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Reacher había servido trece años en el ejército, todos ellos en la policía militar. Había conocido a Frances Neagley durante diez de aquellos años y había trabajado con ella de vez en cuando durante siete. Él había ido escalando en el escalafón del grado de oficial, primero subteniente, después teniente, capitán y comandante, luego fue degradado a capitán, y a continuación ascendió otra vez a comandante. Neagley había rehusado siempre que la promocionaran más allá del grado de sargento. Ni quería pensar en la escuela de aspirantes a oficiales. Reacher no sabía por qué. Había muchas cosas de ella que no sabía, a pesar de su vinculación durante una década.

Pero sí sabía otras muchas cosas. Era inteligente, con muchos recursos y concienzuda. También muy dura. Y, por curioso que fuese, carente de inhibiciones. No en términos de relaciones personales. Evitaba las relaciones personales. Era una persona muy reservada y se oponía a cualquier clase de proximidad, física o emocional. Su falta de inhibición era profesional. Si consideraba que algo era correcto o necesario, entonces rechazaba cualquier tipo de compromiso. Nada se interponía en su camino, ni la política, ni el sentido de lo práctico, la corrupción o incluso aquello que un civil conocía como la ley. En una ocasión Reacher la reclutó para una unidad de investigaciones especiales, de la cual fue un elemento destacado durante dos años cruciales. La mayoría de las personas atribuían los éxitos espectaculares de dicha unidad al liderazgo de Reacher, pero él los atribuía a su presencia. Ella le impresionaba profundamente. Algunas veces incluso llegaba a asustarle. Si lo reclamaba de esa manera urgente, no era porque hubiese perdido las llaves del coche.

Neagley trabajaba para una empresa de seguridad privada en Chicago. Eso lo sabía. Al menos así era cuatro años atrás, la última vez que había estado en contacto con ella. Había dejado el ejército un año después que Reacher y había entrado en la empresa con alguien que conocía. Como socia, le dijo, no como empleada.

Buscó en su bolsillo y sacó más monedas. Marcó el número de información de larga distancia. Preguntó por Chicago. Dio el nombre de la compañía, tal como lo recordaba. Desapareció la operadora humana y una voz robótica apareció en la línea con un número. Reacher colgó y volvió a marcar. Una recepcionista atendió su llamada y Reacher preguntó por Frances Neagley. Recibió una respuesta cortés y le pidieron que esperase. Al parecer, se trataba de una empresa más grande de lo que había supuesto. Se había imaginado una única habitación, una ventana sucia, quizá dos mesas en mal estado, archivadores a rebosar. Pero la voz mesurada de la recepcionista, los chasquidos telefónicos y la discreta música de fondo hablaban de un lugar mucho más grande. Posiblemente dos plantas, fríos pasillos blancos, cuadros en las paredes, un listín de teléfonos internos.

Una voz de hombre apareció en la línea:

—Despacho de Frances Neagley.

—¿Está Frances ahí? —preguntó Reacher.

—¿Puedo preguntar quién llama?

—Jack Reacher.

—Bien. Gracias por llamar.

—¿Quién es usted?

—Soy el ayudante de la señorita Neagley.

—¿Tiene un ayudante?

—Por supuesto.

—¿Ella está ahí?

—Va de viaje a Los Ángeles. Creo que ahora mismo está volando.

—¿Hay algún mensaje para mí?

—Quiere verle lo antes posible.

—¿En Chicago?

—Ella estará en Los Ángeles al menos durante unos días. Creo que debería ir usted allí.

—¿De qué va todo esto?

—No lo sé.

—¿No está relacionado con el trabajo?

—No lo creo. Hubiese abierto un expediente. Lo hubiésemos hablado aquí. No hubiese recurrido a extraños.

—No soy un extraño. La conozco desde mucho antes que usted.

—Lo siento. No lo sabía.

—¿Dónde se alojará en Los Ángeles?

—Eso tampoco lo sé.

—¿Cómo se supone que voy a encontrarla?

—Ella dijo que usted sabría dónde encontrarla.

—¿Qué es esto, algo así como un examen?

—Dijo que si no podía encontrarla, entonces no le necesitaba.

—¿Se encuentra bien?

—Estaba preocupada por algo. Pero no me dijo por qué.

Reacher mantuvo el auricular en la oreja y se dio la vuelta. El cordón del teléfono se le enrolló alrededor del pecho. Miró los autobuses aparcados y el panel con los horarios de salidas.

—¿A quién más está buscando?

—Hay una lista de nombres —contestó el tipo—. Usted es el primero en llamar.

—¿Le llamará a usted cuando aterrice?

—Es probable.

—Dígale que voy de camino.