El correo electrónico proveniente de Chicago contenía la dirección de New Age, una cortesía de UPS. En realidad, dos direcciones. Una en Colorado, otra en Los Ángeles Este.
—Tiene sentido —comentó Neagley—. Distribuir la fabricación. Más fácil de esa manera. En caso de ataque.
—Una mierda —dijo Reacher—. Son dos grupos de senadores. Mucha pasta a repartir. Los republicanos allí arriba, los demócratas aquí abajo, para que puedan meter los hocicos en el comedero en las dos partes.
—Swan no hubiese ido hasta allí si eso fuese todo.
—Quizá no —asintió Reacher.
Neagley abrió el mapa y juntos buscaron la dirección en Los Ángeles Este. Estaba más allá de Echo Park, pasado el estadio de los Dodgers, en algún lugar en tierra de nadie entre Pasadena Sur y Los Ángeles Este.
—Está muy lejos —comentó Neagley—. Podríamos tardar horas. Ya ha comenzado la hora punta.
—¿Ya?
—La hora punta en Los Ángeles comenzó hace treinta años. Se acabará cuando se agote el petróleo. O el oxígeno. De todas formas, no podremos llegar allí antes de que cierren. Por tanto, podríamos dejar New Age para mañana e ir a ver hoy a la señora Franz.
—Como dije al principio. Haces conmigo lo que quieres.
—Ella está más cerca, eso es todo, y es importante.
—¿Dónde está?
—En Santa Mónica.
—¿Franz vivía en Santa Mónica?
—No en primera línea de mar. Pero así y todo, estoy segura de que es bonito.
Era bonito. Más de lo que se podía esperar. Era una casa pequeña en una calle pequeña a mitad de camino entre la Autopista-10 y el aeropuerto de Santa Mónica, unos tres kilómetros tierra adentro. En realidad, no era una ubicación de las más caras, pero era una casa muy bonita. Neagley pasó por delante dos veces buscando un lugar donde aparcar. Era una pequeña estructura simétrica. Dos grandes ventanas saledizas a lado y lado de la puerta principal. Un tejado con alero con una amplia galería debajo. Dos mecedoras en la galería. Algo de piedra, unas cuantas vigas Tudor, algunas influencias modernistas, algo de Frank Lloyd Wright, tejas españolas. Una auténtica confusión de estilos en un edificio muy pequeño, pero funcionaba. Tenía mucho encanto. Y estaba inmaculado. La pintura seguía perfecta. Resplandecía. Las ventanas estaban limpias. Brillaban. El jardín, cuidado. El césped, cortado. Las flores, preciosas, sin un solo hierbajo. Un pequeño camino para la entrada de los coches, suave como el cristal y barrido. Calvin Franz había sido un hombre concienzudo y meticuloso, y Reacher tenía la sensación de que estaba viendo una manifestación de toda la personalidad de su viejo amigo en esa pequeña residencia.
Después de esperar un rato, una señora salió con su Toyota Camry a dos calles de allí y Neagley aparcó el Mustang en el hueco. Lo cerró y caminaron de regreso juntos. Era la última hora de la tarde pero aún hacía calor. Reacher olía el mar.
—¿A cuántas viudas hemos visitado? —preguntó Reacher.
—Demasiadas.
—¿Dónde vives?
—En Lake Forest, Illinois.
—He oído hablar del sitio. Se supone que es un lugar bonito.
—Lo es.
—Felicitaciones.
—Trabajé duro para conseguirlo.
Entraron en la calle de Franz y luego en la entrada de coches. Acortaron el paso en el breve trayecto hasta la puerta. Reacher no tenía muy claro con qué se encontrarían. En el pasado había tenido que visitar a viudas mucho más recientes que los diecisiete días en el caso de la mujer de Franz. Muy a menudo ni siquiera se habían enterado de que eran viudas hasta que él había aparecido para decírselo. No tenía muy claro si esos diecisiete días supondrían una diferencia. No sabía en qué parte del proceso podía estar.
