Pero la burocracia del servicio de correos de Estados Unidos tenía su propio funcionamiento. Era la última hora de la tarde. La lavandería estaba abierta. El salón de belleza estaba abierto. La farmacia estaba abierta. Pero la oficina de correos estaba cerrada. El horario de atención al público concluía a las cuatro.
—Mañana —dijo Neagley—. Nos vamos a tener que pasar todo el día en el coche. También tenemos que ir a ver a Swan, a menos que nos separemos.
—Tendremos que venir aquí los dos —señaló Reacher—. Puede que quizás aparezcan algunos de los otros para hacer parte del trabajo.
—Es lo que deseo. Y no porque me dé pereza. —Como parte de una rutina, ella sacó el móvil y miró la pequeña pantalla. Ningún mensaje.
Tampoco había ningún mensaje en la recepción del hotel. Ningún mensaje en el buzón de voz del teléfono de la habitación. Ningún mensaje electrónico en los ordenadores portátiles de Neagley.
Nada.
—No puede ser que no nos hagan caso —dijo Neagley.
—No —admitió Reacher—. Jamás actuarían así.
—Comienzo a tener un mal presentimiento.
—Yo lo tengo desde que fui a aquel cajero automático en Portland. Me había gastado toda la pasta invitando a alguien a cenar. Dos veces. Ojalá me hubiese quedado en su casa y pedido pizza. Seguro que ella hubiese pagado. Y así no sabría nada de todo esto.
—¿Ella?
—Alguien que conocí.
—¿Guapa?
—Un bombón.
—¿Más guapa que Karla Dixon?
—Comparable.
—¿Más guapa que yo?
—¿Acaso es posible?
—¿Te acostaste con ella?
—¿Con quién?
—La mujer de Portland.
—¿Por qué quieres saberlo?
Neagley no respondió. Mezcló las cinco páginas de información de contacto como si fuese una baraja, le dio dos a Reacher y ella se quedó con las otras tres. A Reacher le tocaron Tony Swan y Karla Dixon. Utilizó el teléfono de mesa y probó primero con Swan. Treinta, cuarenta llamadas, ninguna respuesta. Cortó y probó con el número de Dixon. Un código de área 212, correspondiente a la ciudad de Nueva York. Ninguna respuesta. Seis llamadas, y saltó el contestador automático. Escuchó la voz conocida de Dixon, esperó el pitido y le dejó el mismo mensaje que había dejado antes: «Soy Jack Reacher con un diez-treinta de Frances Neagley en el hotel Beverly Wilshire en Los Ángeles, California. Mueve el culo y llámala. —Entonces hizo una pausa y añadió—: Por favor, Karla. Necesitamos tener noticias tuyas». —Colgó. Neagley estaba cerrando el móvil y sacudiendo la cabeza.
—No tiene buena pinta —dijo ella.
—Puede que estén de vacaciones.
—¿Todos al mismo tiempo?
—Puede que estén todos en la cárcel. Éramos un grupo bastante peligroso.
—Fue lo primero que comprobé. No están entre rejas.
Reacher no dijo nada.
—Así que te gusta Karla, ¿eh? —preguntó Neagley—. Sonabas muy tierno mientras le dejabas el mensaje.
—Me gustabais todos vosotros.
—Karla en especial, ¿verdad? ¿Alguna vez te acostaste con ella?
—No —respondió Reacher.
—¿Por qué no?
—Yo la recluté. Era su jefe. No hubiese estado bien.
—¿Fue la única razón?
—Es probable.
—Vale.
—¿Qué sabes de sus empresas? —preguntó Reacher—. ¿Hay alguna buena razón por la que todos estén ilocalizables durante varios días?
—Supongo que O’Donnell puede hacer viajes al extranjero —contestó Neagley—. Su actividad es muy amplia. Los asuntos matrimoniales podrían llevarle a hoteles en las islas. O a cualquier lugar, si está buscando a alguien que no paga la pensión. La custodia o el secuestro de hijos pueden llevarle a cualquier parte. Las personas que buscan adopciones algunas veces envían a los detectives privados a Europa del Este, o a China o adonde sea para verificar que todo sea legal. Hay montones de razones posibles.
—¿Pero?
—Tengo que obligarme a creer en alguna de ellas.
—¿Qué pasa con Karla?
—Podría estar en las Islas Caimán investigando las cuentas de alguien. Pero imagino que podría hacerlo a través del ordenador desde su despacho. No es como si el dinero estuviese de verdad allí.
