09.04.01

Chris despertó al oír el vocerío. Levantó la vista y vio correr a los soldados por el puente del molino en medio de un gran alboroto. Vio a un monje con hábito blanco encaramarse a una ventana del edificio de mayor tamaño, y de pronto advirtió que era Marek, hiriendo a alguien con su espada. A continuación, Marek se descolgó por las enredaderas del muro y a una altura razonable desde donde arriesgarse a saltar, se dejó caer al río. Chris no lo vio salir a la superficie.

Seguía buscándolo con la mirada cuando el molino harinero estalló en medio de un intenso fogonazo y una lluvia de tablas y maderos. Los soldados saltaron por el aire por la fuerza de la explosión y cayeron de las almenas como muñecos de trapo. Cuando el humo y el polvo se disiparon, vio que el molino había desaparecido y en su lugar quedaba sólo un montón de tablones en llamas. Río abajo, flotaban fragmentos de madera y cadáveres de soldados.

Aún no veía a Marek. Tampoco veía a Kate por ninguna parte. Ante él pasó un hábito blanco, arrastrado por la corriente. De pronto le asaltó el angustioso presentimiento de que habían muerto.

Si era así, estaba solo. Arriesgándose a establecer comunicación, conectó el auricular y susurró:

—Kate. André.

No hubo respuesta.

—Kate, ¿estás ahí? ¿André?

No oyó nada por el auricular, ni siquiera el crepitar de estática.

Vio un cuerpo flotar boca abajo en el río y creyó que era Marek. ¿Lo era? Sí, Chris estaba seguro: grande, fuerte, cabello oscuro, camisa de hilo. Chris dejó escapar un gemido. Oyó gritos de soldados junto a la orilla, algo más arriba, y se volvió para ver a qué distancia se hallaban. Cuando miró de nuevo hacia el río, la corriente se llevaba el cuerpo hacia el centro del cauce.

Chris se ocultó de nuevo entre los matorrales y pensó qué debía hacer a continuación.

Kate asomó a la superficie. Flotando de espaldas en el agua, se dejó arrastrar por la corriente. Alrededor, caían vigas de madera astillada como proyectiles. Un agudo dolor en el cuello le dificultaba la respiración, y cada vez que tomaba aire, notaba descargas eléctricas en brazos y piernas. No podía moverse, y pensó que el golpe le había provocado una parálisis, hasta que advirtió que recuperaba gradualmente la movilidad en los dedos de las manos y los pies. El dolor comenzó a remitir, abandonando sus miembros y concentrándose en el cuello, donde seguía siendo intenso. No obstante, le costaba menos respirar y podía ya mover los brazos y las piernas.

Así pues, no era una parálisis. ¿Se habría roto el cuello? Probó a moverlo con cuidado, primero a la izquierda, luego a la derecha. Le dolía mucho, pero no parecía haber fractura. Una gota de un líquido denso le entró en un ojo, enturbiándole la visión. Al enjugárselo, se le mancharon los dedos de sangre. Debía de tener alguna herida en la cabeza. Le ardía la frente. Se la palpó con la palma de la mano, y ésta le quedó teñida de rojo.

Seguía flotando de espalda río abajo. El dolor era aún tan vivo que Kate no se atrevía a darse la vuelta para nadar. Por el momento, era mejor dejarse llevar por la corriente. Se preguntaba por qué no la habían visto los soldados.

Entonces oyó voces procedentes de la orilla, y comprendió que sí la habían visto.

Chris se asomó por encima de los matorrales justo a tiempo de ver pasar a Kate arrastrada por la corriente. Estaba herida; la sangre manaba de su cuero cabelludo y le cubría el lado izquierdo de la cara. Y no se movía. Quizá estuviera paralizada.

Sus miradas se cruzaron por un instante. Kate le sonrió débilmente. Chris sabía que si abandonaba su escondrijo en ese momento, lo capturarían; pero no se lo pensó dos veces. Marek ya no estaba, así que no tenía nada que perder. Dadas las circunstancias, era mejor permanecer juntos hasta el final. Saltó al agua y vadeó hacia Kate. Sólo entonces se dio cuenta de su error.

