05.19.55

Con los ojos cerrados, Kate esperó a que cayera el hacha. Junto a ella, el caballero resoplaba y gruñía, con la respiración acelerada, cada vez más excitado antes de asestar el golpe mortal…

De pronto quedó en silencio.

Kate notó que el caballero giraba el pie con que le oprimía la espalda para mantenerla inmóvil sobre el tajo.

El caballero se había vuelto a mirar en otra dirección.

El hacha golpeó el tajo, a sólo unos centímetros de su cara. Pero simplemente lo había apoyado mientras observaba algo detrás de él. Empezó a gruñir de nuevo, ahora colérico.

Kate intentó ver qué miraba el caballero, pero la hoja del hacha se lo impedía.

Oyó pasos detrás de ella.

Había allí alguien más.

El hacha ascendió otra vez, pero en esta ocasión el caballero le retiró el pie de la espalda. Kate se apartó del tajo al instante y vio a Chris a sólo unos metros de distancia, empuñando la espada que se le había caído a ella.

—¡Chris!

Chris sonreía con los dientes apretados. Estaba aterrorizado, y Kate lo advirtió. Miraba fijamente al caballero verde. Con un bramido, el caballero giró, y el hacha zumbó en el aire. Chris alzó la espada para detener el golpe. Con el impacto, saltaron chispas del metal. Los dos hombres se movían en círculo, cara a cara. El caballero descargó otro hachazo, y Chris brincó hacia atrás para esquivarlo, dio un traspié y cayó de espaldas. Se levantó rápidamente justo en el instante en que el hacha se hundía entre la hierba. Kate revolvió el contenido de su bolsa y encontró el bote de gas. Aquel extraño objeto del futuro se le antojó de pronto ridículamente pequeño y ligero, pero no tenía otra cosa.

—Chris!

Situándose detrás del caballero verde, alzó el aerosol para que Chris lo viera. Él asintió distraídamente mientras esquivaba los golpes del caballero. Kate notó que empezaba a cansarse, perdía terreno ante las continuas embestidas del caballero verde.

Kate no tenía elección: tomó carrerilla, saltó y cayó a horcajadas sobre la espalda del caballero. Éste lanzó un gruñido de sorpresa. Kate se aferró a él, acercó el aerosol a la parte frontal del yelmo y lo roció a través de la ranura. El caballero tosió y se estremeció. Kate apretó de nuevo el pulsador del aerosol, y el caballero empezó a tambalearse. Kate se descolgó de su espalda y gritó:

—¡Hazlo, ahora!

Chris, rodilla en tierra, intentaba recobrar el aliento. El caballero verde seguía en pie, pero apenas mantenía el equilibrio. Chris se aproximó despacio y lo hirió en el costado, entre las placas de la armadura. El caballero lanzó un rugido de furia y se desplomó de espaldas.

Chris se plantó de inmediato sobre él. Tras cortarle los cordones del yelmo, se lo quitó con el pie. Kate contempló el rostro del caballero verde —la melena desgreñada, la barba apelmazada, la mirada de loco— mientras Chris alzaba la espada y le seccionaba la cabeza.

Algo falló.

La hoja de la espada cayó, topó contra el hueso, y allí se quedó atascada, hundida en el cuello. El caballero seguía vivo, mirando ferozmente a Chris, moviendo los labios.

Chris trató de retirar la espada, pero estaba atrapada en la garganta del caballero. Mientras forcejeaba por desclavarla, el caballero levantó la mano izquierda y lo agarró por el hombro. Poseía una fuerza extraordinaria, demoníaca, y tiró de Chris hasta que sus rostros se hallaron a sólo unos centímetros de distancia. Tenía los ojos inyectados en sangre. Los dientes podridos y rotos. En su barba, entre restos amarillentos de comida, bullían los piojos. Olía a podrido.

