09.10.23

Lo único que les quedaba por hacer, pensó Kate, era salir vivos del molino. Marek se asomó por la puerta con cautela y observó a los soldados que registraban la fragua. Kate se acercó a él.

Contó nueve soldados. Más De Kere. Diez hombres en total.

Diez contra dos.

Los soldados no registraban ya con tanto detenimiento. Algunos cruzaban miradas por encima de los martinetes y se encogían de hombros, como diciendo: ¿No hemos terminado ya? ¿Qué sentido tiene seguir buscando?

Era obvio que sería imposible salir inadvertidos.

Marek señaló la escalera que subía a la rampa.

—Ve derecha a la escalera y sal de aquí —dijo—. Yo te cubriré. Luego nos reuniremos río abajo, en la orilla norte. ¿Entendido?

Kate miró a los soldados.

—Son diez contra uno. Me quedo —respondió Kate.

—No. Uno de los dos tiene que salir de aquí. Puedo arreglármelas solo. Márchate. —Marek se metió la mano en el bolsillo—. Y llévate esto. —Le tendió la oblea de cerámica.

Kate sintió un escalofrío.

—¿Por qué, André?

—Llévatelo.

Y salieron de la habitación. Kate se encaminó hacia la escalera, volviendo por donde habían llegado. Marek cruzó la fragua en dirección a la ventana, con vistas al río.

Kate se hallaba a media escalera cuando oyó un grito. Desde todos los rincones de la fragua, los soldados corrían hacia Marek, que, echándose atrás la cogulla, se había descubierto la cabeza y luchaba ya con uno de ellos.

Kate no vaciló. Sacando el carcaj de debajo del hábito, encocó la primera flecha y tensó el arco. Recordó las instrucciones de Marek: «Para matar a un hombre…». En su momento, había encontrado cómico el comentario.

Un soldado la señaló y dio la voz de alarma. Kate le disparó. La flecha hirió al soldado en el cuello, cerca del hombro. El hombre se tambaleó y tropezó con un fogón, cayendo de espaldas sobre las brasas. Junto a él, un segundo soldado retrocedía para ponerse a cubierto cuando Kate le acertó de pleno en el pecho. Muerto en el acto, se desplomó.

Quedaban ocho.

Marek peleaba con tres a la vez, incluido De Kere. Las espadas entrechocaban mientras los hombres sorteaban los martinetes en movimiento y saltaban por encima de las levas giratorias. Marek había matado ya a un soldado, que yacía detrás de él.

Quedaban siete.

Pero de pronto vio que el soldado caído detrás de Marek se ponía en pie. Había fingido estar muerto, y se acercaba a Marek con cautela, dispuesto a atacarlo por la espalda. Kate encocó otra flecha y tiró. El hombre cayó al suelo, agarrándose el muslo. Estaba sólo herido. Kate le traspasó la cabeza con otra flecha antes de que se levantara.

Se disponía a coger una nueva flecha cuando vio que De Kere abandonaba la lucha contra Marek y corría hacia ella escalera arriba a sorprendente velocidad.

A tientas, Kate sacó otra flecha del carcaj, la encocó y disparó contra De Kere. Pero, con la precipitación, erró el tiro. De Kere se aproximaba rápidamente.

Kate soltó el arco y la flecha y corrió hacia la puerta.

Mientras corría por la rampa en dirección al molino, echaba vistazos al río. En todas partes veía piedras bajo la superficie del agua espumosa. No había profundidad suficiente para saltar. Tendría que salir por donde había entrado. A su espalda, De Kere vociferaba. Frente a ella, desde las almenas de la torre de vigilancia, un grupo de arqueros se preparaban para tirar.

Cuando las primeras flechas surcaron el aire, Kate había llegado ya a la puerta del molino harinero. Fuera, De Kere retrocedía, blandiendo el puño y profiriendo gritos contra los arqueros. Una lluvia de flechas cayó en torno a él.

En el piso superior del molino, más soldados arremetían contra la puerta, apuntalada desde dentro con la escalerilla. Kate sabía que la escalerilla no resistiría por mucho tiempo las embestidas. Se acercó a la abertura del suelo y saltó al piso inferior. Con el alboroto, los dos soldados borrachos despertaron y, tambaleándose, con la mirada turbia, se pusieron en pie. Pero Kate no los veía con claridad a causa del polvo amarillo que flotaba en el ambiente.

Ese polvo en el aire fue lo que le dio la idea.

Metió la mano en su bolsa y extrajo uno de los cubos rojos. Iba marcado con el número «60». Tiró del cordón, y lo lanzó a un rincón de la cámara.

