Reacher permaneció por un momento en el aparcamiento y miró a Neagley a través de la ventana. No había cambiado mucho en los cuatro años que habían pasado desde que la había visto por última vez. Ahora estaba más cerca de los cuarenta que de los treinta, pero no se notaban. Conservaba el cabello largo, oscuro y brillante. Sus ojos seguían siendo oscuros y vivaces. Aún era delgada y ágil. Todavía pasaba horas en el gimnasio. Era obvio. Vestía una camiseta blanca ajustada con las mangas cortas abombadas y hubiese sido necesario un microscopio electrónico para encontrar un gramo de grasa en sus brazos o en cualquier otra parte de su cuerpo.
Estaba bronceada, cosa que la favorecía todavía más. Se había hecho las uñas. La camiseta se veía de calidad. En conjunto se la veía más rica de lo que recordaba. Cómoda, a gusto en su mundo, exitosa, acostumbrada a la vida civil. Por un momento se sintió avergonzado de su ropa barata, los zapatos sucios y el corte de pelo barato. Parecía como si ella hubiese triunfado y él no. Después, el placer de ver a su vieja amiga borró cualquier pensamiento y cruzó el aparcamiento hasta la puerta. Entró y pasó junto al cartel que decía «Esperen a que les acompañen a la mesa» y se sentó sin más en el reservado. Neagley lo miró a través de la mesa y sonrió.
—Hola —dijo ella.
—Hola.
—¿Quieres comer?
—Esa es mi intención.
—Pues entonces pidamos, ahora que ya por fin estás aquí.
—Suena como si me hubieses estado esperando.
—Así es. Y más o menos llegas en el horario previsto.
—¿De verdad?
Neagley volvió a sonreír.
—Llamaste a mi ayudante desde Portland. Vio el número en la pantalla. Lo rastreó hasta un teléfono público en la estación de autobuses. Dedujimos que irías sin más al aeropuerto. Luego me dije que volarías en United. Debes de odiar hacerlo con Alaskan. Luego el viaje en taxi hasta aquí. Tu hora estimada de llegada era fácil de calcular.
—¿Sabías que vendría aquí? ¿A este restaurante?
—Tal como tú me enseñaste en su momento.
—No te enseñé nada.
—Lo hiciste —dijo Neagley—. ¿Lo recuerdas? Piensa como ellos, sé ellos. Así que comencé a ser tú, siendo yo. Tú dedujiste que yo vendría aquí. Comenzarías por aquí en Sunset. Pero no sirven comidas en el vuelo de United desde Portland, por lo tanto me dije que tendrías hambre y buscarías primero dónde comer. Hay un par de posibles lugares en la manzana, pero este es el que tiene el cartel más grande y tú no eres un sibarita. Así que decidí encontrarme contigo aquí.
—¿Encontrarme aquí? Creía que el que te buscaba era yo.
—Eso estabas haciendo. Y yo te seguí a ti, siguiéndome a mí.
—¿Estás alojada aquí, en Hollywood?
Neagley meneó la cabeza.
—Beverly Hills. El Wilshire.
—¿Entonces has venido aquí solo para recogerme?
—Llegué hace diez minutos.
—¿El Beverly Wilshire? Has cambiado.
—En realidad no. Es el mundo el que ha cambiado. Los moteles baratos ya no me sirven. Ahora necesito correo electrónico, Internet y el servicio de FedEx. Centros de negocios y conserjes.
—Me haces sentir anticuado.
—Estás mejorando. Ahora usas tarjetas de crédito.
—Ha sido una buena jugada. El mensaje a través del extracto bancario.
—Me enseñaste bien.
—No te enseñé nada.
—Un cuerno.
—Pero fue una jugada extravagante —señaló Reacher—. Diez dólares y treinta centavos también hubiesen servido. Quizás incluso mejor, con una coma entre el diez y el treinta.
—Me pareció que quizá necesitarías dinero para el pasaje de avión —dijo Neagley.
Reacher no dijo nada.
—Como es obvio encontré tu cuenta —prosiguió Neagley—. No me fue muy difícil colarme y echar una ojeada. No eres precisamente rico.
—No quiero ser rico.
—Lo sé. Pero no quería que respondieses a mi diez-treinta con tu propio dinero. No hubiese sido justo.
Reacher se encogió de hombros y lo dejó correr. La verdad era que no era rico. En realidad era más bien pobre. Sus ahorros habían ido menguando hasta el punto de que comenzaba a pensar en cómo volver a reponerlos. Quizás un par de meses en algún trabajo en un futuro no muy lejano. O tal vez algún otro medio. La camarera apareció con las cartas. Neagley pidió sin mirar: una hamburguesa con queso y una gaseosa. Reacher igualó su velocidad: un sándwich de atún y un café. La camarera recogió las cartas y se marchó.
—¿Vas ahora a decirme de qué va el diez-treinta?
Neagley le respondió echándose hacia atrás y sacando una carpeta de la mochila que estaba en el suelo. Se la pasó a través de la mesa. Era una copia del informe de una autopsia.
—Calvin Franz está muerto —dijo ella—. Creo que alguien lo arrojó desde un avión.