Estaba al alcance de los arcos de los soldados que aún quedaban en una de las torres del puente. Empezaron a disparar, y las flechas penetraron silbando en el agua.

Casi de inmediato, un caballero con armadura completa se adentró en el río a lomos de su caballo desde el lado de Arnaut. El yelmo le ocultaba el rostro, pero era evidente que no temía a nada, ya que interpuso su cuerpo y su caballo en la trayectoria de las flechas. Su caballo se hundía más y más en el agua a medida que avanzaba, y finalmente comenzó a nadar. Con el agua hasta la cintura, el caballero izó a Kate y la tendió a través sobre la silla como un saco mojado, y luego agarró a Chris del brazo.

Allons! —dijo, volviendo el caballo hacia la orilla.

Kate se deslizó de la silla de montar y bajó a tierra. El caballero dio una orden, y un hombre que enarbolaba un estandarte con listas oblicuas de colores rojo y blanco se acercó corriendo. Tras examinar la herida de Kate, se la limpió, restañó y vendó.

Entretanto, el caballero desmontó, se desató los cordones del yelmo y se descubrió. Era un hombre alto y robusto, sumamente apuesto y bien parecido. Tenía el cabello oscuro y rizado, ojos castaños, labios carnosos y sensuales, y un peculiar brillo en los ojos, como si contemplara con burlona ironía las insensateces de este mundo. Por su tez morena y sus facciones, se habría dicho que era español.

Cuando terminaron de vendar a Kate, el caballero sonrió, exhibiendo una perfecta dentadura blanca.

—Si me hacéis el gran honor de acompañarme —dijo, y los llevó al monasterio y, una vez allí, a la iglesia.

Junto a la puerta lateral de la iglesia, había un grupo de soldados, algunos de pie y otros a caballo, con el estandarte verde y negro de Arnaut de Cervole.

Cuando se aproximaban a la iglesia, los soldados hacían reverencias al caballero y decían: «Mi señor… Mi señor…».

Detrás de él, Chris dio un codazo a Kate.

—Es él.

—¿Quién?

—Arnaut.

—¿Ese caballero? No es posible.

—Fíjate en la actitud de los soldados al verlo.

—Así pues, Arnaut nos ha salvado la vida —concluyó Kate.

La ironía de aquello no pasó inadvertida a Chris. En los tratados de historia medieval escritos en el siglo XX, siempre se presentaba a sir Oliver casi como un santo-soldado, en tanto que Cervole aparecía como un personaje siniestro, «uno de los grandes malhechores de su tiempo», en palabras de un historiador. Sin embargo, por lo que podía verse, la verdad contradecía a los textos de historia. Oliver era un despreciable granuja, y Cervole un gallardo modelo de comportamiento caballeresco… a quien ahora le debían la vida.

—¿Y André? —preguntó Kate.

Chris movió la cabeza en un gesto de negación.

—¿Estás seguro?

—Creo que sí. Me pareció verlo en el río.

Kate guardó silencio.

Frente a la iglesia de Sainte-Mère, largas filas de hombres maniatados guardaban turno para entrar. En su mayoría, eran soldados de Oliver, vestidos de marrón y gris, pero había también unos cuantos campesinos con tosca indumentaria. Chris calculó que en total ascendían a cuarenta o cincuenta. Cuando pasaron junto a ellos, les lanzaron hoscas miradas. Algunos estaban heridos, y todos parecían extenuados.

Uno de ellos, un soldado de marrón, comentó a otro en tono sarcástico:

—Ahí va el noble bastardo de Narbona, el que se ocupa del trabajo demasiado sucio incluso para Arnaut.

Chris intentaba aún interpretar sus palabras cuando el apuesto caballero se volvió bruscamente.

—¿Cómo dices? —preguntó con voz estentórea, y al instante agarró al hombre por el pelo, le echó atrás la cabeza y, usando la otra mano, lo degolló con una daga.

La sangre salió a borbotones de la garganta del soldado y empapó su pecho. El hombre permaneció en pie por un momento, emitiendo un sonido gutural.

—Has pronunciado tu último insulto —dijo el apuesto caballero, y se quedó ante el soldado, viendo brotar la sangre, sonriendo mientras los ojos de su víctima se desorbitaban de terror.

