caja, se guardó la llave y salió como la cosa más natural del mundo.

Neagley lo esperaba en el Mustang, tres puertas más allá. Reacher se inclinó, dejó caer la montaña de correo en el interior y después subió. Buscó entre la pila y sacó cuatro sobres acolchados pequeños dirigidos a Franz escritos en su propia letra.

—Demasiado pequeños para que se trate de un CD —dijo.

Los acomodó por orden de fechas de acuerdo con los matasellos. El más reciente había sido matasellado la misma mañana que Franz había desaparecido.

—Pero enviado la noche anterior —añadió.

Abrió el sobre y sacó un pequeño objeto plateado. Metálico, plano, de unos siete centímetros de largo, un centímetro y medio de ancho, delgado, con una tapa de plástico. Parecido a algo que se podía meter en un llavero. Tenía impresa la leyenda 128 MB.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Un pendrive —contestó Neagley—. La nueva versión de los disquetes. No tiene partes flexibles y dispone de una capacidad cien veces superior.

—¿Qué hacemos con él?

—Lo enchufamos en uno de mis ordenadores y vemos qué contiene.

—¿Así de sencillo?

—A menos que esté protegido con una contraseña. Que sería lo más lógico.

—¿No existe un software que te pueda ayudar?

—Solía haberlo. Pero ya no. Las cosas mejoran con el tiempo. O empeoran, según se mire.

—¿Entonces qué hacemos?

—Dediquemos el tiempo del viaje a preparar una lista. Las palabras que Franz podría haber escogido como contraseña. Al viejo estilo. Creo que tendremos tres intentos antes de que los archivos se borren automáticamente.

Puso el motor en marcha y se apartó del bordillo. Dio la vuelta en redondo en el camino de bomberos del centro comercial y fue hacia el norte de regreso a La Ciénaga.

El hombre con el traje azul oscuro los miró mientras se iban. Estaba agachado detrás del volante de su Chrysler azul oscuro, a cuarenta metros de distancia, en la plaza de aparcamiento que pertenecía a la farmacia. Abrió el móvil y llamó a su jefe.

—Esta vez no han hecho el menor caso del despacho de Franz —informó—. Han hablado con el casero. Luego estuvieron mucho tiempo en la oficina de correos. Creo que Franz estuvo enviándose cosas a sí mismo. Es por eso que no pudimos encontrarlas y es probable que ellos lo tengan ahora.