Estaban sentados a una larga mesa en compañía de un gran número de monjes. Frente a cada uno de ellos humeaba un tazón de caldo de carne, y en el centro de la mesa había fuentes rebosantes de verdura, ternera y capones asados. Y nadie movía un solo dedo mientras los monjes rezaban con la cabeza gacha.
Pater noster qui es in coelis
santivicetur nomen tuum
adventat regnum tuum
fiat voluntas tua
Una y otra vez, Kate lanzaba furtivas miradas a la comida. Los capones humeaban. Parecían tiernos y jugosos. De pronto notó que los monjes sentados cerca de ella mostraban extrañeza por su silencio. Por lo visto, Kate debería haber conocido aquella oración.
A su lado, Marek rezaba en alto con voz clara.
Panem nostrum quotidianum
da nobis hodie
et dimmitte nobis debita nostra
Kate no sabía latín, y no podía unirse a ellos, así que permaneció callada hasta el «Amén» final.
Alrededor, los monjes alzaron la vista y la saludaron con inclinaciones de cabeza. Kate temía aquel momento, porque le hablarían y sería incapaz de contestar. ¿Qué haría?
Observó a Marek, aparentemente relajado. ¿Y por qué no iba a estarlo? Al fin y al cabo, él conocía el idioma.
Un monje le tendió una fuente de ternera sin decir nada. De hecho, todos guardaban silencio. Las fuentes pasaban de mano en mano, y nadie pronunciaba una sola palabra. El único sonido era el leve tintineo de los cuchillos contra los platos. ¡Comían en silencio!
Kate aceptó la fuente con un gesto de asentimiento y se sirvió una generosa ración, y luego otra, refrenándose sólo al advertir la mirada de desaprobación de Marek. Le entregó la fuente.
Al fondo del refectorio, un monje comenzó a leer un texto en latín, y su voz llegaba a los oídos de Kate como una lejana cadencia mientras comía vorazmente. Estaba muerta de hambre. No recordaba cuánto tiempo hacía que no había disfrutado tanto de una comida. Miró de reojo a Marek, que comía con una plácida sonrisa en los labios. Kate se concentró en el caldo, que estaba delicioso, y al cabo de un momento volvió a mirar a Marek.
Ya no sonreía.
Marek había permanecido atento a las entradas del refectorio, una alargada sala rectangular. Había tres: una a su derecha, una a su izquierda, y otra enfrente, en la parte central del refectorio.
Minutos antes había visto reunirse cerca de la puerta de la derecha a un grupo de soldados vestidos de verde y negro. Se asomaron a echar una ojeada, como si les interesara la comida, pero se quedaron fuera.
Y en ese momento vio a un segundo grupo de soldados ante la puerta de enfrente. Kate lo miró, y él, inclinándose, le susurró al oído:
—La puerta de la izquierda.
Los monjes sentados alrededor les dirigieron miradas de desaprobación. Kate asintió con la cabeza, indicando a Marek que lo comprendía.
¿Adónde conducía la puerta de la izquierda? Allí no había soldados, y al otro lado se veía sólo un espacio oscuro. Diera a donde diera, tendrían que arriesgarse. Marek cruzó una mirada con Chris y señaló discretamente con el pulgar: era hora de marcharse.
Chris movió la cabeza en un casi imperceptible gesto de asentimiento. Marek apartó su tazón de caldo, y cuando hacía ya ademán de levantarse, un monje de hábito blanco se acercó a él y le anunció al oído:
—El abad os recibirá ahora.
El abad de Sainte-Mère era un hombre enérgico de poco más de treinta años, con cuerpo de atleta y mirada astuta de mercader. Llevaba un hábito negro exquisitamente bordado y un collar de oro macizo, y la mano que ofreció para que se la besaran lucía sortijas en cuatro dedos. Los recibió en un patio soleado, y empezó a pasear al lado de Marek mientras Chris y Kate los seguían a unos pasos de distancia. Había soldados con los colores verde y negro por todas partes. El abad era de carácter alegre, pero tenía la costumbre de cambiar repentinamente de tema, como si pretendiera coger desprevenido a su interlocutor.
