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La vieja unidad. Había sido la típica invención del ejército estadounidense. Unos tres años después de que la necesidad de crearla había sido tan obvia para todos los demás, el Pentágono había comenzado a pensar en ella. Tras otro año de comités y reuniones, las autoridades civiles y los comandantes habían aceptado la idea. La habían dejado en el escritorio de alguien y de inmediato había comenzado la carrera desesperada para ponerla en marcha. Había que redactar las órdenes. Como era obvio ningún comandante en su sano juicio quería tener nada que ver con el asunto, así que la nueva unidad había sido formada con parte del Batallón no de la Policía Militar. El éxito era deseable, obviamente, pero debían evitar a toda costa el fracaso, así que buscaron un paria competente para que la mandase.

La elección de Reacher casi parecía obvia.

Pensaron que recuperar el rango de comandante ya sería suficiente recompensa, pero para él la verdadera satisfacción había sido la oportunidad de hacer algo bien por una vez. A su manera. Le habían dado carta blanca en la elección del personal. Eso le gustó. Se dijo que una unidad de investigaciones especiales necesitaba lo mejor que pudiese ofrecer el ejército, y sabía quiénes eran y dónde estaban. Deseaba una unidad pequeña para que fuese rápida y ágil, y sin soporte administrativo para evitar filtraciones. Había decidido que podían encargarse de su propio papeleo, o no, según se considerase necesario. Al final se había decidido por ocho nombres, además del propio: Tony Swan, Jorge Sánchez, Calvin Franz, Frances Neagley, Stanley Lowrey, Manuel Orozco, David O’Donnell y Karla Dixon. Dixon y Neagley eran las únicas dos mujeres, y Neagley, la única suboficial. Los demás eran todos oficiales. O’Donnell y Lowrey eran capitanes, y el resto comandantes, algo que parecía tener sentido en términos de una cadena de mando coherente, pero a Reacher no le importaba. Sabía que nueve personas trabajando estrechamente funcionarían de una forma horizontal más que vertical, tal como pasó en la realidad. La unidad se había organizado a sí misma como un equipo de baloncesto disfrutando de una marcha sin obstáculos: vendedores de talento trabajando juntos, sin estrellas, sin orgullos, apoyándose los unos a los otros, y por encima de todo despiadada e implacablemente efectiva.

—Aquello fue hace mucho tiempo —señaló Reacher.

—Tenemos que hacer algo —dijo Neagley—. Todos nosotros. De forma colectiva. No te metas con los investigadores especiales. ¿Lo recuerdas?

—No era más que un eslogan.

—No, era verdad. Dependíamos de él.

—Solo para la moral, nada más. No era más que una fanfarronada. Era como silbar en la oscuridad.

—Era más que eso. Nos cuidábamos las espaldas los unos a los otros.

—Entonces.

—Ahora y siempre. Es lo que llaman karma. Alguien mató a Franz y nosotros no podemos dejarlo correr. ¿Cómo te sentirías si te hubiesen matado y el resto de nosotros no hiciésemos nada?

—Si me hubiese tocado a mí, no sentiría nada. Estaría muerto.

—Ya sabes a qué me refiero.

Reacher cerró los ojos y reapareció la imagen: Calvin Franz dando vueltas a través de la oscuridad. Quizá gritando. O tal vez no. Su viejo amigo.

—Puedo manejarlo. O tú y yo juntos. Pero nunca podremos volver a como era en el pasado. Nunca funciona.

—Tenemos que hacerlo.

—¿Por qué? —Reacher abrió los ojos.

—Porque los otros tienen derecho a participar. Se han ganado ese derecho a lo largo de dos duros años. No se lo podemos negar unilateralmente. Estarían resentidos. Estaría mal.

—¿Y?

—Les necesitamos, Reacher. Porque Franz era bueno. Muy bueno. Tan bueno como tú y yo, y sin embargo alguien le partió las piernas y lo arrojó desde un helicóptero. Creo que vamos a necesitar toda la ayuda que podamos conseguir. No hay otra: tenemos que encontrar a los demás.

Reacher la miró. Oyó la voz del tipo de la oficina en su cabeza: «Hay una lista de nombres. Usted es el primero en llamar».

—Tendría que haber sido mucho más fácil encontrar a los demás que encontrarme a mí —comentó.

Neagley asintió.

—No he podido dar con ninguno de ellos.