11

Angela Franz se sentó de nuevo y preguntó:

—¿Qué cree que no le estoy diciendo?

—Algo útil —contestó Reacher.

—¿Útil? ¿Qué podría ser útil para mí ahora?

—No solo para usted. También para nosotros. Calvin era suyo, porque usted se casó con él. Vale. Pero también era nuestro, porque trabajamos con él. Tenemos derecho a saber lo que le pasó, incluso si usted no quiere.

—¿Por qué cree que le estoy ocultando algo?

—Porque cada vez que me acerco a formularle una pregunta, usted la evita. Le pregunté en qué estaba trabajando Calvin, y nos invitó a sentarnos con mucha cortesía. Se lo pregunté de nuevo, y entonces le dijo a Charlie que saliese a jugar. No para evitarle oír su respuesta, sino porque necesitaba tiempo para decidir que no iba a responderme.

Angela lo miró a través de la pequeña sala, a los ojos.

—¿Y va a romperme un brazo ahora? Calvin me contó que una vez vio cómo rompía el brazo de alguien durante un interrogatorio. ¿O fue Dave O’Donnell?

—Lo más probable es que fuese yo —respondió Reacher—. A O’Donnell se le daba mejor romper piernas.

—Se lo juro —dijo Angela—. No oculto nada. Nada en absoluto. No sé en qué trabajaba Calvin y no me lo dijo.

Reacher la miró, hasta lo más profundo de los despavoridos ojos azules, y la creyó, solo un poco. Le estaba ocultando algo, pero no necesariamente de Calvin Franz.

—De acuerdo —dijo—. Me disculpo.

Neagley y él se marcharon poco después, con la dirección del despacho de Franz en Culver City, tras repetir sus manifestaciones de pésame y otro apretón de la mano fría y frágil.

El hombre llamado Thomas Brant los vio marchar. Estaba a veinte metros de su Crown Victoria, aparcado a cuarenta metros al oeste de la casa de Franz. Venía del bar de la esquina con una taza de café. Acortó el paso y miró a Reacher y Neagley desde atrás hasta que dieron la vuelta en una esquina a cien metros de distancia. Bebió un sorbo de café y llamó a su jefe, Curtis Mauney, y dejó un mensaje de voz describiendo lo que había visto.

En aquel mismo momento, el hombre del traje azul oscuro caminaba de regreso hacia su Chrysler azul oscuro. El coche estaba aparcado en el camino de servicio del Beverly Wilshire. El hombre del traje le había soltado cincuenta dólares al conserje como soborno, que este aceptó. Ya tenía una nueva información, pero estaba desconcertado por las implicaciones de lo que sabía. Llamó a su jefe por el móvil.

—Según el registro del hotel, el tipo grande se llama Thomas Shannon, pero no hay ningún Thomas Shannon en nuestra lista.

—Creo que podemos estar seguros de que la lista es correcta —afirmó el jefe.

—Creo que sí.

—Por tanto, debemos suponer que Thomas Shannon es un nombre falso. Es obvio que esos tipos no pierden las viejas costumbres. Así que sigue con lo tuyo.

Reacher esperó hasta dar la vuelta a la esquina y salir de la calle de Franz.

—¿Has visto el Crown Vic marrón allí atrás? —preguntó Reacher.

—Aparcado —dijo Neagley—. Cuarenta metros al oeste de la casa, en el bordillo opuesto. Un modelo básico de 2002.

—Creo haber visto el mismo coche delante del Denny’s cuando estábamos comiendo.

—¿Estás seguro?

—No del todo.

—Los viejos Crown Vic son coches muy comunes. Taxis, algunos tuneados, los coches que dan de baja las compañías de alquiler.

—Supongo.

—De todas maneras estaba vacío —añadió Neagley—. No tenemos por qué preocuparnos de coches vacíos.

—No estaba vacío delante del Denny’s. Había un tipo al volante.

—Caso de ser el mismo coche.

Reacher se detuvo.

—¿Quieres volver? —preguntó Neagley.

Reacher esperó un momento, meneó la cabeza y volvió a caminar.