—Os pido mis más sinceras disculpas por la presencia de estos soldados —dijo el abad—, pero sospecho que unos intrusos, hombres de Oliver, han penetrado en el recinto del monasterio, y debemos extremar nuestras precauciones hasta que los encontremos. Y mi señor Arnaut ha tenido la deferencia de ofrecernos protección. ¿Habéis comido bien?
—Muy bien, gracias a Dios y a su ilustrísima.
El abad sonrió complacido.
—La adulación no es de mi agrado —dijo—. Y nuestra orden la proscribe.
—Lo tendré en cuenta —respondió Marek.
El abad miró a los soldados y suspiró.
—Con tantos soldados, es inútil organizar partidas.
—¿A qué partidas os referís?
—Partidas, partidas de caza —repuso el abad con tono impaciente—. Ayer por la mañana salimos de cacería y volvimos con las manos vacías, sin un corzo siquiera. Y el grueso de las tropas de Cervole aún no había llegado. Ahora ya están aquí, dos mil hombres. Las piezas que ellos no cobren huirán asustadas. Pasarán meses antes de que haya otra vez caza en estos bosques. ¿Qué nuevas me traéis del maestro Edwardus? Contadme, porque necesito saber de él con urgencia.
Marek frunció el entrecejo. Ciertamente el abad parecía tenso, ávido de noticias. Pero daba la impresión de que esperaba una información concreta.
—El maestro Edwardus está en La Roque, su ilustrísima.
—Ah. ¿Con sir Oliver?
—Sí, su ilustrísima.
—Es una lástima. ¿Os transmitió algún mensaje para mí? —Debió de advertir perplejidad en la expresión de Marek—. ¿No?
—Edwardus no me dio ningún mensaje, su ilustrísima.
—¿Algo en clave, tal vez? ¿Alguna frase trivial o inconexa?
—Lo lamento pero no —respondió Marek.
—Más lo lamento yo. ¿Y ahora está en La Roque?
—Sí, su ilustrísima.
—Una situación ciertamente aciaga —comentó el abad—. Pues, según creo, La Roque es inexpugnable.
—No obstante, sí existe un pasadizo secreto para acceder… —dijo Marek.
—Ah, el pasadizo, el pasadizo —lo interrumpió el abad, haciendo un gesto de rechazo—. Ese pasadizo será mi perdición. No oigo hablar de otra cosa. Todo el mundo desea descubrir el pasadizo, y Arnaut el primero. El maestro me prestaba sus servicios revisando los viejos documentos de Marcellus. ¿Estáis seguro de que no os dijo nada?
—Nos dijo que buscáramos al hermano Marcelo.
El abad soltó un resoplido.
—Ese pasadizo secreto fue obra del ayudante y escriba del obispo de Laon, que era el hermano Marcelo, cierto. Pero en los últimos años el viejo Marcelo estaba fuera de su sano juicio. Por eso le permitíamos vivir en el molino. Pasaba el día entero mascullando y hablando solo, y de pronto empezaba a vociferar, diciendo que veía demonios y espíritus, se le quedaban los ojos en blanco y agitaba sin control brazos y piernas, hasta que las visiones desaparecían. —El abad movió la cabeza en un gesto de negación—. Los otros monjes lo veneraban, interpretando esas visiones como prueba de devoción, y no como lo que en realidad eran: el síntoma de un trastorno. Pero ¿por qué os pidió el maestro que acudierais a él?
—El maestro dijo que Marcelo tenía una llave.
—¿Una llave? —repitió el abad—. ¿Una llave? —Parecía muy irritado—. Claro que tenía una llave. Tenía muchas llaves, y todas se encuentran en el molino, pero no podemos… —Dio un traspié y a continuación miró a Marek con expresión de sorpresa.