El soldado siguió de pie. A Chris se le antojó que la escena duraba una eternidad, pero debió de prolongarse durante treinta o cuarenta segundos. El apuesto caballero se limitó a observar en silencio, inmóvil, la sonrisa fija en sus labios.

Por fin, el hombre cayó de rodillas y agachó la cabeza, como si rezase. Con parsimonia, el caballero apoyó un pie bajo el mentón del hombre y lo empujó hacia atrás. Luego observó los últimos estertores del soldado, que continuaron otro minuto poco más o menos. Finalmente expiró.

El apuesto caballero se agachó para enjugar la hoja de la daga en las calzas del cadáver y limpiarse el zapato ensangrentado con su sayo. Después se irguió y, mirando a Chris y Kate, inclinó la cabeza.

Y entraron en la iglesia de Sainte-Mère.

El humo oscurecía aún el interior de la iglesia. La nave era un espacio amplio y despejado; tendrían que pasar aún otros doscientos años hasta que los bancos se convirtieran en un elemento habitual de las iglesias. Chris y Kate se quedaron al fondo, acompañados por el apuesto caballero, que por lo visto no tenía inconveniente en esperar. A un lado vieron cuchichear a un apretado corrillo de soldados.

Un caballero solitario con armadura oraba de rodillas en el centro de la iglesia.

Chris se volvió para mirar a los soldados, enzarzados en una acalorada discusión a juzgar por sus vehementes susurros. Pero no imaginó cuál podía ser el motivo de la disputa.

Mientras aguardaban, Chris notó un goteo en el hombro. Alzó la vista y vio a un hombre ahorcado justo encima de él, girando lentamente en el extremo de la soga. Una de sus piernas chorreaba orina. Chris se apartó de la pared y vio media docena de cuerpos maniatados que colgaban de la balaustrada de la galería. Tres llevaban el sobreveste rojo de Oliver, dos parecían campesinos, y el último vestía un hábito blanco de monje. Dos hombres sentados en el suelo observaban en silencio mientras arriba ataban más cuerdas; mantenían una actitud pasiva, aparentemente resignados a su destino.

En el centro de la iglesia, el hombre de la armadura se santiguó y se puso en pie. En ese momento el apuesto caballero anunció:

—Mi señor Arnaut, aquí tenéis a los ayudantes.

—¿Eh? ¿Qué decís? ¿Los ayudantes? —El caballero se volvió. Arnaut de Cervole era un hombre enjuto de unos treinta y cinco años, con un rostro alargado y desagradable de expresión maliciosa. A causa de un tic facial, contraía continuamente la nariz como una rata husmeando. Tenía la armadura salpicada de sangre. Los miró con semblante aburrido—. ¿Habéis dicho ayudantes, Raimondo?

—Sí, mi señor. Los ayudantes del maestro Edwardus.

—Ah. —Arnaut se paseó en torno a ellos—. ¿Por qué están mojados?

—Los hemos sacado del río, mi señor —respondió Raimondo—. Estaban en el molino y escaparon en el último momento.

—¿Ah, sí? —La expresión de aburrimiento desapareció en el acto del rostro de Arnaut, y un destello de interés asomó a sus ojos—. ¿Y cómo habéis destruido el molino si puede saberse?

Chris se aclaró la garganta y dijo:

—Mí señor, no hemos sido nosotros.

—¿Cómo? —Arnaut frunció el entrecejo y miró al otro caballero—. ¿Qué lengua es ésa? Me resulta ininteligible.

—Son irlandeses, mi señor, o quizá de las Hébridas.

—Ah. No son ingleses, pues. Eso habla en su favor. —Arnaut dio otra vuelta alrededor y luego escrutó sus rostros—. ¿Me comprendéis?

—Sí, mi señor —contestó Chris, y por lo visto Arnaut lo comprendió.

—¿Sois ingleses?

—No, mi señor.