—¿Cómo se llama? —preguntó.
—Angela —contestó Neagley.
—Vale.
—El chico se llama Charlie.
—De acuerdo.
—Tiene cuatro años.
—Sí.
Subieron a la galería y Neagley encontró el timbre y apoyó el dedo con suavidad, un breve instante, respetuosamente, como si el circuito eléctrico pudiese percibir la deferencia. Reacher oyó el sonido de una campana en el interior de la casa y después nada. Esperó. Al cabo de un minuto y medio se abrió la puerta. Al parecer por una mano invisible. Entonces Reacher miró hacia abajo y vio a un niño que se estiraba para llegar al pomo. El pomo estaba muy arriba, el niño era pequeño y la única manera de alcanzarlo era poniéndose de puntillas.
—Tú debes de ser Charlie —dijo Reacher.
—Lo soy —respondió el niño.
—Yo era amigo de tu papá.
—Mi papá está muerto.
—Lo sé. Estoy muy triste.
—Yo también.
—¿Ya te dejan abrir la puerta a ti solo?
—Sí —dijo el niño—. Me dejan.
Tenía el mismo aspecto de Calvin Franz. El parecido era extraordinario. El rostro era el mismo. También la forma del cuerpo. Las piernas cortas, la cintura baja, los brazos largos. Los hombros no eran más que piel y huesos debajo de la camiseta pero de alguna manera ya insinuaban el aspecto simiesco que tendrían después. Los ojos eran los de Franz, calcados, oscuros, fríos, serenos, consoladores. Como si el chico estuviese diciendo no se preocupen, todo va a ir bien.
—Charlie, ¿está tu mamá en casa?
El chico asintió.
—Está atrás —respondió. Soltó el pomo y se apartó para dejarles entrar. Neagley entró primero. La casa era demasiado pequeña como para que cualquier parte de ella pudiese estar detrás de otra. Era como una habitación amplia dividida en cuatro cuadrantes. Dos dormitorios pequeños con un baño entre ellos a la derecha, se dijo Reacher. Una pequeña sala de estar en la esquina delantera izquierda y una cocina pequeña atrás. Eso era todo. Pequeña, pero hermosa. Todo era blanco y amarillo pálido. Había flores en los jarrones. Las ventanas tenían persianas de madera blanca. Los suelos eran de madera oscura encerada. Reacher se encargó de cerrar la puerta. Desapareció el ruido de la calle y el silencio reinó en la casa. En otro tiempo una buena sensación, pensó. Ahora quizá no tan buena.
Una mujer salió de la cocina, por detrás de un tabique tan pequeño que no hubiese podido ofrecer un escondite accidental. Reacher se dijo que había ido a esconderse, con toda intención, cuando sonó el timbre. Se veía mucho más joven que él. Un poco más joven que Neagley.
Más joven de lo que era Franz.
Era una mujer alta, rubia platino, ojos azules como una escandinava, y delgada. Vestía un suéter con cuello de pico, y se le marcaban los huesos. Se la veía muy pulcra, maquillada, perfumada y el pelo cepillado. Muy compuesta, pero no relajada. Reacher veía su tremendo desconcierto en sus ojos, como si llevase una máscara de miedo debajo de la piel.
Por un momento reinó un silencio incómodo y después Neagley se adelantó y dijo:
—¿Angela? Soy Frances Neagley. Hablamos por teléfono.
Angela Franz sonrió de una manera automática y tendió la mano. Neagley se la estrechó por un momento y después Reacher se adelantó para presentarse:
—Soy Jack Reacher. Siento mucho su pérdida. —Le estrechó la mano, que parecía fría y frágil en la suya.
—Ha utilizado esas palabras en más de una ocasión —comentó ella—. ¿No es así?
—Eso me temo —admitió Reacher.
—Usted aparecía en la lista de Calvin —señaló ella—. Era policía militar como él.
Reacher sacudió la cabeza.
—No como él. Ni la mitad de bueno.