Alrededor, los hombres apostados en el patio empezaron a gritar y señalar hacia arriba.
—Su ilustrísima… —dijo Marek.
El abad escupió sangre y se desplomó en brazos de Marek, que lo tendió con cuidado en el suelo. Notó la flecha en la espalda del abad antes de verla. Más flechas zumbaron y se clavaron en la tierra cerca de ellos, temblando las astas entre la hierba.
Marek alzó la vista y divisó varias figuras vestidas de marrón en el campanario de la iglesia, disparando en rápida sucesión. Una flecha arrancó a Marek el bonete de la cabeza; otra le desgarró la manga del jubón. Otra se hundió en el hombro del abad.
La siguiente flecha traspasó el muslo a Marek. Sintió un dolor intenso y ardiente que se extendió por toda la pierna y perdió el equilibrio, cayendo de espaldas en la hierba. Intentó levantarse, pero estaba demasiado aturdido. Volvió a caer de espaldas mientras las flechas silbaban alrededor.
En el lado opuesto del patio, Chris y Kate corrieron a guarecerse de la lluvia de flechas. Kate lanzó un alarido, se tambaleó y se fue de bruces a tierra. Una flecha asomaba de su espalda. Se apresuró a levantarse, y Chris vio que la flecha le había atravesado el jubón bajo la axila pero no la había herido. Otra flecha rozó la pierna a Chris, rasgándole las calzas. Y por fin llegaron a la galería porticada y se lanzaron al suelo tras uno de los arcos. Alrededor, las flechas impactaban contra las paredes y los arcos de piedra.
—¿Estás bien? —preguntó Chris.
Kate, con la respiración entrecortada, movió la cabeza en un gesto de asentimiento.
—¿Dónde está André?
Chris se levantó y miró con cautela desde detrás de la columna.
—¡Oh, no! —exclamó, y echó a correr por la galería.
Tambaleándose, Marek se puso en pie y vio que el abad seguía con vida.
—Perdonadme —dijo mientras cargaba al abad sobre su hombro y se dirigía hacia un rincón.
Los soldados del patio empuñaban ya sus arcos y respondían al ataque con cerradas descargas contra el campanario. Caían ya menos flechas.
Marek llevó al abad tras los arcos de la galería y lo dejó en el suelo junto a él. El abad se arrancó la flecha del hombro y la tiró. El esfuerzo le cortó la respiración.
—La espalda… la espalda…
Marek lo volvió con delicadeza. El asta hundida en su espalda palpitaba con cada latido del corazón.
—¿Queréis que os la extraiga? —preguntó.
—No. —En un gesto desesperado, el abad echó un brazo alrededor del cuello de Marek y lo atrajo hacia sí—. Todavía no… Un sacerdote… sacerdote… —Los ojos se le quedaron en blanco.
Un sacerdote corría hacia ellos.
—Ya viene, su ilustrísima.
El abad pareció sentir alivio al oírlo, pero continuó aferrado a Marek. En voz muy baja, casi un susurro, dijo:
—La llave para entrar en La Roque…
—¿Sí, su ilustrísima?
—Habitación…
Marek esperó.
—¿Qué habitación, su ilustrísima? ¿Qué habitación?
—Arnaut —musitó el abad, y sacudió la cabeza como si tratara de despejársela—. Arnaut se enojará… habitación… —Se desprendió de Marek, y éste le arrancó la flecha de la espalda y lo ayudó a tenderse en el suelo—. Siempre me hacía… no se lo diría a nadie… por eso… Arnaut… —Cerró los ojos.
El sacerdote apartó a Marek y, hablando rápidamente en latín, dejó en el suelo la vasija con los santos óleos y descalzó al abad. De inmediato empezó a administrarle la extremaunción.
Apoyado contra una de las columnas del claustro, Marek se extrajo la flecha del muslo. Había penetrado oblicuamente, y la herida no era tan profunda como en un primer momento se temió. Sólo tres centímetros del asta habían quedado teñidos de sangre. Acababa de arrojar la flecha al suelo cuando Chris y Kate se acercaron.
