De nuevo en la fresca penumbra del bosque, Marek dibujó un mapa esquemático en la tierra con la punta de un palo.
—Ahora nos encontramos aquí, detrás del monasterio. El molino está en esta dirección, a medio kilómetro de aquí. Y tenemos que pasar un puesto de control.
—Ajá —convino Chris.
—Y luego debemos entrar en el molino.
—De una manera u otra —dijo Chris.
—Bien —continuó Marek—. Salimos del molino con la llave y nos dirigimos hacia la ermita verde, que está… ¿dónde, Kate?
Kate cogió el palo y trazó un cuadrado.
—Si esto es La Roque, en lo alto del despeñadero, tenemos un bosque al norte. El camino corre más o menos por aquí. Creo que la ermita no está muy lejos… quizá aquí.
—¿A dos kilómetros, tres?
—Digamos que tres.
Marek movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—Bueno, eso está hecho —dijo Chris, levantándose y sacudiéndose la tierra de las manos—. Sólo tenemos que superar un puesto de control con guardias armados, entrar en un molino fortificado, buscar luego cierta ermita… y procurar que no nos maten en el camino. En marcha.
Dejando atrás el bosque, avanzaron por un paisaje de desolación. Las llamas envolvían el monasterio de Sainte-Mère, y las nubes de humo oscurecían el sol. Una ceniza negra cubría la tierra, les caía en la cara y los hombros, y enturbiaba el aire. Notaban sabor a polvo en la boca. En la orilla opuesta del río, apenas distinguían el perfil oscuro de Castelgard, reducido a un montón de escombros renegridos y humeantes en la ladera del monte.
En medio de aquella devastación, no vieron un alma durante mucho rato. Al oeste del monasterio, pasaron frente a una casa de labranza a cuya entrada yacía un anciano con dos flechas clavadas en el pecho. En el interior se oía el llanto de un recién nacido. Asomándose a la puerta, vieron a una mujer, muerta a hachazos, tendida boca abajo junto al fuego, y a un niño de unos seis años con la mirada fija en el techo y las entrañas desparramadas. No vieron al recién nacido, pero sus lloros provenían de una manta tirada en un rincón.
Kate hizo ademán de acercarse, pero Marek la contuvo.
—No vayas.
Siguieron adelante.
El humo flotaba sobre el solitario paisaje, las chozas abandonadas, los campos desatendidos. Aparte de los moradores brutalmente asesinados de la casa de labranza, no vieron a nadie más.
—¿Dónde se ha metido la gente? —preguntó Chris.
—Han huido todos a los bosques —respondió Marek—. Allí tienen cabañas y refugios subterráneos. Saben valerse.
—¿En los bosques? ¿Y de qué viven?
—Asaltan a los soldados en los caminos. Por eso los caballeros matan a todos aquellos que encuentran en el bosque. Dan por supuesto que son godins, bandidos, y saben que los godins, si pueden, les pagarán con la misma moneda.
—¿Eso, pues, nos ocurrió a nosotros cuando llegamos?
—Sí —contestó Marek—. El antagonismo entre nobles y plebeyos es ahora más encarnizado que nunca. La gente corriente se subleva porque está obligada a mantener a esa clase hidalga con sus tributos y diezmos, y luego, a la hora de la verdad, los caballeros no cumplen su parte del acuerdo. Son derrotados en las batallas e incapaces, por tanto, de proteger los territorios. El rey francés ha sido capturado, lo cual tiene un importante valor simbólico para el estado llano. Y ahora que Inglaterra y Francia están en tregua, la gente ve aún con mayor claridad que los caballeros causan más estragos que la propia guerra. Arnaut y Oliver combatieron por sus respectivos reyes en Poitiers. Y ahora los dos se dedican a saquear la región para pagar a sus huestes. El pueblo está descontento, y en respuesta forma bandas de godins, que viven en los bosques y contraatacan cuando se presenta la ocasión.
—¿Y lo que hemos visto en esa casa? —dijo Kate—. ¿Qué explicación tiene eso?
Marek se encogió de hombros.
—Quizá un día tu padre es asesinado en el bosque por una banda de campesinos. Quizá tu hermano bebe una noche más de la cuenta, se extravía, y luego es encontrado muerto y desnudo. Quizá tu esposa e hijos desaparecen sin dejar rastro cuando viajaban de un castillo a otro. Al final, quieres desahogar en alguien tu ira y tu frustración. Y tarde o temprano lo haces.
—Pero…
Marek calló y señaló al frente. Sobre las copas de unos árboles, vieron pasar velozmente hacia la izquierda un estandarte verde y negro, sostenido por un jinete a todo galope.
