00.59.20

Había dos docenas de animales enjaulados en el almacén del laboratorio, en su mayoría gatos, pero también algunos ratones y cobayas. El aire olía a excrementos. Gordon lo guio por el pasillo, diciendo:

—A los escindidos los mantenemos aislados del resto.

Stern vio tres jaulas contra la pared del fondo. Los barrotes de aquellas jaulas eran más gruesos. Gordon lo condujo hasta una de ellas, donde Stern vio una bola de pelo. Era un gato dormido, un gato persa de piel gris claro.

—Éste es Wellsey —informó Gordon.

El gato parecía normal. Respiraba acompasadamente mientras dormía. Entre el pelo asomaba media cara. Tenía las garras oscuras. Stern se inclinó para mirarlo de cerca, pero Gordon le puso una mano en el pecho.

—No se acerque demasiado —advirtió.

Gordon cogió un palo y recorrió con él los barrotes.

El gato abrió un ojo. No lenta y perezosamente, sino al instante, con mirada alerta. Pero no se movía. Sólo el ojo se movía.

Gordon pasó el palo por los barrotes una segunda vez.

Con un bufido feroz, el gato se abalanzó contra los barrotes, enseñando los dientes. Embistió los barrotes, retrocedió y atacó de nuevo, atacó una y otra vez, sin pausa, implacable, bufando y gruñendo.

Stern lo contempló horrorizado.

El gato presentaba una monstruosa deformación en la cara. Un lado parecía normal, pero el otro estaba desemparejado, todos los rasgos —el ojo, el hocico, todo— se encontraban más abajo de donde les correspondía, y una línea en el centro dividía las dos mitades. Por eso los llaman «escindidos», pensó Stern.

Más horrenda aún era la parte lateral de la cara, que Stern no vio inicialmente debido a las embestidas del animal; pero de pronto notó que a un lado de la cabeza, tras la oreja desplazada, el gato tenía un tercer ojo, más pequeño y sólo parcialmente formado. Y bajo ese ojo se observaba una porción de tejidos del hocico y un fragmento de maxilar, sobresaliendo como un tumor. Una curva de dientes blancos asomaba entre el pelo, pese a que no había boca.

Errores de transcripción. Ahora entendía qué significaba eso.

El gato siguió acometiendo sin cesar; empezaba a sangrarle la cara a causa de los repetidos impactos.

—Continuará en ese estado mientras nos vea aquí —dijo Gordon.

—Entonces será mejor que nos vayamos.

Salieron del almacén en silencio. Finalmente, Gordon añadió:

—No es sólo lo que ha visto. También aparecen cambios mentales. Ése fue, de hecho, el primer síntoma claro en la persona que se escindió.

—¿Es el hombre del que me habló? ¿El que se quedó en el pasado?

—Sí —respondió Gordon—. Deckard. Rob Deckard. Era uno de nuestros ex marines. Mucho antes de que detectáramos cambios físicos, se produjeron cambios mentales. Pero no comprendimos hasta más tarde que los errores de transcripción eran la causa.

—¿Qué clase de cambios mentales?

—Por naturaleza, Rob era un hombre alegre, buen atleta, con un extraordinario don de lenguas. Se sentaba a tomarse una cerveza con un extranjero, y al final de la cerveza ya había empezado a asimilar el otro idioma. Una expresión aquí, una frase allá. Y empezaba a hablar sin mayor problema. Siempre con un acento impecable. Al cabo de unas semanas, hablaba como un nativo. En el ejército descubrieron sus aptitudes, y lo enviaron a una de sus escuelas de idiomas. Pero con el paso del tiempo Rob, a medida que acumuló errores de transcripción, dejó de ser una persona alegre. Se convirtió en un ser despreciable —afirmó Gordon—. Verdaderamente despreciable.

—¿Sí?

—Aquí dio una paliza a uno de los guardias de seguridad de la entrada, y simplemente porque el guardia tardó demasiado en verificar su identidad. Y casi mató a un hombre en un bar de Albuquerque. Entonces llegamos a la conclusión de que Deckard padecía lesiones irreversibles en el cerebro, y que no sólo no mejoraría, sino que probablemente empeoraría.

De regreso en la sala de control, encontraron a Kramer encorvada ante el monitor, observando la pantalla, que mostraba fluctuaciones de campo. Eran cada vez más pronunciadas. Y los técnicos decían que volvían tres personas como mínimo, y quizá cuatro o cinco. A juzgar por su expresión, era obvio que Kramer estaba en un dilema; quería verlos volver a todos.

—Sigo pensando que el ordenador se equivoca, y que los paneles resistirán —declaró Gordon—. Y al menos podríamos llenar los contenedores y comprobar si aguantan.

Kramer asintió con la cabeza.

—Sí, podemos intentarlo. Pero incluso si no se rompen al llenarlos, no existe ninguna garantía de que no revienten al cabo de un rato, en medio de la operación de tránsito. Y eso sería catastrófico.

Stern se movió inquieto en la silla. Algo le rondaba en el fondo de la mente. Cuando Kramer dijo «revienten», volvieron a desfilar por su cerebro imágenes de automóviles, sucediéndose del mismo modo que antes: coches de carreras, grandes neumáticos de camiones, el hombre de Michelin, un enorme clavo en la carretera y un neumático pasando sobre él.

Reventón.

Los contenedores de agua reventarían. Los neumáticos reventarían. ¿Qué pasaba con los reventones?

—Para salir de dudas —dijo Kramer—, necesitamos reforzar los contenedores.

—Sí, pero ya hemos analizado las posibilidades —respondió Gordon—. No hay manera de reforzarlos.

Stern suspiró.

—¿Cuánto tiempo falta?

—Cincuenta y un minutos —contestó el técnico.