Se detuvieron ante él, mirando su pierna y la flecha. La herida sangraba. Kate se recogió el jubón y, con ayuda de la daga, rasgó el borde inferior de su camisa de hilo y arrancó una tira. La ató en torno al muslo de Marek en un improvisado vendaje.
—No es grave —dijo Marek.
—En todo caso, llevarla vendada no te hará ningún mal —respondió ella—. ¿Puedes andar?
—Claro que puedo andar.
—Estás pálido.
—Estoy bien —aseguró Marek, y apartándose de la columna, se volvió para mirar hacia el patio.
Cuatro soldados yacían en tierra, y el patio entero se hallaba erizado de flechas. Los otros soldados habían desaparecido. Ya nadie disparaba desde el campanario, y de sus ventanas superiores salían bocanadas de humo. En el lado opuesto del patio vieron más humo, denso y oscuro, procedente del refectorio. El monasterio entero empezaba a arder.
—Tenemos que encontrar esa llave —dijo Marek.
—Pero está en la habitación del hermano Marcelo —repuso Kate.
—No estoy muy seguro de eso.
Marek recordaba que, en las horas previas al viaje a Nuevo México, Elsie, la grafóloga del proyecto, había hecho referencia a una llave. Y también a una palabra que desconocía. No recordaba los detalles —en aquel momento estaba demasiado preocupado por el profesor para prestar atención—, pero sí recordaba con toda claridad que el comentario aludía a uno de los pergaminos del legajo hallado en el monasterio. El mismo legajo que contenía la nota del profesor.
Y Marek sabía dónde encontrar esos pergaminos.
Corrieron hacia la iglesia por la galería porticada. En algunas ventanas, las vidrieras de colores estaban rotas, dejando escapar columnas de humo. Oyeron voces provenientes del interior, y al cabo de un momento un piquete de soldados salió por la puerta. Marek se dio media vuelta y, seguido de cerca por Kate y Chris, volvió sobre sus pasos.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Chris.
—Buscar la entrada.
—¿Qué entrada?
A todo correr, Marek dobló a la izquierda, tomó por una galería porticada, y luego torció nuevamente a la izquierda por una angosta abertura que daba acceso a un reducido espacio, una especie de despensa, iluminado por una antorcha. En el suelo había una trampilla. Marek la abrió, y vieron unos peldaños que se perdían en la oscuridad. Cogió la antorcha, y los tres descendieron por la escalera. Chris, el último en entrar, cerró la trampilla y bajó a aquella cámara húmeda y oscura.
La antorcha chisporroteaba en el aire frío. A la luz vacilante de la llama, vieron enormes toneles de unos dos metros de diámetro dispuestos junto a la pared. Estaban en la bodega.
—Éste es un sitio que los soldados no tardarán en encontrar —comentó Marek. Sin vacilar, continuó adelante, atravesando sucesivas cámaras con toneles como la primera.
—¿Sabes adónde vamos? —preguntó Kate, detrás de él.
—¿Tú no lo sabes? —repuso Marek.
Pero Kate no tenía la menor idea. Ella y Chris seguían de cerca a Marek, reacios a abandonar el reconfortante círculo de luz proyectado por la antorcha. Avanzaban ya entre las tumbas del monasterio, pequeños nichos abiertos en la pared donde yacían los cadáveres envueltos en mortajas, muchas de éstas hechas jirones por la misma podredumbre. De vez en cuando veían un cráneo, con restos de pelo aún adheridos; o unos pies, con los huesos parcialmente visibles. Oían los chillidos de las ratas en la oscuridad.
Kate se estremeció.
Marek se detuvo de pronto en una cámara casi vacía.
—¿Por qué paramos? —preguntó Kate.
—¿No reconoces el lugar? —dijo Marek.