Chris sintió náuseas. Notaba en la cara el aliento tibio y fétido de aquel hombre. Con un supremo esfuerzo, logró ponerle el pie en el rostro y erguirse, zafándose de él. Simultáneamente, consiguió desprender la espada, y la levantó para golpear de nuevo.

Pero en ese momento vio que el caballero tenía los ojos en blanco y la mandíbula caída. Ya estaba muerto. Las moscas empezaron a zumbar en torno a su cara.

Chris se desplomó, sentándose en la hierba para recobrar el aliento. Lo asoló una profunda sensación de asco y comenzó a temblar sin control. Le castañeteaban los dientes.

Kate le apoyó la mano en el hombro y dijo:

—Mi héroe.

Chris apenas la oyó. Permaneció en silencio. Pero finalmente dejó de temblar y se puso en pie.

—Me alegro de verte —dijo Kate.

Chris asintió con la cabeza y sonrió.

—He venido por el camino más fácil.

Chris había conseguido frenar su descenso por el barro. Con grandes apuros, trepó pendiente arriba. Luego retrocedió hasta el cruce y bajó por el otro sendero, que lo llevó al pie de la cascada. Y allí encontró a Kate a punto de ser decapitada.

—El resto ya lo conoces —añadió Chris, apoyado en la espada. Miró al cielo. Ya oscurecía—. ¿Cuánto tiempo debe de quedarnos?

—No lo sé. Cuatro o cinco horas.

—Entonces más vale que nos pongamos en marcha.

El techo de la ermita verde se había hundido por varios sitios, y el interior se hallaba en ruinas. Había un pequeño altar, ventanas rotas con marcos góticos, charcos de agua estancada en el suelo. No era fácil ver que aquella ermita había sido en otro tiempo una joya, sus arcos y puertas decorados con elaboradas tallas de madera. Ahora el moho cubría las tallas, casi irreconocibles a causa de la erosión.

Una serpiente negra se escabulló entre las sombras cuando Chris descendió por una escalera de caracol a la cripta. Kate lo siguió más despacio. Allí la oscuridad era mayor, procediendo la única iluminación de las grietas del techo. Sonaba un continuo goteo. En el centro de la cripta vieron un único sarcófago intacto, labrado en piedra negra, y los fragmentos de otros varios. El sarcófago intacto mostraba en la tapa a un caballero con armadura completa. Kate echó un vistazo al rostro del caballero, pero sus facciones eran indistinguibles, erosionadas por el omnipresente moho.

—¿Cómo era la clave? —preguntó Chris—. ¿Algo sobre unos pies de gigante?

—Sí, tal número de pasos de los pies del gigante, o unos pies gigantes.

—Desde los pies del gigante —repitió Chris. Señaló el sarcófago, en el que los pies en relieve del caballero eran poco más de dos muñones redondeados—. ¿Se referirá a esos pies?

Kate frunció el entrecejo.

—No son precisamente gigantes.

—No…

—Probemos, de todos modos —propuso Kate. Se situó al pie del sarcófago, se volvió a la derecha y contó cinco pasos. Allí, se volvió a la izquierda y avanzó cuatro pasos. Se volvió de nuevo a la derecha y dio tres pasos hasta toparse con una pared.

—Parece que no —comentó Chris.

Empezaron a buscar metódicamente. Casi de inmediato, Kate hizo un hallazgo alentador: media docena de antorchas, apiladas en un rincón, en lugar seco. Eran antorchas muy rudimentarias, pero utilizables.

—El pasadizo tiene que estar por aquí, en alguna parte —dijo—. Tiene que estar.

Chris no respondió. Buscaron en silencio durante media hora, retirando el moho de las paredes y el suelo, examinando las tallas carcomidas, intentando localizar en ellas la representación de unos pies de gigante.

—Según el texto del pergamino, ¿los pies estaban dentro de la ermita, o en la ermita en un sentido más amplio?

—No lo sé —contestó Kate—. Me lo leyó André. Él tradujo el texto.