—Ciertamente no lo parecéis. No se os ve hechos para la guerra. —Observó a Kate—. Ése tiene la lozanía de una doncella. Y éste… —Apretó los bíceps de Chris—. Éste es secretario o escribiente. Salta a la vista que no es inglés. —Arnaut, contrayendo la nariz, movió la cabeza en un gesto de negación—. Porque los ingleses son un pueblo salvaje. —Su voz resonó en la iglesia humeante—. ¿Estáis de acuerdo?

—Lo estamos, mi señor —respondió Chris.

—Los ingleses sólo conocen una forma de vida: el descontento permanente y el conflicto continuo. Una y otra vez asesinan a sus reyes; es una de sus salvajes costumbres. Nuestros hermanos normandos los conquistaron e intentaron enseñarles hábitos civilizados, pero fracasaron, como no podía ser de otro modo. La barbarie está hondamente arraigada en la sangre sajona. Los ingleses encuentran placer en la destrucción, la muerte y la tortura. No satisfechos con luchar entre ellos en su isla fría e inhóspita, traen sus ejércitos aquí, a estas tierras pacíficas y prósperas, y siembran el caos en la población. ¿Estáis de acuerdo?

Kate asintió e hizo una reverencia.

—Así ha de ser —dijo Arnaut—. Su crueldad no tiene límites. ¿Habéis oído hablar de su antiguo rey? ¿El segundo Eduardo? ¿Sabéis cómo decidieron asesinarlo? Con un atizador al rojo vivo. ¡Y eso, a un rey! No ha de sorprendernos que traten aún con mayor crueldad a nuestras gentes. —Se paseó de un lado a otro. Al cabo de un momento, se volvió de nuevo hacia ellos—. Y el hombre que asumió después el poder, Hugo Despenser, fue también asesinado a su debido tiempo, según la tradición inglesa. ¿Y sabéis cómo? Lo ataron a una escalerilla en una plaza pública, le cortaron las partes pudendas, y las quemaron ante su cara. ¡Y eso antes de decapitarlo! ¿Qué? Charmant, ¿no?

Una vez más los miró, solicitando su conformidad, y una vez más Chris y Kate asintieron.

—Y ahora el nuevo rey, Eduardo III, ha aprendido la lección de sus predecesores: que debe mantener a perpetuidad una guerra, o arriesgarse a morir a manos de sus propios súbditos. Y en consecuencia él y su ruin hijo, el Príncipe de Gales, traen sus barbáricas costumbres a Francia, un país que no conocía la guerra salvaje hasta que ellos vinieron a nuestro territorio con sus chevauchées, asesinaron a nuestros plebeyos, violaron a nuestras mujeres, sacrificaron a nuestros animales, quemaron nuestras cosechas, destruyeron nuestras ciudades y pusieron fin a nuestro comercio. ¿Para qué? Para que los ingleses con instinto sanguinario permanezcan ocupados en el extranjero. Para que puedan robar fortunas a un país más respetable. Para que todas las damas inglesas puedan servir a sus invitados en platos franceses. Para que puedan creerse honorables caballeros cuando su mayor prueba de valor es matar niños a hachazos. —Arnaut interrumpió su diatriba y clavó en ellos una mirada de recelo—. Y por eso no entiendo que os hayáis unido al bando del canalla inglés, Oliver.

—Eso no es cierto, mi señor —se apresuró a decir Chris.

—No soy un hombre paciente. Admitid la verdad: ayudáis a Oliver, puesto que vuestro maestro está a su servicio.

—No, mi señor. Oliver se llevó al maestro contra su voluntad.

—Contra… su… —Arnaut alzó las manos en un gesto de enfado—. ¿Quién puede traducirme lo que dice este tunante empapado de agua?

El apuesto caballero se adelantó.

—Hablo un correcto inglés —afirmó. Dirigiéndose a Chris, dijo—: Repetid.

Chris se detuvo a pensar antes de responder.

—El maestro Edwardus…

—Sí…

—… está prisionero.

Priz-un-ner? —El apuesto caballero arrugó la frente, desconcertado—. Pris-ouner?

Chris tuvo la impresión de que el inglés del caballero no era tan correcto como él creía. Decidió poner otra vez a prueba su latín, por limitado y arcaico que fuera.

