00.05.30

En el patio central de La Roque, a través de las llamas, Kate vio salir al profesor y los demás por una puerta del castillo. Corrió a reunirse con ellos. Parecían sanos y salvos. El profesor la saludó con la cabeza. Una sensación de urgencia los dominaba.

—¿Tienes la oblea de cerámica? —preguntó Kate a Chris.

—Sí —contestó él. La sacó del bolsillo y se dispuso a apretar el botón.

—Aquí no hay espacio suficiente.

—Sí hay espacio —dijo Chris.

—No. Se requieren dos metros a la redonda, ¿recuerdas?

Estaban rodeados por el fuego.

—En este patio no encontraremos sitio libre —advirtió Marek.

—Es cierto —confirmó el profesor—. Tenemos que salir al siguiente patio.

Kate miró al frente. La barbacana por la que se accedía al otro patio se hallaba a cuarenta metros de distancia. El rastrillo estaba levantado y aparentemente nadie montaba guardia en la puerta; los soldados debían de haberla abandonado para acudir a repeler a los intrusos.

—¿Cuánto tiempo nos queda?

—Cinco minutos.

—Muy bien —dijo el profesor—. Movámonos.

Atravesaron el patio al trote, sorteando las llamas y los soldados enzarzados en el combate. El profesor y Kate iban delante. Marek, haciendo muecas de dolor por la herida de la pierna, los seguía, rezagado. Y Chris, preocupado por Marek, ocupaba la retaguardia. Kate llegó a la primera puerta. No había guardia. Cruzaron la puerta, pasando bajo las púas del rastrillo. Entraron al patio medio.

—¡Oh, no! —exclamó Kate.

Todos los soldados de Oliver estaban acuartelados en el patio medio, y parecía haber allí centenares de caballeros y pajes corriendo de un lado a otro, gritando a los hombres del adarve, acarreando armas y provisiones.

—Aquí no hay espacio —dijo el profesor—. Tendremos que atravesar la siguiente puerta y salir del castillo.

—¿Salir del castillo? —repitió Kate—. Ni siquiera conseguiremos cruzar este patio.

Renqueando, sin aliento, Marek llegó hasta ellos. Examinó el patio con la mirada y dijo:

—El cadalso.

—Sí —asintió el profesor. Señaló a la muralla—. El cadalso.

El cadalso era una estructura cerrada de madera colgada en el exterior de la muralla. Consistía en una plataforma cubierta y aspillerada que permitía a los soldados disparar a los atacantes cuando se acercaban al pie de la muralla.

—¿Dónde está Chris? —preguntó Marek de pronto.

Miraron hacia el patio central.

No lo veían por ninguna parte.

Chris seguía de cerca de Marek, pensando que quizá tendría que llevarlo a cuestas y preguntándose si sería capaz, cuando de repente alguien lo empujó e inmovilizó contra una pared. Detrás de él, una voz le dijo en perfecto inglés:

—Tú no, amigo. Tú te quedas aquí.

Y notó en la espalda la punta de una espada.

Al volverse, se encontró cara a cara ante Robert de Kere, que empuñaba su espada. De Kere lo agarró por el cuello del jubón y lo empujó contra otra pared. Alarmado, Chris advirtió que se hallaban a la entrada del arsenal. Con el patio en llamas, aquél no era el sitio idóneo para estar.

De Kere parecía indiferente a ello. Sonrió.

—En realidad, ninguno de vosotros va a ir a ninguna parte.

—Y eso ¿por qué? —preguntó Chris, sin apartar la vista de la espada.

—Porque tú tienes el marcador, amigo mío.

—No, yo no lo tengo.

—Oigo vuestras transmisiones, ¿recuerdas? —De Kere tendió la mano—. Venga, dámelo.

Volvió a agarrar a Chris y lo empujó hacia la puerta. Dando tumbos, Chris entró en el arsenal. Estaba vacío; los soldados habían huido. Alrededor, se hallaban las bolsas de pólvora apiladas. Los morteros donde los soldados habían empezado a machacar la mezcla estaban dispersos por el suelo.

—Vuestro jodido profesor… —dijo De Kere, viendo los morteros—. ¡Os creéis todos tan listos…! Dámelo.

Con movimientos nerviosos, Chris se buscó la bolsa bajo el jubón.

De Kere, impaciente, chasqueó con los dedos.

—Vamos, vamos, deprisa.

—Un momento —contestó Chris.

—Sois todos iguales. Como Doniger. ¿Sabes qué me decía Doniger? No te preocupes, Rob, desarrollaremos nueva tecnología para resolver tu caso. Siempre me salía con la misma cantinela. Pero no desarrolló ninguna nueva tecnología. Nunca tuvo intención de hacerlo. Sencillamente mentía, como es su costumbre. Fíjate en mi cara, esta maldita cara. —Se tocó la cicatriz que le surcaba el rostro de arriba abajo—. Me duele continuamente. Algún problema de huesos. Me duele. Y por dentro estoy destrozado. Todo me duele.

De Kere tendió la mano con visible irritación.

—Vamos. Si te resistes, te mataré aquí mismo.