—¿Entonces dónde está?
—Es virtual. Es electricidad en un ordenador.
—¿Qué pasa con Sánchez y Orozco?
—Viven en un mundo cerrado. No me imagino nada que pueda hacerles dejar Las Vegas. No por una cuestión profesional.
—¿Qué sabemos de la empresa de Swan?
—Existe. Hace negocios. Tiene una dirección. Aparte de eso, muy poco.
—Seguramente se trata de asuntos de seguridad, o Swan no hubiese sido contratado.
—Todos los contratistas de defensa necesitan seguridad. O creen que la necesitan, porque desean creer que su actividad es muy importante.
Reacher no hizo ningún comentario. Permaneció sentado y miró a través de la ventana. Comenzaba a oscurecer. Un largo día que se acababa.
—Franz no fue a su despacho la mañana que desapareció —dijo.
—¿Eso crees?
—Lo sabemos. Angela tenía su juego de llaves. Las dejó en casa. Aquel día iba a alguna otra parte.
Neagley no dijo nada.
—Y el casero del centro comercial vio a los malos —añadió Reacher—. La cerradura del local de Franz no estaba rota. No le quitaron la llave a Franz, porque no la tenía en el bolsillo. Por tanto, la consiguieron con engaños o le compraron una al casero. Por tanto, el casero los vio. Por tanto, necesitamos encontrarlo mañana, junto con todo lo demás.
—Franz tendría que haberme llamado —dijo Neagley—. Yo lo hubiese dejado todo.
—Pienso lo mismo —dijo Reacher—. Si tú hubieses estado aquí, nada de todo esto hubiese ocurrido.
Reacher y Neagley cenaron en el restaurante del hotel; una botella de agua mineral de Noruega costaba ocho dólares. Después de darse las buenas noches, se separaron y fueron a sus respectivas habitaciones. La de Reacher era un elegante cubo dos pisos por debajo de la suite de Neagley. Se desnudó, se dio una ducha, dobló su ropa y la colocó debajo del colchón para plancharla. Se acostó con las manos cruzadas detrás de la cabeza y miró el techo. Pensó en Calvin Franz por un minuto, en imágenes al azar, de la misma manera que la biografía de un candidato político se resume en un anuncio de televisión de treinta segundos. Su memoria hacía que algunas de esas imágenes fuesen de color sepia y otras apareciesen descoloridas, pero en todas ellas Franz se estaba moviendo, hablaba, reía, lleno de empuje y energía. Luego Karla Dixon se unió al desfile, pequeña, morena, sarcástica, riéndose con Franz. Dave O’Donnell estaba allí, alto, rubio, apuesto, como un agente de bolsa con una navaja. Y Jorge Sánchez, fuerte, con los ojos entrecerrados, con la sombra de una sonrisa por la que asomaba un diente de oro; eso era lo más cercano que llegaba a manifestar su alegría. Tony Swan, tan ancho como alto. Manuel Orozco, que abría y cerraba el Zippo porque le encantaba el sonido. Incluso Stan Lowrey estaba allí, sacudiendo la cabeza, marcando con los dedos en la mesa un ritmo que solo él podía oír.
Luego Reacher borró todas esas imágenes, cerró los ojos y se quedó dormido a las diez y media de la noche, después de un largo día.
Las diez y media de la noche en Los Ángeles y la una y media de la madrugada del día siguiente en Nueva York. El último vuelo de British Airways desde Londres acababa de aterrizar en el JFK con retraso. La demora significaba que la última guardia de inmigración en la propia terminal de British Airways había cerrado, así que el avión fue hasta la terminal cuatro y descargó a sus pasajeros en la enorme sala de llegada. El tercero en la cola de visitantes era un pasajero de primera clase que había dormido en el asiento 2K durante la mayor parte del vuelo. Era de estatura mediana, peso medio, con ropa cara y desprendía la clase de confianza típica de las personas que saben lo afortunados que son por haber sido ricos siempre. Tenía unos cuarenta años. El cabello negro peinado a la perfección, la piel morena y las facciones regulares que podrían haberle hecho pasar por hindú, pakistaní, iraní, sirio, libanés, argelino, o incluso israelí o italiano. Su pasaporte era británico y pasó el examen del personal de inmigración sin ningún problema, lo mismo que las huellas digitales en la almohadilla electrónica. Diecisiete minutos después de desabrocharse el cinturón de seguridad el tipo salió a la rutilante noche de Nueva York y caminó con paso enérgico hacia la parada de taxis.