6

El pasado, es decir, el ejército. Calvin Franz había sido policía militar, contemporáneo de Reacher y de su mismo rango en los trece años de servicio. Se habían encontrado aquí y allá de la manera en que pueden hacerlo los oficiales, compartiendo una copa en diferentes lugares del mundo durante un día o dos, consultándose por teléfono, cruzando sus caminos cuando dos o más investigaciones chocaban o se entremezclaban. Luego habían estado una temporada juntos en Panamá. Un tiempo importante. Había sido breve pero muy intenso, y habían visto cosas el uno en el otro que les dejó con la sensación de ser hermanos más que camaradas oficiales. Después de que Reacher fuese rehabilitado de su destitución temporal y tras haber recibido el encargo de formar la unidad de investigaciones especiales, el nombre de Franz había estado entre los primeros de la lista del personal que deseaba reclutar. Habían pasado los dos años siguientes en una unidad aislada dentro de otra unidad. Se habían hecho amigos íntimos. Entonces, como ocurre con frecuencia en el ejército, llegaron nuevas órdenes, la unidad de investigaciones especiales fue desmantelada y Reacher no volvió a ver a Franz nunca más.

Hasta ese momento, en la fotografía de la autopsia grapada en la hoja que ahora tenía sobre la superficie pegajosa de un restaurante barato.

En vida Franz había sido de menor estatura que Reacher, pero más alto que la mayoría. Quizás un metro noventa de estatura y ciento diez kilos de peso. Un tronco poderoso, la cintura baja, las piernas cortas. En cierto sentido, primitivo. Como un cavernícola. Pero en general, era más o menos apuesto. Era una persona tranquila, decidida, capaz, y era un placer tenerle cerca. Su actitud tendía a dar confianza a las personas.

Tenía un aspecto horrible en la fotografía de la autopsia. Estaba tendido desnudo sobre una mesa de acero y el flash de la cámara le había conferido un tono verdoso a su piel.

Horrible.

Claro que la mayoría de los cadáveres tenían muy mal aspecto.

—¿Cómo lo has conseguido? —preguntó Reacher.

—Por lo general suelo conseguir cosas —respondió Neagley.

Reacher permaneció callado y pasó página. Miró la densa masa de información técnica. El cadáver medía un metro noventa y pesaba noventa y cinco kilos. La causa de la muerte se atribuía a un fallo múltiple de los órganos debido a un impacto masivo. Ambas piernas estaban fracturadas. Las costillas rotas. El torrente sanguíneo estaba sobrecargado con histaminas. El cuerpo presentaba una deshidratación severa y en el estómago solo había mucosas. Había pruebas de una rápida pérdida de peso y ninguna prueba de la ingestión de comida. Los rastros encontrados en las prendas recuperadas no tenían nada de especial, aparte de un polvo de óxido de hierro en las perneras de los pantalones, por debajo de las rodillas y por encima de los tobillos.

—¿Dónde lo encontraron? —preguntó Reacher.

—En el desierto, unos ochenta kilómetros al noreste de aquí —contestó Neagley—. Arena dura, rocas pequeñas, a unos cien metros del arcén de una carretera. Ninguna huella hacia o desde el cadáver.

La camarera trajo la comida. Reacher hizo una pausa mientras la mujer descargaba la bandeja y luego comenzó a comerse el sándwich con la mano izquierda para tener la derecha limpia y pasar las páginas del informe.

—Dos policías en un coche vieron a los buitres volando en círculo —explicó Neagley—. Fueron a comprobar la causa. Caminaron hasta el lugar. Declararon que era como si hubiese caído del cielo. El patólogo está de acuerdo.

Reacher asintió. Estaba leyendo la conclusión del forense, que decía que una caída libre desde una altura de mil metros contra la arena dura podía provocar esa clase de impacto y causar las heridas internas observadas si Franz había caído de plano sobre la espalda, algo que era aerodinámicamente posible de haber estado vivo y agitado los brazos durante la caída. Un peso muerto hubiese caído de cabeza.

—Lo identificaron gracias a las huellas digitales —añadió Neagley.

—¿Cómo te enteraste? —preguntó Reacher.

—Me llamó su esposa. Hace tres días. Al parecer Franz tenía todos nuestros nombres en su agenda. Una página especial. Sus camaradas de entonces. Yo fui la única que pudo localizar.

—No sabía que estuviese casado.

—Es algo reciente. Tienen un hijo de cuatro años.

—¿Trabajaba?

Neagley asintió.