—Es usted muy amable.
—Es la verdad. Lo admiraba muchísimo.
—Me habló de usted. Quiero decir, de todos ustedes. Muchas veces. Algunas veces me sentía como una segunda esposa. Como si él hubiese estado casado antes. Con todos ustedes.
—Así era —asintió Reacher—. El servicio era como una familia. Si tienes suerte, claro, y nosotros la tuvimos.
—Calvin decía lo mismo.
—Creo que después todavía fue más afortunado.
Angela sonrió de nuevo, de la misma manera mecánica.
—Quizá. Pero la suerte se le acabó, ¿no?
Charlie los miraba. Los ojos de Franz entreabiertos, atentos.
—Muchísimas gracias por venir —dijo Angela.
—¿Hay alguna cosa que podamos hacer por usted? —preguntó Reacher.
—¿Pueden resucitar a los muertos?
Reacher no dijo nada.
—Por la manera en que él hablaba de ustedes, no me sorprendería que pudiesen.
—Podemos encontrar a quien lo hizo —señaló Neagley—. Es lo que mejor sabemos hacer. Y es el máximo a lo que podemos llegar para traerle de vuelta. Por decirlo de alguna manera.
—Pero no lo traerá de vuelta.
—No, no lo hará. Lo siento mucho.
—¿Por qué están aquí?
—Para ofrecerle nuestro pésame.
—Pero ustedes no me conocen, yo aparecí después. No fui parte de todo aquello. —Angela se apartó hacia la cocina. Luego cambió de opinión, se volvió y pasó de lado entre Reacher y Neagley para sentarse en la sala de estar. Apoyó las palmas en los brazos de su sillón. Reacher vio cómo movía los dedos. Un movimiento apenas perceptible, como si estuviese tecleando o tocando un piano invisible mientras dormía.
—Yo no era parte del grupo —continuó—. Algunas veces deseaba haberlo sido. Significaba tanto para Calvin. Solía decir: no te metas con los investigadores especiales. Lo utilizaba como un estribillo a todas horas. Cuando miraba el fútbol americano y cazaban al quarterback de manera espectacular, decía: «Sí, chico, no te metas con los investigadores especiales». Se lo decía a Charlie. Le decía que hiciese algo, y si el chico protestaba, Calvin le decía: «Charlie, no te metas con los investigadores especiales».
Charlie los miró con una sonrisa.
—No te metas —dijo, con una vocecita aflautada pero con la entonación de su padre, y después se detuvo como si las palabras más largas fuesen demasiado difíciles para él.
—Están aquí por el eslogan, ¿no? —preguntó Angela.
—En realidad no —contestó Reacher—. Estamos aquí por lo que hay detrás del eslogan. Nos ocupábamos los unos de los otros. Eso es todo. Estoy aquí porque Calvin hubiese estado aquí por mí si la situación hubiese sido a la inversa.
—¿Hubiese estado?
—Eso creo.
—Había renunciado a todo aquello. Cuando nació Charlie. Sin ninguna presión por mi parte. Quería ser padre. Renunció a todo excepto a los trabajos más fáciles y seguros.
—No creo que pudiese hacerlo.
—No, supongo que no.
—¿En qué estaba trabajando?
—Lo siento —dijo Angela—. Tendría que haberles invitado a sentarse.
No había sofá en el salón. No había espacio para ello. Cualquier sofá de tamaño normal hubiese cerrado la entrada a los dormitorios. Había dos butacas además de una pequeña mecedora para Charlie. Las butacas flanqueaban una pequeña chimenea donde había flores secas en un jarrón de loza. La mecedora de Charlie estaba a la izquierda de la chimenea. Su nombre aparecía escrito en el respaldo, con un hierro caliente o un soldador, siete letras, una escritura pulida. Bien hecha, pero no un trabajo profesional. Lo más probable es que fuera obra del propio Franz. Un regalo de padre a hijo. Reacher lo miró por un momento. Luego se sentó en la butaca opuesta a Angela y Neagley lo hizo en el brazo a su lado, su muslo a menos de dos centímetros de su cuerpo, pero sin tocarlo.