—No. Lo más probable es que no tenga ninguna importancia.

La 10 estaba atascada en dirección este. Ninguno de los dos conocía la geografía de Los Ángeles lo bastante bien como para arriesgarse a utilizar las calles adyacentes, así que recorrieron los ocho kilómetros de autopista hasta Culver City a una velocidad más lenta que el paso de un hombre. Llegaron donde el bulevar Venice cruzaba el bulevar La Ciénaga y a partir de ahí las indicaciones de Angela Franz fueron lo bastante precisas como para llevarles sin demora al despacho de su difunto marido. Era una calle de tiendas anodinas que acababan en una pequeña oficina de correos. No era una oficina importante del Servicio Postal de Estados Unidos. Solo un local de una sola planta. Reacher no conocía la terminología. ¿Una suboficina? ¿Una oficina satélite? ¿Una estafeta? Al lado había una farmacia, después una peluquería y luego una lavandería. A continuación, el despacho de Franz. El local tenía una puerta de cristal y la ventana pintada por el interior con una pintura marrón que llegaba a la altura de la cabeza y solo dejaba una estrecha franja para que entrase la luz. La franja estaba rematada con una moldura dorada con bordes negros. En la puerta un cartel decía «Calvin Franz Investigaciones Discretas» y tenía también un número de teléfono escrito en la misma tipografía de letras doradas con borde negro, letras sin filigranas, tres líneas, a la altura del pecho, sencillas y al grano.

—Triste, ¿no? —dijo Reacher—. De la gran máquina verde a esto.

—Era padre —señaló Neagley—. Estaba ganando un dinero fácil. Era su libre elección. Ahora era lo único que quería.

—Yo creo que tu despacho en Chicago no tiene este aspecto.

—No, no lo tiene —admitió Neagley.

Sacó el llavero que Angela le había dado con tanta desgana. Escogió la llave grande, la metió en la cerradura y abrió la puerta. Pero no entró.

Porque el lugar había sido destrozado de arriba abajo.

Era un sencillo espacio cuadrado, pequeño para hacer de almacén, pero grande como despacho.

Los ordenadores, teléfonos y otros equipos que hubiese contenido habían desaparecido hacía tiempo. La mesa y los archivadores habían sido revisados y después destrozados a martillazos; cualquier unión o montaje había sido desarmado a la búsqueda de posibles escondites. Habían cortado el tapizado de la silla y extraído el relleno. Habían arrancado las tablas de las paredes y el aislante. Habían destrozado el techo. Habían levantado el suelo. Habían roto cualquier elemento que se encontraba en el baño. Había escombros y papeles rotos por todo el suelo, en algunos lugares hasta las rodillas y más. Destrozado de arriba abajo, como si hubiese estallado una bomba.

—Los polis del condado de Los Ángeles no hubiesen sido tan concienzudos.

—Ni de lejos —asintió Neagley—. Esto lo hicieron los malos para no dejar cabos sueltos. Recuperar lo que Franz podía tener de ellos. Antes de que los polis llegasen aquí. Seguramente varios días antes.

—¿Los polis vieron esto y no se lo dijeron a Angela? Ella no lo sabía. Dijo que vendría aquí para llevarse sus cosas a casa.

—No quisieron decírselo. ¿Qué sentido tenía alterarla todavía más?

Reacher volvió a la acera. Se movió a la izquierda y miró las letras doradas de la puerta: Calvin Franz Investigaciones Discretas. Levantó la mano y cubrió el nombre de su viejo amigo y luego intentó colocar mentalmente en su lugar el nombre de David O’Donnell. Después otros dos nombres: Sánchez y Orozco. Por último Karla Dixon.

—Desearía que respondiesen de una vez a sus malditos teléfonos —dijo.

—Esto no puede tener nada que ver con nosotros como grupo —opinó Neagley—. No puede ser. Han pasado más de diecisiete días y todavía no ha venido nadie a por mí.

—Ni a por mí —dijo Reacher—. Pero tampoco lo hizo Franz.

—¿A qué te refieres?