—Porque quizá deberíamos buscar fuera.

—Las antorchas estaban aquí dentro.

—Cierto.

Con creciente frustración, Chris miró alrededor.

—Si Marcelo tomó un punto de referencia para la clave —comentó Kate—, no debió de utilizar un ataúd o un sarcófago, porque éstos podían cambiarse de lugar fácilmente. Debió de utilizar algún elemento fijo. Algo en una pared.

—O en el suelo.

—Sí, o en el suelo —dijo Kate, que se hallaba junto a la pared del fondo, que tenía una pequeña hornacina. Había más en otras paredes, y al principio las tomó por altares, pero eran demasiado pequeñas, y al fijarse mejor, vio restos de cera en la base. Obviamente habían servido para contener velas. En la hornacina situada junto a ella, las superficies interiores estaban primorosamente labradas, advirtió Kate, siendo el motivo central unas alas de ave simétricas. Y el relieve se conservaba en perfecto estado, quizá porque el calor de las velas había impedido crecer el moho.

Simétricas, pensó.

Con súbito entusiasmo, se acercó a la siguiente hornacina. Allí el relieve representaba dos frondosas vides. Pasó a la otra: dos manos unidas en oración. Recorrió toda la cripta, mirando una hornacina tras otra.

En ninguna había unos pies.

Chris trazaba amplios arcos en el suelo con la puntera del zapato para desprender el moho. Entretanto, mascullaba:

—Unos pies grandes, unos pies grandes.

Kate miró a Chris y dijo:

—Francamente, debo de ser idiota.

—¿Por qué?

Kate señaló hacia la puerta, la puerta que habían cruzado al bajar por la escalera. La puerta en la que se adivinaban elaborados relieves, ahora erosionados por el moho.

Sin embargo, aún se distinguía el motivo original del relieve: a derecha e izquierda, se habían labrado una serie de prominencias: cinco en concreto, con la más grande en lo alto y la menor abajo. La prominencia mayor presentaba una especie de concavidad plana en su superficie, que no dejaba lugar a dudas sobre el sentido de la representación.

Cinco dedos de pie a cada lado de la puerta.

—¡Dios mío! —exclamó Chris—. Se refería a la puerta entera.

Kate asintió con la cabeza.

—Pies gigantes.

—¿Por qué representarían una cosa así?

Kate se encogió de hombros.

—A veces usaban imágenes siniestras y demoníacas en las entradas y salidas, para simbolizar la huida o el destierro de los espíritus malignos.

Corrieron hasta la puerta, y Kate dio cinco pasos, luego cuatro y luego nueve. Al final del recorrido, se encontró ante una herrumbrosa argolla de hierro empotrada en la pared. Los dos se entusiasmaron con el hallazgo, pero cuando tiraron de la argolla, se desprendió y rompió en pedazos en sus manos.

—Debemos de haber cometido algún error.

—Cuenta otra vez los pasos.

Kate volvió a la puerta y probó con pasos más cortos. Derecha, izquierda, derecha. Quedó ante una sección distinta de la pared. Pero era una pared lisa, sin ningún rasgo distintivo. Suspiró.

—No lo entiendo, Chris —dijo—. Debemos de equivocarnos en algo. Pero no sé en qué. —Desanimada, alargó el brazo y apoyó la mano en la pared.

—Quizá los pasos sean aún demasiado largos —aventuró Chris.

—O demasiado pequeños.

Chris se acercó a ella.

—Vamos, ya se nos ocurrirá algo.

—¿Tú crees?

—Sí, seguro.

Se separaron de la pared para volver a empezar desde la puerta, y de pronto oyeron un ruido grave a sus espaldas. En el suelo, justo donde ellos estaban un momento antes, una gran piedra se había deslizado. Asomándose al hueco, vieron una escalera descendente. Oyeron un murmullo lejano de agua. Era una abertura negra y siniestra.