13

A las seis de la mañana siguiente Reacher subió a la habitación de Neagley. La encontró despierta y duchada y se dijo que había estado haciendo gimnasia durante una hora en alguna parte. Quizás en su habitación, o puede que en el gimnasio del hotel. Tal vez había salido a correr. Se la veía fibrada, enérgica y vital, su cuerpo sugería que había mucha sangre oxigenada corriendo por sus venas.

Pidieron que les subieran el desayuno y pasaron el tiempo de espera en otra inútil ronda de llamadas telefónicas. Ninguna respuesta de Los Ángeles Este, de Nevada, de Nueva York, de Washington. No dejaron mensajes. No volvieron a marcar. Cuando colgaron, no hicieron ningún comentario. Permanecieron en silencio hasta que llegó el camarero y se comieron los huevos, las crepes, el beicon y bebieron café. Luego Neagley llamó a recepción y pidió que le trajesen el coche.

—¿Primero la oficina de Franz? —preguntó.

—Franz es lo más importante.

Así que bajaron en el ascensor, subieron al Mustang juntos y fueron en dirección al sur por La Ciénaga hasta la oficina de correos en el extremo de Culver City.

Aparcaron delante mismo de la oficina destrozada de Franz y caminaron de nuevo por delante de la lavandería, el salón de manicura y la farmacia. La oficina de correos estaba vacía. Un cartel en la puerta indicaba que llevaba abierta desde hacía media hora. Era obvio que el público de primera hora ya se había marchado.

—No podemos hacerlo mientras esté vacía —comentó Reacher.

—Entonces vayamos primero a buscar al casero —dijo Neagley.

Preguntaron en la farmacia. Un hombre mayor con una chaqueta corta de color blanco estaba detrás del mostrador debajo de una anticuada cámara de seguridad. Les respondió que el propietario de la lavandería era el casero. Hablaba con la clase de recelosa hostilidad que los inquilinos siempre utilizan cuando hablan de las personas que les cobran el alquiler. Detalló un breve relato de éxitos en el que su vecino había venido de Corea, había abierto la lavandería y había utilizado las ganancias para hacerse con todos los locales del centro comercial. El sueño americano en acción. Reacher y Neagley le dieron las gracias, pasaron por delante de la peluquería y entraron en la lavandería. Encontraron al tipo que buscaban de inmediato. Iba de un lado a otro en una zona de trabajo que apestaba a productos químicos. Seis grandes lavadoras estaban en funcionamiento. Las tablas de planchar echaban vapor. Las perchas con las prendas en bolsas de plástico iban pasando arrastradas por una cinta mecánica. El tipo estaba bañado en sudor. Trabajaba duro. Por su apariencia, cualquiera diría que se merecía dos centros comerciales. O tres. Quizá ya los tenía. O más.

Reacher fue al grano.

—¿Cuándo vio a Calvin Franz por última vez?

—Casi nunca lo veía —respondió el tipo—. No podía verle. Pintó la ventana, fue lo primero que hizo. —Lo dijo como si estuviese enfadado. Como si supiese que tendría que emplearse a fondo con una rasqueta antes de poder alquilar de nuevo el local.

—Tiene que haberle visto ir y venir. Estoy seguro de que nadie trabaja aquí más horas que usted.

—Supongo que lo veía de vez en cuando —admitió el tipo.

—¿Cuándo supone que dejó de verlo de vez en cuando?

—Hace tres o cuatro semanas.

—¿Justo antes de que apareciesen aquellos tipos y le pidiesen la llave?

—¿Qué tipos?

—Los tipos a los cuales les dio la llave.

—Eran polis.

—El segundo grupo de tipos eran polis.

—También los primeros.

—¿Le mostraron las placas?

—Estoy seguro de que sí.

—Estoy seguro de que no —dijo Reacher—. Es más, estoy seguro de que lo que le mostraron fue un billete de cien dólares. Quizá dos o tres.

—¿Y qué? Es mi llave y es mi local.

—¿Qué aspecto tenían?

—¿Por qué tengo que decírselo?

—Porque éramos amigos del señor Franz.

—¿Eran?

—Está muerto. Alguien lo arrojó de un helicóptero.

El propietario solo se encogió de hombros.

—No recuerdo a los tipos —insistió.

—Destrozaron su local. Lo que sea que le pagaron por la llave no cubre los daños.

—Reparar el local es mi problema. Es mi edificio.

—Suponga que se convierte en su pila de cenizas humeantes. Suponga que vuelvo esta noche y le quemo todos los locales.

—Iría a la cárcel.

—No lo creo. Un tipo con una memoria tan mala como la suya no tendría nada que decirle a la policía.

El tipo asintió.

—Eran blancos. Dos. Trajes azules. Un coche nuevo. Se parecían a todos los demás que veo.

—¿Es todo?

—Solo hombres blancos. No policías. Demasiado limpios y demasiado ricos.

—¿Nada de especial en ellos?

—Se lo diría si pudiese. Destrozaron mi local.

—Vale.

—Siento lo de su amigo. Parecía un buen tipo.

—Lo era —dijo Reacher.