—Si Franz tenía problemas, ¿a quién llamaría? Al resto de nosotros, nos llamaría a nosotros. Pero no a ti, porque tú ya estabas muy arriba y probablemente muy ocupada. A mí tampoco, porque nadie aparte de ti podría encontrarme. Pero suponte que Franz se metió en un lío muy grave y llamó a los otros. Porque eran más accesibles que nosotros dos. Suponte que todos vinieron aquí para ayudar. Suponte que todos estaban ahora en el mismo bote.

—¿Incluido Swan?

—Swan era el que estaba más cerca. Tuvo que ser el primero en llegar.

—Es posible.

—Probable —dijo Reacher—. Si Franz necesitaba realmente a alguien, ¿en quién más podía confiar?

—Tendría que haberme llamado a mí —dijo Neagley—. Yo hubiese venido.

—Quizás eras la siguiente en la lista. Quizás al principio creyó que seis serían suficientes.

—¿Pero qué clase de asunto puede hacer desaparecer a seis personas? A seis de nuestro grupo.

—Detesto pensarlo —manifestó Reacher y luego guardó silencio. En el pasado no hubiese dudado en enfrentar a cualquiera de su equipo ante cualquier contrincante. Lo había hecho en muchas ocasiones y siempre habían salido airosos, contra oponentes mucho peores de los que podías encontrar entre la población civil. Peores porque el entrenamiento militar tendía a mejorar el repertorio criminal en varias áreas importantes.

—No tiene ningún sentido quedarnos aquí —dijo Neagley—. Estamos perdiendo el tiempo. No encontraremos nada. Creo que debemos admitir que consiguieron lo que vinieron a buscar.

—Creo que podemos deducir que no lo encontraron —señaló Reacher.

—¿Por qué?

—Por una simple regla de tres —respondió Reacher—. Este lugar está destrozado de arriba abajo y de un lado a otro. Totalmente. Por lo general, cuando encuentras lo que buscas, dejas de buscar. Pero estos tipos no lo hicieron. Así que si encontraron lo que buscaban, fue por casualidad en el último lugar en que decidieron buscar. ¿Qué posibilidades hay de que fuese así? No muchas. Lo que creo es que no dejaron de buscar porque no encontraron lo que querían.

—¿Entonces dónde está?

—No lo sé. ¿Y cómo es?

—Hojas, un CD, un disquete, algo así.

—Pequeño —dijo Reacher.

—No se lo llevó a casa. Creo que separaba el hogar del trabajo.

«Piensa como ellos. Sé como ellos». Reacher se volvió y se quedó de espaldas a la puerta de Franz como si acabase de salir a la acera. Se miró la palma de la mano vacía. Había hecho mucho papeleo en su vida pero nunca había utilizado un disquete o grabado un CD. Pero sabía lo que era. Un disco de unos diez centímetros. A menudo en un delgado estuche de plástico. Un disquete era más pequeño. Cuadrado, de unos ocho centímetros. El trabajo en papel se reducía a un pequeño cuadrado de plástico.

—Pequeño.

Pero vital.

¿Dónde ocultaría Calvin Franz algo pequeño pero vital?

—Quizás estaba en su coche —sugirió Neagley—. Lo usaba para ir y venir del trabajo. Si era un CD lo tendría en la disquetera. Nada como ocultarlo a plena vista. Ya sabes, quizás en el cuarto lugar, después de los discos de John Coltrane.

—Miles Davis —dijo Reacher—. Le gustaba Miles Davis. Solo escuchaba a John Coltrane en los discos de Miles Davis.

—Podría haberlo disimulado como si fuera música que hubiera descargado. Ya sabes, podría haber escrito Miles Davis en el disco con un rotulador.

—Lo hubiesen encontrado —señaló Reacher—. Unos tipos tan concienzudos lo habrán comprobado todo. Yo creo que a Franz le hubiese gustado tener más seguridad. A plena vista significa tenerlo delante de ti todo el tiempo. No puedes relajarte. Yo creo que quería relajarse. Creo que quería ir a casa para estar con Angela y Charlie y no llevarse nada en su mente.

—¿Entonces dónde? ¿En una caja de seguridad?