Buscando a tientas en la bolsa, Chris se encontró con el aerosol. ¿A qué distancia sería eficaz el gas? No a la distancia a que lo obligaba a mantenerse la espada. Pero no le quedaba otra alternativa.

Chris respiró hondo y roció a De Kere con el gas. De Kere tosió, más iracundo que sorprendido, y avanzó hacia Chris.

—Gilipollas —dijo—. ¿Te ha parecido una buena idea? Muy astuto. Un chico astuto.

Empujó a Chris con la punta de la espada. Chris retrocedió.

—Por eso, voy a abrirte en canal y a dejarte que veas tus tripas desparramadas.

Y acometió con la espada, pero Chris esquivó el golpe con facilidad y pensó: El gas le causa cierto efecto. Lo roció de nuevo, esta vez más cerca del rostro, y de inmediato se apartó para esquivar el siguiente golpe de De Kere, que fue a dar al suelo, volcando uno de los morteros.

De Kere se tambaleó, pero seguía en pie. Chris lo roció por tercera vez, pero De Kere, por alguna razón, no se desplomó. Lanzó otro golpe con la espada, la hoja rehiló, y Chris la esquivó, pero en esta ocasión el filo le rozó el brazo por encima del codo. La sangre manó de la herida y salpicó el suelo. El bote de gas se le cayó de la mano.

De Kere sonrió.

—Aquí los trucos no sirven —dijo—. Esto es lo que sirve: la espada. Te haré una demostración, amigo mío.

Se preparó para golpear nuevamente. Sus movimientos eran aún vacilantes, pero recobraba deprisa las fuerzas. Chris se agachó, y la hoja de la espada zumbó sobre su cabeza y se hundió en las bolsas de pólvora apiladas. El aire se llenó de partículas grises. Chris retrocedió, y tropezó con uno de los morteros abandonados en el suelo. Al tratar de apartarlo con el pie, notó su peso. No era uno de los morteros de pólvora; contenía una densa pasta. Y despedía un olor áspero. Lo reconoció de inmediato: era el olor de la cal viva.

Y eso quería decir que la mezcla de ese mortero era fuego automático.

Se apresuró a cogerlo y lo levantó con ambas manos.

De Kere se detuvo.

Sabía qué era.

Chris aprovechó esa breve vacilación para arrojarle el mortero a la cara. Le dio en el pecho, y la pasta marrón le salpicó el rostro, los brazos y el cuerpo.

De Kere soltó un gruñido.

Chris necesitaba agua. ¿Dónde había agua? Desesperado, miró alrededor, pero ya conocía la respuesta: en aquella sala no había agua. Estaba arrinconado. De Kere sonrió.

—¿No hay agua? —dijo—. Es una lástima, chico astuto.

Sostuvo la espada en posición horizontal ante él y avanzó. Chris notó la pared de piedra contra su espalda, y supo que estaba perdido. Al menos, quizá los otros pudieran regresar al presente.

Observó acercarse a De Kere, despacio, confiado. Olía su aliento; estaba lo bastante cerca como para escupirle.

Escupirle.

Nada más ocurrírsele la idea, Chris escupió a De Kere, no a la cara sino al pecho. De Kere soltó un resoplido de aversión: el chico ni siquiera sabía escupir. Allí donde la saliva entró en contacto con la pasta, empezaron a verse chispas y humo.

De Kere bajó la vista, horrorizado.

Chris le escupió otra vez. Y otra más.

El silbido de la combustión se oyó con mayor claridad. Saltaron chispas. En cuestión de segundos, De Kere ardería. Desesperadamente, trató de sacudirse la pasta con los dedos, pero sólo consiguió extenderla aún más; ahora chisporroteaba y crepitaba también en las yemas de sus dedos, a causa de la humedad de la piel.

—Ahí tienes tu demostración, amigo mío —dijo Chris.

Corrió hacia la puerta. A sus espaldas, oyó un fogonazo. Echó una ojeada atrás y vio al caballero envuelto en llamas de cintura para arriba. De Kere lo miraba fijamente a través del fuego.

Chris echó a correr. Corrió tan rápido como pudo, alejándose del arsenal.

En la puerta media, los otros lo vieron acercarse a todo correr. Hacía señas con las manos. Ellos no las entendieron. Se encontraban en el centro de la puerta, esperándolo.

—¡Marchaos, marchaos! —gritaba, indicándoles mediante gestos que fueran a ocultarse tras la muralla.

Marek miró más allá de Chris y vio las llamas a través de las ventanas del arsenal.

—¡Salgamos de aquí! —exclamó, y empujó a los otros hacia el siguiente patio.

Chris cruzó la puerta, y Marek lo agarró del brazo, tirando de él para ponerlo a cubierto, en el preciso instante en que el arsenal volaba por los aires. Una enorme esfera de fuego se elevó por encima de la muralla; todo el patio quedó bañado por una luz cegadora. Soldados, tiendas y caballos fueron derribados por la onda expansiva. El humo y la confusión se propagaron por todas partes.

—Olvidaos del cadalso —dijo el profesor—. Vámonos.

Y comenzaron a cruzar el patio en línea recta. Enfrente veían la barbacana de la muralla exterior.