Diecisiete días más tarde, Jack Reacher estaba en Portland, Oregón, casi sin blanca. Se encontraba allí porque tenía que estar en alguna parte y el autobús en el que había viajado dos días antes se había detenido en esa ciudad. Y estaba casi sin blanca porque había conocido a una ayudante del fiscal de distrito llamada Samantha en un bar de polis, y la había invitado a cenar dos veces antes de pasar dos noches consecutivas en la casa de ella. Ahora Samantha se había ido al trabajo y él se alejaba de su casa, a las nueve de la mañana, con rumbo a la estación de autobuses en el centro, el pelo todavía húmedo por la ducha, aseado, relajado, sin tener un destino todavía claro, con solo un puñado de dólares en el bolsillo.
Los ataques terroristas del once de septiembre de 2001 habían cambiado la vida de Reacher en dos aspectos, ambos prácticos. El primero era que, además de un cepillo de dientes plegable, ahora llevaba su pasaporte. En esta nueva era una identificación fotográfica se requería en demasiadas ocasiones, especialmente si viajabas. Y Reacher era un vagabundo, no un ermitaño, inquieto, activo, y por tanto había cedido a la exigencia sin problemas.
En segundo lugar, había cambiado sus métodos bancarios. Durante muchos años después de dejar el ejército había utilizado el sistema de llamar a su banco en Virginia y solicitar una transferencia a través de la Western Union hasta donde estuviese. Pero las nuevas preocupaciones por la financiación terrorista casi habían acabado con la banca telefónica. Así que Reacher se había hecho con una tarjeta de crédito ATM. La llevaba dentro de su pasaporte y utilizaba el 8197 como número secreto. Se consideraba a sí mismo como un hombre con escaso talento pero con ciertas habilidades, la mayoría de ellas físicas y relacionadas con su enorme tamaño y fuerza; sin embargo, una de ellas consistía en saber siempre qué hora era sin mirar el reloj, y otra su capacidad para la aritmética. De allí el 8197. Le gustaba el 97 porque era el número primo más grande de dos dígitos, y el 81 porque era el único número de todas las infinitas posibilidades cuya raíz cuadrada también era la suma de sus dígitos. La raíz cuadrada de 81 era nueve, y ocho más uno sumaban nueve. Ningún otro número no trivial en el cosmos tenía esa especie de bella simetría. Perfecto.
Su capacidad aritmética y su inherente cinismo sobre las instituciones financieras siempre lo llevaban a verificar el saldo cada vez que sacaba dinero. También recordaba siempre deducir las comisiones de la tarjeta y comprobar cada trimestre el pago de intereses bancarios. Y a pesar de sus sospechas, nunca le habían estafado. El saldo siempre era el que él había calculado. Nunca lo habían sorprendido ni timado.
Hasta aquella mañana en Portland, donde se sorprendió, pero no se sintió timado. Porque en su saldo había mil dólares más de los que tendría que haber.
Mil treinta dólares de más, de acuerdo con el cálculo estimativo de Reacher. Sin duda se trataba de un error. Del banco. Un depósito en la cuenta equivocada. Un error que sería rectificado. No podía quedarse con el dinero. Era un optimista, pero no un tonto. Apretó otro botón para solicitar una impresión de los últimos movimientos. Una delgada tira de papel salió por una de las rendijas. En una letra borrosa aparecían los cinco últimos movimientos de su cuenta. Tres correspondían a las tres veces que había sacado dinero con la tarjeta y que recordaba con toda claridad. Otro era el pago de los intereses bancarios. El último era un ingreso de mil treinta dólares realizado tres días antes. Así que allí estaba. El trozo de papel era demasiado pequeño para mostrar las columnas del debe y el haber, y el depósito estaba escrito entre paréntesis para indicar que era positivo: (1030, 00).
Mil treinta dólares.
1030.
No era en sí mismo un número interesante, pero Reacher lo observó durante un instante. A todas luces no era un número primo. Ningún número par mayor que dos podía ser primo. ¿La raíz cuadrada? Estaba claro que solo se pasaba por una fracción por encima del 32. ¿Raíz cúbica? Apenas por debajo del 10,1. ¿Factores? No muchos, pero incluían el 5 y el 206 junto con los obvios 10 y 103 e incluso los más básicos 2 y 515.
Así que 1030.
Mil treinta.
Un error.
Tal vez.
O quizá no era un error.
Reacher sacó cincuenta dólares del cajero, rebuscó un poco de cambio en el bolsillo y se dirigió en busca de un teléfono público.