—No veo ningún banco por aquí —respondió Reacher—. Tampoco creo que le hubiese gustado tenerlo lejos. No con este tráfico. Y menos si se planteaba una situación urgente. Las horas de atención bancaria no se ajustan muchas veces a las necesidades laborales.

—Hay dos llaves en el llavero —dijo Neagley—. Pero es posible que la más pequeña correspondiese al escritorio.

Reacher se volvió de nuevo y miró a través de la penumbra las pilas de escombros. Supuso que la cerradura de la mesa estaría en alguna parte. Un pequeño rectángulo de acero arrancado de la madera y tirado por ahí. Dio un paso atrás para volver a la acera. Miró a la izquierda, miró a la derecha. Cerró la mano y miró la palma vacía.

«En primer lugar: ¿Yo qué escondería?».

—Es un archivo de ordenador —dijo—. Tiene que serlo. Porque ellos sabían que debían buscarlo. Franz no les hubiese dicho ni una palabra de cualquier papel escrito. Es probable que primero buscasen en los ordenadores y encontraran algún rastro de que él había estado copiando archivos. Eso es posible, ¿no? Los ordenadores dejan rastro de todo. Pero Franz no les dijo dónde estaban las copias. Posiblemente le partieron las piernas por eso. Él guardó silencio, y por esa razón vinieron hasta aquí para hacer esta búsqueda desesperada.

—Entonces, ¿dónde está?

Reacher miró de nuevo su mano vacía.

«¿Dónde escondería yo algo pequeño y vital?».

—No debajo de cualquier piedra —comentó—. Buscaría algún lugar estructurado. Quizás algún lugar con custodia. Buscaría alguien que fuese responsable.

—Una caja de seguridad —repitió Neagley—. En un banco. La llave pequeña no tiene ninguna señal. Los bancos lo hacen.

—No me gustan los bancos —afirmó Reacher—. No me gustan los horarios ni me gustan las distancias largas. Quizás una vez, pero no a menudo. Como es el caso. Porque aquí hay algo así como una pauta. ¿No? ¿No es eso lo que las personas hacen con los ordenadores? Hacen copias de seguridad todas las noches. Así que esto no puede ser algo de una única vez. Sería una rutina. Algo que cambia las cosas hasta cierto punto. Para una única cosa, quizá puedas llegar más allá. Cada noche, necesitas algo seguro pero fácil. Pero siempre permanente.

—Me lo enviaría por correo electrónico a mí misma —dijo Neagley.

Reacher hizo una pausa, sonrió.

—Has dado en el clavo —dijo él.

—¿Crees que fue lo que hizo Franz?

—No exactamente —negó Reacher—. Los correos electrónicos hubiesen acabado de nuevo en su ordenador, que los malos han tenido en su poder. Habrían dedicado su tiempo a intentar dar con la clave en lugar de destrozar el despacho.

—¿Entonces qué hizo?

Reacher se volvió y miró a lo largo de la hilera de locales. La lavandería, el salón de belleza, la farmacia.

La oficina de correos.

—Nada de correos electrónicos —dijo—. El correo tradicional. Eso fue lo que hizo. Copiaba el material en un disquete, cada noche lo metía en un sobre y lo echaba al correo. Dirigido a sí mismo. A su apartado postal. Porque es allí donde recibía su correo. En la oficina postal. No hay un buzón en la puerta. Una vez que el sobre estaba fuera de sus manos se encontraba en un lugar seguro. Estaba en el sistema. Con un montón de custodios vigilándolo día y noche.

—Algo lento —señaló Neagley.

Reacher asintió.

—Debía de tener tres o cuatro disquetes en rotación. En un día cualquiera dos o tres de ellos estarían en algún lugar del correo. Pero cada noche se iba a casa sabiendo que su material estaba seguro. No es fácil asaltar un apartado de correos o conseguir que un empleado te dé algo que no te pertenece. La burocracia del servicio de correos estadounidense es tan segura como la de un banco suizo.

—La llave pequeña —dijo Neagley—. No es de su mesa ni tampoco de una caja de seguridad.

Reacher asintió de nuevo.

—Es de su apartado postal.