Mentalmente, inició la cuenta atrás.

Cincuenta y nueve, cincuenta y ocho.

De Kere se hallaba en ese momento en el piso de arriba, justo encima de Kate, pero se quedó indeciso, temiendo bajar por si ella iba armada. De pronto Kate oyó arriba un gran bullicio de voces y pisadas: los soldados del puesto de guardia había echado abajo la puerta. Debía de haber una docena de hombres, o quizá más.

Con el rabillo del ojo, Kate vio que uno de los soldados borrachos se abalanzaba sobre ella. Kate le asestó un potente rodillazo entre las piernas, y el hombre se desplomó, gimoteando y retorciéndose.

Cincuenta y dos, cincuenta y uno.

Se agachó y entró en la pequeña cámara contigua a la que había llegado inicialmente. La rueda hidráulica chirriaba y salpicaba agua. Cerró la puerta, pero no tenía pestillo ni cerradura. Cualquiera podía abrirla.

Cincuenta. Cuarenta y nueve.

Miró abajo. La abertura del suelo, allí donde la rueda proseguía su rotación hacia el río, era lo bastante ancha para pasar por ella. No tenía más que sujetarse a una de las palas y aprovechar el recorrido descendente de la rueda hasta una altura que le permitiera saltar al agua sin riesgo de estrellarse contra las rocas del fondo.

Pero cuando se situó ante la rueda para esperar el momento oportuno, se dio cuenta de que era más fácil decirlo que hacerlo. La rueda parecía girar muy deprisa y las palas pasaban borrosas ante sus ojos. El agua le salpicaba la cara, empañándole la visión.

¿Cuánto tiempo faltaba? ¿Treinta segundos? ¿Veinte? Atenta a la rueda, había perdido la cuenta. Pero sabía que no podía esperar. Si Chris estaba en lo cierto, el molino entero volaría por los aires de un momento a otro. Kate extendió las manos, agarró una pala, empezó a bajar con ella, se acobardó y la soltó. Retrocedió, respiró hondo, se serenó y se dispuso a intentarlo de nuevo.

Oyó saltar a los hombres, uno tras otro, desde el piso superior. Se le acababa el tiempo.

Tenía que salir de allí.

Tomó aire, se aferró a la siguiente pala con las dos manos y se apretó contra la rueda. Pasó por la abertura… y salió a la luz del sol. Lo había conseguido. Pero de pronto notó un tirón que la apartaba de la rueda, y se encontró suspendida en el aire.

Alzó la mirada.

Robert de Kere la sujetaba de la muñeca con puño de acero. Alargando el brazo a través de la abertura, la había atrapado en el último momento. Y ahora la tenía agarrada, colgando en el aire. A unos centímetros de ella, la rueda seguía girando. Kate trató de soltarse. De Kere la observaba con semblante amenazador y resuelto.

Kate forcejeó.

Él la sostuvo firmemente.

Entonces Kate vio cambiar algo en la expresión de sus ojos —un instante de incertidumbre— y advirtió que el combado suelo de madera empezaba a ceder bajo los pies de él. La suma del peso de ambos excedía la resistencia de las tablas viejas y podridas, permanentemente empapadas por el agua de las ruedas desde hacía años. Las tablas se curvaron poco a poco. Una de ellas se partió sin siquiera un chasquido, y la rodilla de De Kere atravesó el suelo. Sin embargo mantenía aún sujeta a Kate.

¿Cuánto tiempo queda?, se preguntó Kate. Con la mano libre, golpeó el antebrazo de De Kere para obligarlo a soltarla.

¿Cuánto tiempo queda?

De Kere era como un bulldog, firme en su propósito, impasible. Se rompió otra tabla, y De Kere se tambaleó. Si cedía otra más, caería junto con Kate.

Y no le importaba. Estaba dispuesto a llegar hasta el final.

¿Cuánto tiempo queda?

Con la mano libre, Kate se agarró a una pala de la rueda y aprovechó su impulso para tirar de De Kere hacia abajo. Al instante le ardieron los brazos a causa de la tensión, pero dio resultado: las tablas se partieron; De Kere, al caer, la soltó, y Kate descendió hacia el agua blanca del río sujeta a la rueda.

Y en ese preciso momento se produjo un destello de luz amarilla y el edificio de madera se desvaneció sobre Kate con un estruendoso estallido. Kate vio volar tablas en todas direcciones un segundo antes de zambullirse de cabeza en el agua helada del río. Vio estrellas, sólo por un instante, y luego perdió el conocimiento bajo el agua turbulenta.