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Reacher tomó un autobús desde la estación hasta el aeropuerto de Portland y compró un billete de ida a Los Ángeles en la compañía United. Utilizó su pasaporte como identificación y su tarjeta de crédito ATM para pagar. El precio del billete era escandaloso. Alaska Airlines hubiese sido más barato, pero Reacher detestaba Alaska Airlines. Colocaban una tarjeta con citas de la Biblia en las bandejas de la comida. Y eso le quitaba el apetito.

La seguridad del aeropuerto no era ningún problema para Reacher. Su equipaje de mano se reducía a cero. No tenía cinturón, llaves, teléfono ni reloj. Lo único que tuvo que hacer fue dejar la calderilla en una bandeja de plástico, quitarse los zapatos y pasar por el detector. Cuarenta segundos de principio a fin. Luego caminó hacia la puerta de embarque, con las monedas en los bolsillos, los zapatos en los pies y Neagley en la mente.

No estaba relacionado con el trabajo. Por tanto, un trabajo privado. Pero hasta donde él sabía, no tenía asuntos privados. Ni vida privada. Nunca la había tenido. Ya suponía que tenía asuntos y problemas cotidianos, como todo el mundo. Pero no podía concebir que necesitase ayuda con ninguna otra clase de asunto. ¿Un vecino ruidoso? Cualquier persona sensata hubiese vendido el equipo estéreo después de una breve charla con Frances Neagley. O lo habría donado a alguna casa de caridad pública. ¿Traficantes de droga en la esquina? Hubiesen acabado como una línea en la página interior del periódico de la mañana, cadáveres encontrados en un callejón, múltiples heridas de arma blanca, ningún sospechoso hasta el momento. ¿Un acosador? ¿Alguien que la toqueteó en el metro? Reacher se estremeció. Neagley detestaba que la tocasen. En realidad no sabía por qué. Cualquier cosa más allá de un breve contacto accidental con ella hubiese hecho que el tipo acabase con un brazo fracturado. Puede que los dos.

Por tanto, ¿cuál era el problema?

Supuso que se trataba del pasado, y eso significaba el ejército.

¿Una lista de nombres? Quizá las aves volvían a casa para hibernar. A Reacher el ejército le parecía algo muy lejano. Una época diferente, un mundo diferente. Normas diferentes. Tal vez alguien estaba aplicando las normas de hoy a situaciones de ayer, y se quejaba de algo. Quizás habían comenzado una investigación interna postergada desde hacía mucho. La unidad de investigaciones especiales de Reacher se había saltado muchas normas y roto muchas cabezas. Alguien, posiblemente la propia Neagley, se había inventado un eslogan muy pegadizo: no te metas con los investigadores especiales. Había sido repetida hasta el cansancio como una promesa, y una advertencia. Con la cara impávida y una seriedad mortal.

A lo mejor alguien se estaba metiendo con los investigadores especiales. Tal vez había citaciones y cargos a diestro y siniestro. Pero si era así, ¿por qué Neagley lo comprometería? Era todo lo ilocalizable que podía llegar a ser alguien en Estados Unidos. ¿Por qué no se hacía la tonta y lo dejaba en paz?

Negó con la cabeza, dejó de preocuparse y subió al avión.

Empleó el tiempo de vuelo para deducir en qué lugar de Los Ángeles podía ocultarse Neagley. Años atrás había sido parte de su trabajo encontrar a personas, y se le daba bien. El éxito dependía de la empatía. Pensar como ellos, sentir como ellos. Ver lo que ellos veían. Ponerse en su lugar. Ser ellos.

Era más fácil con los soldados desertores, por supuesto. Su vagar sin rumbo daba a sus decisiones una pureza especial. Se alejaban de algo, no iban hacia algo. A menudo seguían una especie de simbolismo geográfico inconsciente. Si entraban en una ciudad por el este, se escondían en el oeste. Querían poner masa entre ellos y sus perseguidores. Reacher tenía un mapa, un horario de autobuses, las Páginas Amarillas y a menudo predecía la dirección exacta donde los encontraría. El motel exacto.