Est in carcere… captus… herit captus est de coenobio sanctae Mariae. —Esperaba haber dicho: «Fue capturado en Sainte-Mère ayer por la mañana».

El caballero enarcó las cejas.

Invite? —«¿Contra su voluntad?».

—Verdad es, mi señor.

Mirando a Arnaut, el caballero explicó:

—Dicen que ayer se llevaron al maestro Edwardus del monasterio contra su voluntad, y que ahora Oliver lo tiene preso.

Arnaut se volvió al instante hacia ellos con mirada escrutadora. Con voz grave y amenazadora, preguntó:

Sed vos non capti estis. Nonne? —«Pero ¿a vosotros no os capturaron?».

Chris volvió a pensar la respuesta.

—Ah, hui…

Out?

—No, no, mi señor —se apresuró a rectificar Chris—. Esto… non. Huimos… escapamos. Esto…, ef… effugi… i… mus. Effugimus. —¿Era ésa la palabra correcta? Sudaba a causa de la tensión.

Al parecer, si no era la palabra correcta, como mínimo se aproximaba, ya que el apuesto caballero asintió con la cabeza.

—Dicen que escaparon.

—¿Escaparon? ¿De dónde?

Ex Castelgard heri… —respondió Chris.

—¿Escapasteis ayer de Castelgard?

Etian, mi domine. —«Sí, mi señor».

Arnaut lo miró fijamente y en silencio durante un largo rato. En la galería, acababan de poner la soga al cuello a los dos reos, y los empujaron. La caída no bastó para romperles el cuello, y quedaron allí suspendidos, retorciéndose y emitiendo un ahogado gorgoteo mientras morían lentamente.

Arnaut alzó la vista como si le molestara verse interrumpido por sus agónicos quejidos.

—Aún nos quedan sogas —dijo, mirando de nuevo a Chris y Kate—. De un modo u otro, os arrancaré la verdad.

—Verdad es lo que os digo, mi señor.

Arnaut se dio media vuelta.

—¿Hablasteis con el monje Marcelo antes de morir?

—¿Marcelo? —Chris hizo lo posible por mostrarse confuso—. ¿Marcelo, mi señor?

—Sí, sí. Marcelo. Cognovistine fratrem Marcellum? —«¿Conocéis al hermano Marcelo?».

—No, mi señor.

Transitum ad Roccam cognitum habesne? —Para eso, Chris no necesitó esperar a la traducción: «¿Conocéis el pasadizo que lleva a La Roque?».

—El pasadizo… transitum… —Chris se encogió de hombros, fingiendo ignorancia—. ¿El pasadizo?… ¿A La Roque? No, mi señor.

Arnaut lo miró con franco escepticismo.

—Por lo que se ve, no sabéis nada. —Los miró atentamente, arrugando la nariz, como si los olfateara—. No me inspiráis confianza. A decir verdad, creo que mentís.

Se volvió hacia el apuesto caballero.

—Colgad a uno, y así el otro hablará —ordenó.

—¿A quién, mi señor?

—A ése —dijo Arnaut, señalando a Chris. Mirando a Kate, le pellizcó la mejilla y la acarició—. Porque este muchacho rubio me enternece. Lo recibiré en mi tienda esta noche. Sería un desperdicio matarlo antes.

—Muy bien, mi señor.

Alzando la voz, el apuesto caballero dio una orden, y los hombres de la galería empezaron a atar otra soga a la balaustrada. Otros hombres sujetaron a Chris por los brazos y le amarraron rápidamente las muñecas detrás de la espalda.

¡Dios mío, van a hacerlo!, pensó Chris. Se volvió hacia Kate, que lo miraba con los ojos desorbitados en una expresión de terror. Los hombres tiraron de Chris para llevárselo.

—Mi señor —dijo entonces una voz desde el lateral de la iglesia—, con vuestra licencia.

El apretado corrillo de soldados se separó, y apareció lady Claire.

—Mi señor —dijo Claire—, desearía hablar un momento en privado con vos, os lo ruego.

—¿Eh? Sí, naturalmente, como gustéis.

Arnaut se acercó a Claire, y ella le susurró al oído. Él, en silencio, se encogió de hombros. Claire volvió a susurrarle, con mayor vehemencia.