Charlie pasó por encima de los pies de Reacher y se sentó en su mecedora de madera.
—¿En qué estaba trabajando Calvin? —preguntó Reacher de nuevo.
—Charlie, tendrías que salir a jugar —dijo Angela Franz.
—Mamá, quiero quedarme aquí —protestó Charlie.
—¿Angela, en qué estaba trabajando Calvin? —insistió Reacher.
—Desde que nació Charlie solo se ocupó de averiguar antecedentes —dijo Angela—. Era un buen negocio. Sobre todo aquí en Los Ángeles. A todos les preocupa contratar a un ladrón o a un drogadicto. O salir con uno, o incluso casarse con uno. Alguien conoce a otro en Internet o en un bar y lo primero que hacen es buscar a la persona en Google, y lo segundo llamar a un detective privado.
—¿Dónde trabajaba?
—Tenía un despacho en Culver City. Era un local pequeño, una habitación de alquiler. En la esquina de Venice y La Ciénaga. Se llegaba fácilmente desde la 10. Le gustaba el lugar. Supongo que tendré que ir y traerme sus cosas a casa.
—¿Nos daría su permiso para ir allí? —preguntó Neagley.
—Los policías ya lo han revisado.
—Tendríamos que revisarlo de nuevo.
—¿Por qué?
—Porque tuvo que estar trabajando en algo más grande que una averiguación de antecedentes.
—Los drogadictos matan a personas, ¿no? Y algunas veces los ladrones.
Reacher miró a Charlie, y vio a Franz que le devolvía la mirada.
—Pero no de la manera en que parece haber sucedido.
—De acuerdo. Revísenlo si quieren.
—¿Tiene una llave? —preguntó Neagley.
Angela se levantó sin prisas y fue hasta la cocina. Volvió con dos llaves sin marcar, una grande y otra pequeña, en un llavero de dos centímetros de diámetro. Las sujetó en la palma por un momento y luego se las dio a Neagley, un tanto a desgana.
—Me gustaría recuperarlas. Estas eran sus llaves.
—¿Guardaba cosas aquí? —preguntó Reacher—. ¿Notas, archivos, cosas por el estilo?
—¿Aquí? —dijo Angela—. ¿Cómo? Tuvo que dejar de usar camisetas cuando nos mudamos aquí para ahorrar espacio en los cajones.
—¿Cuándo se mudaron aquí?
Angela seguía de pie. Una mujer delgada, pero parecía llenar el pequeño espacio.
—Inmediatamente después de que naciese Charlie. Queríamos una casa de verdad. Aquí éramos muy felices. Pequeño, pero era todo lo que necesitábamos.
—¿Qué pasó la última vez que le vio?
—Salió por la mañana, como siempre. Pero nunca más volvió.
—¿Cuándo fue?
—Cinco días antes de que los policías viniesen a decirme que habían encontrado su cuerpo.
—¿Alguna vez habló con usted de su trabajo?
—¿Charlie, quieres tomar algo? —preguntó Angela.
—Estoy bien, mamá —contestó Charlie.
—¿Calvin habló alguna vez con usted de su trabajo? —repitió Reacher.
—No mucho. Algunas veces los estudios querían comprobar los antecedentes de un actor, para saber si tenía algo oculto. Él me comentaba los cotilleos del mundo del cine. Eso era todo.
—Cuando le conocimos era un tipo bastante directo —comentó Reacher—. Siempre decía lo que tenía en mente.
—Nunca dejó de hacerlo. ¿Cree que inquietó a alguien?
—No, solo me pregunto si alguna vez fue más delicado. Y si no fue así, si a usted le gustaba o no.
—Me encantaba. Me encantaba todo lo suyo. Respeto la honestidad y la claridad.
—O sea que no le importa si soy directo.
—Adelante.
—Creo que hay algo que no nos está diciendo.