Marek señaló a la derecha, y se encaminaron en silencio río arriba. Por fin, llegaron al puente del molino, y al puesto de control.
En la orilla del río, el puente del molino terminaba en un muro alto con un arco de entrada. Al otro lado del arco había una garita de peaje. El único camino a La Roque pasaba bajo aquel arco, lo cual significaba que los soldados de Oliver, que controlaban el puente, controlaban también el camino.
Al borde mismo del camino se alzaba un despeñadero alto y abrupto. La única alternativa era cruzar el arco. Y de pie junto al arco, conversando con los soldados cerca de la garita, estaba Robert de Kere.
Marek movió la cabeza en un gesto de negación.
Por el camino avanzaba una riada de campesinos, en su mayoría mujeres y niños, algunos con sus exiguas pertenencias a cuestas. Se dirigían al castillo de La Roque en busca de protección. De Kere, hablando con uno de los guardias, lanzaba esporádicos vistazos a los campesinos. No parecía prestar mucha atención, pero no conseguirían pasar ante él sin ser descubiertos.
Al cabo de un rato, De Kere volvió a entrar en el puente fortificado. Marek dio sendos codazos a Chris y Kate, y salieron al camino, dirigiéndose lentamente hacia el puesto de control. Marek notó que empezaba a sudar.
Los guardias registraban las pertenencias de la gente, confiscando todo aquello que les parecía de algún valor y amontonándolo junto al camino.
Marek llegó al arco y lo atravesó. Los soldados lo observaron, pero él no los miró a los ojos. Superó el control, y también Chris, y por último Kate.
Siguieron a la muchedumbre por el camino, pero cuando la gente dobló para entrar en el pueblo de La Roque, Marek fue en dirección contraria, hacia la orilla del río.
Allí no había nadie, y pudieron atisbar el puente fortificado —a medio kilómetro río abajo— a través del follaje.
El panorama no era muy alentador.
En cada extremo del puente se alzaba una enorme torre de vigilancia, de dos pisos de altura, con almenas y aspilleras en los cuatro lados. En lo alto de la torre más cercana, vieron a dos docenas de soldados vestidos de marrón y gris en actitud alerta, preparados para la lucha. En la torre del lado opuesto, donde flameaba el estandarte de lord Oliver, montaba guardia igual número de soldados.
Entre las torres, el puente constaba de dos edificios de distinto tamaño, comunicados por rampas. Cuatro ruedas hidráulicas giraban bajo el puente, impulsadas por las aguas del río, aceleradas mediante una serie de represas y canales.
—¿Qué opinas? —preguntó Marek a Chris. Al fin y al cabo, aquella estructura era el principal interés de Chris en el proyecto. Llevaba dos años estudiándola—. ¿Podemos entrar?
Chris negó con la cabeza.
—Imposible. Hay soldados por todas partes. No existe forma alguna de entrar.
—¿Qué es el edificio que se encuentra más cerca de nosotros? —dijo Marek, señalando una construcción de madera de dos plantas.
—Ése debe de ser el molino harinero —respondió Chris—. Probablemente las muelas están en el piso superior. La harina cae por una tolva a las tinas de la planta baja, donde es más fácil cargar la harina en sacos y llevársela.
—¿Cuántas personas trabajan ahí?
—Dos o tres, probablemente. —Señalando a los soldados, añadió—: Pero en este momento quizá nadie.
—Muy bien. ¿Y el otro edificio?
Marek señaló la segunda estructura, comunicada mediante una rampa con la primera. Era un edificio de mayor longitud y menor altura.
—No estoy seguro —dijo Chris—. Podría haber una fragua, una fábrica de papel, un macerador de malta para producir cerveza, o incluso una carpintería.
—¿Con sierras, quieres decir?
—Sí. En esta época había sierras accionadas con energía hidráulica. Si es que realmente es una carpintería…
—Pero ¿no estás seguro?
—No, a simple vista no.
—Perdonad —dijo Kate—, pero ¿por qué nos molestamos siquiera en hablar de eso? Basta con verlo: no hay manera de entrar.
—Tenemos que entrar —afirmó Marek—, para buscar la llave en la habitación del hermano Marcelo.
—Pero ¿cómo, André? ¿Cómo vamos a entrar?
Marek observó el puente en silencio durante largo rato. Finalmente dijo:
—Nadaremos hasta allí.
Chris negó con la cabeza.
—Imposible. —Los pilares del puente eran totalmente verticales, y las piedras estaban resbaladizas a causa de las algas adheridas—. No podremos trepar por ahí.
—¿Quién ha hablado de trepar? —preguntó Marek.