—¿Y de qué servirá eso? —preguntó Arnaut al cabo de un momento.

Más susurros. Chris no oía nada.

—Mi buena señora, he tomado ya una decisión —declaró Arnaut.

Aún más susurros.

Por fin, moviendo la cabeza en un gesto de duda, Arnaut se aproximó de nuevo a ellos.

—Esta dama me pide un salvoconducto para viajar a Burdeos. Dice que os conoce, y que sois hombres honrados. —Hizo una pausa—. Dice que debería dejaros en libertad.

—Sólo si os place, mi señor. Pues es sabido que los ingleses matan indiscriminadamente, y no así los franceses. Los franceses hacen gala de la misericordia que se desprende de la inteligencia y las buenas maneras.

—Bien decís —convino Arnaut—. Es cierto que los franceses son hombres civilizados. Y si estos dos nada saben del hermano Marcelo y el pasadizo, nada más necesito de ellos. Y ordeno, pues, que les proporcionéis caballos y comida y les permitáis que sigan su camino. Es mi deseo estar a bien con vuestro maestro Edwardus, así que presentadle mis respetos, y quiera Dios que regreséis sanos y salvos a su lado. Y ahora partid.

Lady Claire hizo una reverencia.

Chris y Kate hicieron una reverencia.

El apuesto caballero cortó las ataduras de Chris y los condujo hacia la puerta. Chris y Kate quedaron tan estupefactos por aquel giro en los acontecimientos que no despegaron los labios en el camino de regreso al río. Chris temblaba y tenía una sensación de mareo. Kate se frotaba la cara como si tratara de despabilarse.

Finalmente, el caballero dijo:

—Le debéis la vida a una dama perspicaz.

—Ciertamente… —respondió Chris.

El apuesto caballero esbozó una parca sonrisa.

—El cielo os sonríe —declaró, al parecer no muy contento de que así fuera.

En el río, la situación había cambiado totalmente. Los hombres de Arnaut habían tomado el puente del molino, en cuyas almenas ondeaba ahora el estandarte verde y negro. Los caballeros de Arnaut, a lomos de sus monturas, se alineaban en ambas orillas del Dordogne. Y una columna de hombres y pertrechos marchaba por el camino rumbo a La Roque en medio de una nube de polvo. Iban hombres con carromatos cargados de provisiones, carretas con mujeres de charla, niños en desorden, y más carromatos para el transporte de enormes maderos: gigantescas catapultas desmontadas con las que arrojar piedras y brea ardiente por encima de las murallas del castillo.

El caballero les había encontrado un par de caballos, dos jamelgos con las marcas del yugo del arado en el cuello. Una vez montados, el caballero, a pie, tiró de las riendas y los llevó hasta el puesto de control.

Chris volvió la vista al oír un súbito revuelo en el río. Una docena de hombres hundidos hasta las rodillas en el agua forcejeaban con un cañón de retrocarga, hecho de hierro colado y provisto de un bloque de madera a modo de soporte. Chris lo contempló fascinado. En el siglo XX no se conservaba —ni se había descrito siquiera— ningún cañón tan antiguo.

Los historiadores sabían que en la época se habían utilizado primitivas formas de artillería; los arqueólogos habían extraído balas de cañón en las excavaciones realizadas en el escenario de la batalla de Poitiers. Pero se creía que los cañones eran poco comunes y tenían una finalidad básicamente decorativa, como elemento de prestigio. Pero observando a aquellos hombres mientras trataban de sacar el cilindro del río y cargarlo de nuevo en el carromato, Chris llegó a la conclusión de que el rescate de una pieza meramente simbólica nunca habría justificado semejante esfuerzo. Era un cañón pesado y entorpecía el avance de todo el ejército, que sin duda planeaba apostarse frente a las murallas de La Roque antes del anochecer. No había, pues, razón alguna para recuperar el cañón con tal urgencia, en lugar de volver a por él más tarde, a menos que fuera una pieza importante en el ataque.

Pero ¿cuál era su utilidad?, se preguntó Chris. Las murallas de La Roque tenían tres metros de espesor. Era imposible que una bala de cañón las traspasara.