Encontró una cabina de teléfonos en la estación de autobuses. Marcó el número del banco de memoria. Las nueve cuarenta en el Oeste, las doce cuarenta en el Este. Hora de comer en Virginia, pero alguien tenía que estar allí.
Estaba. No era alguien con quien hubiese hablado antes, pero parecía una persona competente. Quizás una ejecutiva que se ocupaba de cubrir el horario de la comida. Ella le dio el nombre, pero Reacher no lo entendió. Luego la mujer le dedicó un largo discurso diseñado para hacerle sentir un gran cliente. Él esperó a que acabase y le habló del ingreso. La mujer se sorprendió de que un cliente llamase por un error bancario a su favor.
—Quizá no se trate de un error —dijo Reacher.
—¿Esperaba el ingreso? —preguntó ella.
—No.
—¿Es habitual que terceras personas hagan ingresos en su cuenta?
—No.
—Entonces, ¿no le parece que debe de tratarse de un error?
—Necesito saber quién hizo el ingreso.
—¿Puedo preguntar por qué?
—Demasiado largo de explicar.
—Necesitaría saberlo —precisó la mujer—. De lo contrario se plantearían temas de confidencialidad. Si el error del banco expone los asuntos de un cliente a otro, estaríamos infringiendo toda una serie de normas y reglamentaciones, además de prácticas éticas.
—Podría tratarse de un mensaje —manifestó Reacher.
—¿Un mensaje?
—Del pasado.
—No le entiendo.
—Años atrás fui policía militar —explicó Reacher—. Las transmisiones de la policía militar están codificadas. Si un policía militar necesita ayuda urgente de un colega transmite un código diez-treinta. ¿Entiende lo que le digo?
—Para serle sincera, no del todo.
—Me refiero a que si no conozco a la persona que hizo el ingreso, entonces es un error de mil treinta dólares. Pero si conozco a la persona, podría ser una llamada de ayuda.
—Sigo sin entenderle.
—Mire cómo está escrito. Podría ser un código diez-treinta, y no mil treinta dólares. Mírelo en el papel.
—¿Y no le habría llamado por teléfono esa persona?
—No tengo teléfono.
—¿Correo electrónico, quizá? Un telegrama, o incluso una carta.
—No tengo direcciones para ninguna de esas cosas.
—¿Entonces cómo nos ponemos en contacto con usted?
—No lo hacen.
—Un ingreso en cuenta resulta una forma de comunicación muy extraña.
—Podría ser la única manera.
—Una manera muy difícil. Alguien tendría que rastrear su cuenta.
—A eso me refiero —manifestó Reacher—. Haría falta una persona inteligente y de recursos para hacerlo. Y si una persona de esa inteligencia y con esos recursos necesita pedir ayuda, entonces es que en alguna parte hay un problema muy grave.
—Además de caro. Alguien se gastó más de mil dólares.
—Exacto. La persona tendría que ser inteligente, con recursos y estar desesperada.
Silencio en el teléfono. Luego:
—¿No podría hacer una lista de los sujetos posibles e ir probando con todos ellos?
—He trabajado con muchas personas inteligentes. La mayoría de ellos desde hace mucho tiempo atrás. Me llevaría semanas buscarlos a todos. Para entonces podría ser demasiado tarde. Y de todas maneras, no tengo teléfono.
Más silencio. Excepto por el ruido de un teclado.
—Lo está buscando, ¿verdad? —preguntó Reacher.
—La verdad es que no tendría que estar haciéndolo —afirmó la mujer.
—No me chivaré.
Otra vez silencio. El ruido del teclado se detuvo. Reacher supo que ella tenía el nombre en la pantalla.
—Dígamelo —pidió.
—No puedo decírselo. Tendría que ayudarme.
—¿Cómo?
—Tendría que darme pistas. Así no se lo estaría diciendo directamente.
—¿Qué clase de pistas?
—Bueno, ¿se trata de un hombre o de una mujer?
Una sonrisa apareció en el rostro de Reacher. La respuesta estaba contenida en la misma pregunta. Era una mujer. Tenía que serlo. Una mujer inteligente, con recursos, con imaginación y con capacidad de pensamiento ramificado. Una mujer que sabía de su compulsión por sumar y restar.
—Neagley —dijo Reacher.
—Ese es el nombre que tenemos —admitió la mujer—. Frances L. Neagley.
—Entonces olvide que alguna vez hemos tenido esta conversación —le pidió Reacher—. No se trata de un error bancario.