—Trabajaba de investigador privado. Solo. Al principio, asesoría estratégica para corporaciones. Pero ahora se dedicaba sobre todo a la comprobación de antecedentes. Buscar en las bases de datos. Ya sabes lo concienzudo que era.

—¿Dónde?

—Aquí, en Los Ángeles.

—¿Todos trabajáis como investigadores privados?

—Creo que la mayoría.

—Excepto yo.

—Es el único trabajo que sabemos hacer.

—¿Te pidió la esposa de Franz que hicieses algo?

—Nada. Solo me lo comunicó.

—¿No quiere respuestas?

—Los polis se ocupan del asunto. En realidad se trata de la oficina del sheriff del condado de Los Ángeles. El sitio donde lo encontraron es jurisdicción del condado de Los Ángeles, fuera de la jurisdicción del Departamento de Policía de Los Ángeles, así que la investigación la llevan un par de tipos locales. Están investigando lo del avión. Suponen que quizá salió de Las Vegas con rumbo oeste. Ya han visto antes esta clase de cosas.

—No fue un avión —afirmó Reacher.

Neagley no dijo nada.

—¿Cuál es la velocidad mínima para que un avión no entre en pérdida? ¿Ciento sesenta kilómetros por hora? —prosiguió Reacher—. ¿Ciento treinta? Hubiese salido por la puerta en horizontal a la corriente de aire. Hubiese golpeado contra el ala o los estabilizadores del timón. Hubiésemos visto heridas post mórtem.

—Tenía las dos piernas fracturadas.

—¿Cuánto tiempo dura una caída libre desde mil metros?

—¿Veinte segundos?

—Tenía la sangre sobrecargada con histaminas libres. Eso significa una reacción de dolor masiva. Veinte segundos entre la herida y la muerte no hubiesen dado tiempo ni siquiera para que comenzara.

—¿Entonces?

—La fractura de las piernas era anterior. De dos o tres días como mínimo. Tal vez más. ¿Sabes lo que es el óxido ferroso?

—Orín —dijo Neagley—. En el hierro.

—Alguien le partió las piernas con una barra de hierro —señaló Reacher—. Con toda probabilidad una a una. Casi seguro atado a una columna. Apuntaron a las tibias. Lo bastante fuerte como para partir el hueso y dejar partículas de óxido en el tejido de los pantalones. Tuvo que ser un dolor tremendo.

Neagley no dijo nada.

—También lo mataron de hambre —dijo Reacher—. No le dieron de beber. Había perdido diez kilos. Lo tuvieron prisionero durante dos o tres días. Posiblemente más. Lo torturaron.

Neagley permaneció en silencio.

—Fue un helicóptero —continuó Reacher—. Probablemente de noche. En una posición estacionaria, a mil metros de altura. Lo arrojaron por la puerta y abajo.

Entonces cerró los ojos e imaginó a su viejo amigo cayendo, veinte segundos en la oscuridad, dando vueltas sobre sí mismo, agitando los brazos, sin saber dónde estaba el suelo. Sin saber cuándo vendría el golpe. La agonía añadida de las dos piernas fracturadas.

—Por tanto, no es probable que viniese de Las Vegas. —Abrió los ojos—. El viaje de ida y vuelta hubiese estado fuera del radio de acción de la mayoría de los helicópteros. Es probable que viniese del noreste de Los Ángeles. Los agentes están apuntando en la dirección equivocada.

Neagley no abrió la boca.

—Comida para los coyotes —prosiguió Reacher—. El método de eliminación perfecto. Ninguna huella. El flujo de aire durante la caída barre los cabellos y las fibras. No queda ningún rastro forense. Por eso lo arrojaron vivo. Podían haberle disparado primero pero no quisieron arriesgarse a una prueba de balística.

Reacher guardó silencio durante un par de minutos. Luego cerró la carpeta negra, la giró y la empujó a través de la mesa.

—Pero tú ya sabías todo eso, ¿no? —comentó—. Sabes leer. Me estás poniendo a prueba de nuevo. Quieres saber si mi cerebro todavía funciona.

Neagley no dijo nada.

—Estás haciendo conmigo lo que quieres.

Neagley permaneció en silencio.

—¿Por qué me has traído aquí? —preguntó Reacher.

—Como dijiste, los agentes están apuntando en la dirección equivocada.

—¿Y?

—Tienes que hacer algo.

—Lo haré. Créeme. Ahora mismo son cadáveres andantes. No arrojas a ningún amigo mío desde un helicóptero y luego vives para contarlo.

—No, quiero que hagas algo más —dijo Neagley.

—¿Como qué?

—Quiero que vuelvas a reunir a la vieja unidad.