Era más difícil con Neagley, porque ella iba hacia algo. Un asunto privado, y él no sabía dónde o de qué se trataba. Así que lo primero era atenerse a los hechos. ¿Qué sabía de ella? ¿Cuáles eran los factores determinantes? Vale, gastaba poco. No porque fuese pobre ni miserable, sino porque no encontraba ningún sentido en gastar en algo que ella no necesitaba. Y no necesitaba mucho. No necesitaba una bolsa de caramelos en la almohada. No necesitaba servicio de habitaciones o el pronóstico del tiempo. No necesitaba albornoces esponjosos y chinelas a juego guardadas en celofán. Lo único que necesitaba era una cama y una puerta que cerrase. Y multitudes, sombras, y la clase de anonimato que dan los barrios transitorios de alquileres baratos donde los camareros y los recepcionistas tenían una memoria muy corta.

Por consiguiente podía tachar el centro. Tampoco Beverly Hills.

Entonces, ¿dónde? ¿Dónde, en esa inmensidad de Los Ángeles, estaría cómoda?

Había más de treinta y tres mil kilómetros de calles para escoger.

Reacher se preguntó a sí mismo. ¿Dónde iría yo?

Hollywood, respondió. Un poco al sur y al este del lujo. La parte baja de Sunset.

Allí es donde iría yo, pensó.

Y allí es donde estará ella.

El avión aterrizó en Los Ángeles con retraso, pasada la hora de la comida. No habían servido comida a bordo y Reacher estaba hambriento. Samantha, la ayudante del fiscal, le había servido café y un bollo de centeno a la hora del desayuno, pero tenía la sensación de que eso había pasado hacía mucho tiempo.

No se detuvo a comer. Fue hacia la parada de taxis y subió a una furgoneta Toyota amarilla conducida por un coreano que quería hablar de boxeo. Reacher no sabía nada de boxeo y no le importaba lo más mínimo. La obvia artificialidad del deporte le dejaba frío. Guantes acolchados y pegar por encima de la cintura era algo que no ocurría en su mundo. Tampoco le gustaba hablar. Permaneció callado en su asiento y dejó que el taxista hablase. Contempló la ardiente luz marrón de la tarde a través de la ventanilla. Había palmeras, anuncios de películas, carriles gris claro marcados con interminables huellas de neumáticos. Y coches, riadas de coches, inundaciones de coches. Vio un Rolls Royce nuevo y un viejo Citroën DS, ambos negros. Un MGA rojo sangre y un Mustang azul pastel, ambos descapotables. Un Corvette amarillo de 1960 pegado a un modelo verde de 2007. Se dijo que si cualquiera miraba el tráfico de Los Ángeles el tiempo suficiente acabaría por ver todos los modelos de coches fabricados a lo largo de la historia.

El taxista tomó la 101-Norte y salió a una manzana de Sunset. Reacher se apeó y pagó la carrera. Caminó hacia el sur, dobló a la izquierda y miró hacia el este. Sabía que Sunset tenía muchísimos lugares baratos, a ambos lados del bulevar, a lo largo de poco más de un kilómetro. El aire era cálido y olía a polvo y gasolina. Permaneció inmóvil. Tenía por delante una caminata de dos kilómetros y medio de ida y vuelta, y una docena de recepciones de motel donde preguntar. Una tarea que le llevaría una hora, puede que más. Tenía hambre. Vio un cartel de Denny’s un poco más adelante, en el lado derecho. Un establecimiento de una cadena de restaurantes. Pensó en comer primero y trabajar después.

Pasó junto a coches aparcados y solares vacíos cerrados con vallas metálicas. Pasó por encima de desperdicios y bolas de artemisa. Volvió a cruzar la 101 por un puente peatonal. Entró en el aparcamiento de Denny’s cruzando el arcén de hierba y el camino de entrada. Pasó junto a una larga hilera de ventanas.

Vio a Frances Neagley en el interior, sentada sola en un reservado.