El apuesto caballero, tras unas breves palabras de despedida, dijo:

—Id en paz y en gracia de Dios.

—Dios os bendiga y os conceda descendencia —respondió Chris, y el caballero palmeó a los caballos en la grupa, y emprendieron la marcha hacia La Roque.

En el camino, Kate informó a Chris acerca de su hallazgo en la habitación de Marcelo, y de la ermita verde.

—¿Sabes dónde está esa ermita? —preguntó Chris.

—Sí. La vi señalada en los planos topográficos del proyecto. Está a poco menos de un kilómetro al este de La Roque. Un sendero atraviesa el bosque hasta allí.

Chris dejó escapar un suspiro.

—Así que sabemos dónde se encuentra el pasadizo —dijo— pero André tenía la oblea de cerámica, y ahora está muerto, lo cual significa que de todos modos no podremos volver.

—No, la tengo yo —contestó Kate.

—¿La tienes tú?

—Me la ha dado André, en el puente. Creo que era consciente de que no saldría vivo de allí. Podría haberse echado a correr y salvarse, pero no lo hizo. Se quedó y me salvó a mí.

Kate empezó a llorar con sollozos ahogados.

Chris guardó silencio. Recordaba los jocosos comentarios que provocaba el fervor de Marek entre los estudiantes de postgrado —«¿Os imagináis? ¡Se cree realmente todas esas gilipolleces sobre los caballeros!»—, así como la generalizada sospecha de que su comportamiento era una especie de extravagante pose. Un papel que interpretaba, una afectación. Porque en el siglo XX no podía esperarse que los demás aceptaran que uno creía en el honor y la verdad, y la pureza de cuerpo, la defensa de las mujeres, la inviolabilidad del verdadero amor, y todo eso.

Pero, por lo visto, André creía realmente en ello.

Avanzaron a través de un paisaje digno de una pesadilla. El polvo y el humo oscurecían el sol. Aquélla era una zona de viñedos, pero todas las vides estaban quemadas, reducidas a pequeñas y nudosas cepas todavía humeantes. Los vergeles presentaban igual grado de devastación, meros grupos de árboles negros y esqueléticos. Todo había sido pasto de las llamas.

Alrededor, oían los lamentos de los soldados heridos. Muchos soldados en retirada habían caído al lado mismo del camino. Algunos aún respiraban; otros tenían ya el color ceniciento de la muerte.

Chris se había detenido a coger las armas de uno de los cadáveres, y en ese momento, cerca de él, un soldado levantó la mano y rogó lastimeramente:

Secors, secors!

Chris se acercó a él. Tenía una flecha hundida en el abdomen y otra en el pecho. Contaba poco más de veinte años, y parecía consciente de que le había llegado la hora de la muerte. Tendido de espaldas, clavó en Chris una mirada suplicante y pronunció unas palabras ininteligibles para él. Finalmente, el soldado se señaló la boca y dijo:

Aquam. Da mihi aquam.

Tenía sed; quería agua. Chris se encogió de hombros en un gesto de impotencia. No podía ofrecerle agua. El hombre lo miró con ira, hizo una mueca de dolor, cerró los ojos y volvió la cabeza. Chris se alejó. Más adelante, cuando pasaban junto a hombres que pedían auxilio, seguían sin detenerse. No había nada que hacer.

Veían La Roque a lo lejos, alta e inexpugnable sobre los despeñaderos del Dordogne. Y llegarían a la fortaleza en menos de una hora.

En un rincón oscuro de la iglesia de Sainte-Mère, el apuesto caballero ayudó a André Marek a levantarse y dijo:

—Vuestros amigos han partido.

Marek tosió y se sujetó al brazo del caballero al notar una punzada de dolor en la pierna. El apuesto caballero sonrió. Había capturado a Marek poco después de la explosión del molino.

Al escapar por la ventana de la fragua, Marek tuvo la suerte de caer en un profundo pozo del río, gracias a lo cual salió ileso. Y cuando asomó de nuevo a la superficie, estaba aún bajo el puente. El pozo producía un remolino que impidió que la corriente lo arrastrara aguas abajo.

