8

Una lista de nombres. Nueve nombres. Nueve personas. Reacher sabía dónde estaban tres de ellos, específicamente o de una manera más vaga. Él y Neagley, específicamente, estaban en un restaurante de West Sunset en Hollywood. Y Franz, de una manera más vaga, en alguna morgue.

—¿Qué sabemos de los otros seis? —preguntó.

—Cinco —respondió Neagley—. Stan Lowrey está muerto.

—¿Cuándo?

—Hace años. Un accidente de coche en Montana. El otro tipo conducía borracho.

—No lo sabía.

—A veces pasa.

—De eso no hay ninguna duda —dijo Reacher—. Me gustaba Stan.

—A mí también —asintió Neagley.

—¿Dónde están los otros?

—Tony Swan es director asistente de seguridad para un fabricante de Defensa aquí en el sur de California.

—¿Cuál?

—No estoy segura. Es algo nuevo. Swan trabaja allí desde hace solo un año.

Reacher asintió. A él también le gustaba Tony Swan. Un tipo bajo y gordo. Casi con la forma de un cubo. Amable, divertido, inteligente.

—Orozco y Sánchez están en Las Vegas —añadió Neagley—. Dirigen juntos una empresa de seguridad que trabaja para casinos y hoteles.

Reacher asintió de nuevo. Había oído que Jorge Sánchez había dejado el ejército más o menos al mismo tiempo que él, un tanto frustrado y resentido. También sabía que Manuel Orozco tenía pensado permanecer en el servicio, pero tampoco era una gran sorpresa ver que había cambiado de opinión. Ambos hombres eran muy independientes, delgados, rápidos, correosos, impacientes con las tonterías.

—Dave O’Donnell está en Washington. Es investigador privado. Allí tiene mucho trabajo.

—No me extraña —precisó Reacher. O’Donnell había sido el más meticuloso. Se había encargado del papeleo de la unidad, casi solo. Tenía el aspecto de un caballero universitario, pero siempre llevaba una navaja en un bolsillo y unos nudillos de metal en el otro. Un tipo útil para tener siempre a mano.

—Karla Dixon está en Nueva York —continuó Neagley—. Trabaja en auditorías. Al parecer, entiende de dinero.

—Siempre tuvo buena cabeza para los números —dijo Reacher—. Lo recuerdo. —Reacher y Dixon habían pasado momentos de ocio intentando demostrar si eran verdaderos o falsos diversos teoremas matemáticos famosos. Una tarea inútil, porque ambos no eran más que simples aficionados, pero era una manera de pasar el tiempo. Dixon era morena, muy bonita, y casi menuda, una mujer feliz que pensaba lo peor de las personas y casi siempre acertaba.

—¿Cómo es que sabes tanto de ellos? —preguntó Reacher.

—Les seguí la pista. Estoy interesada.

—¿Cómo es que no has podido hablar con ellos?

—No lo sé. Los he llamado, pero nadie respondió.

—Es decir, ¿se trata de un ataque contra nosotros de forma colectiva?

—No puede ser —contestó Neagley—. Yo al menos soy tan visible como Dixon y O’Donnell y nadie ha venido a por mí.

—Todavía.

—Quizá.

—¿Llamaste a los demás el mismo día que ingresaste el dinero en mi cuenta?

Neagley asintió.

—Solo han pasado tres días —señaló Reacher—. Quizás están todos ocupados.

—¿Entonces qué quieres hacer? ¿Esperarlos?

—Quiero olvidarme de ellos. Tú y yo podemos dar la cara por Franz. Solo nosotros dos.

—Sería mejor tener a la vieja unidad. Formábamos un buen equipo. Tú eras el mejor líder que ha tenido el ejército.

Reacher permaneció en silencio.

—¿Qué? —preguntó Neagley—. ¿En qué estás pensando?

—Estoy pensando en que si quisiese reescribir la historia comenzaría mucho más atrás.

Neagley cruzó las manos y las apoyó en la carpeta negra. Los dedos delgados, la piel bronceada, las uñas pintadas, los tendones y los músculos.

—Una pregunta —dijo ella—. Supón que ya hubiese contactado con los demás. Supón que no me hubiese preocupado de hacer el ingreso en tu cuenta. Supón que dentro de unos años te hubieses enterado de que habían asesinado a Franz y que nosotros seis nos habíamos vengado sin ti. ¿Cómo te sentirías?

Reacher se encogió de hombros. Hizo una pausa.

—Supongo que mal —admitió—. Quizás estafado. Dejado de lado.

Neagley no dijo nada más.

—Vale, intentaremos encontrar a los demás —agregó Reacher—. Pero no esperaremos eternamente.

Neagley tenía un coche de alquiler en el aparcamiento. Pagó la cuenta y llevó a Reacher al exterior. El coche era un Mustang descapotable rojo. Subieron. Neagley apretó un botón y bajó la capota. Sacó unas gafas de sol de la guantera y se las puso. Salió de la plaza de aparcamiento y giró al sur para dejar Sunset en el primer semáforo. Tomó rumbo a Beverly Hills. Reacher permaneció en silencio a su lado con los ojos entrecerrados para protegerse del sol de la tarde.

En el interior de un Ford Crown Victoria marrón, a treinta metros al oeste del restaurante, un hombre llamado Thomas Brant los observó mientras se iban. Utilizó el móvil para llamar a su jefe, un hombre llamado Curtis Mauney. Este no respondió, así que Brant dejó un mensaje de voz.

—Ella acaba de recoger al primero.

Aparcado cinco coches detrás del Ford de Brant había un Chrysler azul oscuro conducido por un hombre con un traje azul oscuro. Él también observó como desaparecía el Mustang rojo y también utilizó el móvil.

—Ella acaba de recoger al primero —dijo—. No sé quién es. Un tipo grande, con pinta de vagabundo. —Escuchó la respuesta de su jefe, y se lo imaginó arreglándose la corbata sobre la pechera de la camisa, con una mano, mientras sujetaba el teléfono con la otra.