A continuación, Marek se despojó del hábito y lo tiró al río. Justo entonces estalló el molino harinero, y volaron tablas y cuerpos en todas direcciones. Un soldado cayó al agua cerca de él y empezó a girar en el remolino. Marek trepó a la orilla, y un apuesto caballero le puso la punta de su espada en la garganta y, con una seña, le indicó que siguiera adelante. Marek vestía aún los colores marrón y gris de Oliver, y comenzó a farfullar en occitano, declarando su inocencia y rogando misericordia. El caballero se limitó a responder:

—Callad. Os he visto.

Había visto salir a Marek por la ventana y desprenderse del hábito. A continuación, lo llevó a la iglesia, donde encontró a Claire y Arnaut. El Arcipreste estaba de un humor hosco y peligroso, pero Claire tenía, al parecer, cierta influencia sobre él. Fue Claire quien ordenó a Marek permanecer en silencio en la oscuridad cuando entraron Kate y Chris.

—Si Arnaut puede indisponeros a vos contra los otros dos, quizá perdone la vida a vuestros amigos. Si os presentáis los tres unidos ante él, se enfurecerá y os hará matar a todos.

Claire orquestó los acontecimientos posteriores. Y el resultado había sido más que aceptable.

Hasta el momento.

Ahora Arnaut lo observaba con manifiesto escepticismo.

—¿Vuestros amigos conocen, pues, el acceso al pasadizo?

—Sí —contestó Marek—. Os lo juro.

—Cogiéndome a vuestra palabra, les he perdonado la vida —dijo Arnaut—. A vuestra palabra y a la de esta dama que responde por vos. —Inclinó levemente la cabeza en dirección a lady Claire, que dejó asomar una fugaz sonrisa a sus labios.

—Mi señor, habéis obrado sabiamente —afirmó Claire—, porque ahorcar a un hombre puede aligerar la lengua de su amigo. Pero con igual frecuencia ocurre que el amigo se reafirma en su resolución y prefiere llevarse el secreto a la tumba. Y en este caso el secreto es de tal importancia que conviene más a mi señor saber que lo tiene bien atado.

—Así pues, seguiremos a esos dos y veremos adónde nos llevan. —Señaló a Marek con el mentón—. Raimondo, buscadle una montura a este pobre hombre y asignadle como escolta a dos de vuestros mejores chevaliers. Vos podéis seguirlos a distancia.

El apuesto caballero saludó a su señor con una reverencia y contestó:

—Mi señor, si dais vuestra licencia, lo acompañaré yo mismo.

—Hacedlo —concedió Arnaut—, pues podríamos llevarnos aún alguna sorpresa en este asunto. —Dirigió una expresiva mirada al caballero.

Entretanto, lady Claire se había acercado a Marek y le sostenía una mano afectuosamente entre las suyas. Marek notó algo frío entre los dedos de ella, y enseguida se dio cuenta de que era una pequeña daga, de apenas diez centímetros de largo.

—Mi señora, estoy en deuda con vos —dijo Marek.

—Siendo así, caballero, haced lo posible por pagar esa deuda —respondió ella, mirándolo a los ojos.

—Lo haré, a Dios pongo por testigo. —Ocultó la daga bajo la ropa.

—Y yo rogaré a Dios por vos, caballero —contestó Claire. Inclinándose, le dio un casto beso en la mejilla, y a la vez susurró—: Os escoltará Raimondo de Narbona. Le gusta cortar gargantas. Cuando conozca el secreto, llevad cuidado de que no corte la vuestra y las de vuestros amigos. —Sonriendo, se retiró.

—Mi señora, sois muy bondadosa —dijo Marek—. Tomaré muy en consideración vuestros deseos.

—Buen caballero, que Dios os asista y vele por vos en todo momento.

—Mi señora, no os apartaré de mi pensamiento.

—Buen caballero, querría…

—Basta, basta —los interrumpió Arnaut con tono airado. Volviéndose a Raimondo, dijo—. Id ya, Raimondo, porque esta efusión de sentimientos me revuelve el estómago.

—Mi señor.

El apuesto caballero inclinó la cabeza respetuosamente y guio a Marek hacia la puerta y la luz del sol.