Kate miró alrededor, y al cabo de un momento se dio cuenta de que se encontraba en la misma cámara subterránea en la que había penetrado unos días antes tras desmoronarse una zanja en la excavación del monasterio. Allí estaba el sarcófago del caballero, ahora tapado. Adosada a otra pared, se hallaba la tosca mesa de madera, en la cual había láminas de hule apiladas y legajos de documentos atados con cordel de cáñamo. A un lado, sobre un muro bajo, vio un legajo separado del resto, y junto a éste el reflejo de las lentes bifocales de las gafas del profesor.
—Debió de perderlas ayer —comentó Kate—. Quizá los soldados lo capturaron aquí.
—Probablemente.
Kate observó a Marek mientras éste pasaba uno por uno los pergaminos del legajo. No tardó en encontrar el mensaje del profesor, y entonces concentró su atención en el documento anterior de la pila. Con la frente arrugada, lo examinó a la luz de la antorcha.
—¿Qué es? —preguntó Kate.
—Una descripción —contestó Marek—. De un río subterráneo, y… aquí está. —Señaló a un margen del manuscrito, donde aparecía una anotación en latín escrita precipitadamente—. Pone: «Marcellus tiene la llave». Y luego hace referencia a… una puerta o abertura…, y unos pies grandes.
—¿Unos pies grandes?
—Un momento. No, no es eso —rectificó Marek. Empezó a acudir vagamente a su memoria la interpretación que Elsie había dado al texto—. Significa: «Pies de gigante».
—Pies de gigante —repitió Kate, mirando a Marek con expresión dubitativa—. ¿Estás seguro de que lo has entendido bien?
—Eso se lee aquí.
—¿Y qué es esto otro? —preguntó Kate, refiriéndose a las dos palabras, una encima de otra, que Marek señalaba con el dedo:
DESIDE
VIVIX
—Ahora me acuerdo —dijo Marek—. Elsie comentó que este término, «vivix», era nuevo para ella. En cambio, no mencionó siquiera «deside», y a mí esto no me parece siquiera latín. Tampoco es occitano, ni francés antiguo.
Usando la daga, cortó una esquina del documento, grabó en el fragmento de pergamino las dos palabras con la punta de la daga, lo dobló y se lo guardó en el bolsillo.
—Pero ¿qué quiere decir eso? —preguntó Kate.
Marek movió la cabeza en un gesto de negación.
—No tengo la menor idea.
—Estaba añadido al margen. Quizá no significa nada. Tal vez sea un simple garabato, o un dato contable, o algo así.
—Lo dudo.
—En aquella época también debían de hacer garabatos.
—Lo sé, Kate. Pero a mí esto no me parece un garabato. Esto es una anotación importante. —Volvió a examinar el manuscrito, siguiendo el texto con el dedo—. Veamos. Veamos…, aquí dice que Transitus occultus incipit… el pasadizo empieza… propre ad capellam viridem, sive capellam mortis… en la ermita verde, también conocida como ermita de la muerte… y…
—¿La ermita verde? —repitió Kate con un extraño tono de voz.
Marek asintió con la cabeza.
—Sí, así es. Pero no explica dónde está esa ermita. —Dejó escapar un suspiro—. Si el pasadizo comunica realmente con los túneles y cuevas de piedra caliza, podría estar en cualquier parte.
—No, André —corrigió Kate—. No está en cualquier parte.
—¿Qué quieres decir?
—Que sé dónde está esa ermita verde —respondió Kate—. Venía marcada en los planos topográficos realizados para el proyecto Dordogne. Son unas ruinas, justo en la periferia del área abarcada por el proyecto. Recuerdo que me extrañó que no se hubiera incluido, porque estaba muy cerca. En el plano, aparecía como «chapelle verte morte», y creí que significaba la «capilla de la muerte verde». Me acuerdo porque me sonó algo salido de un relato de Edgar Allan Poe.
—¿Recuerdas dónde está exactamente?
—Exactamente no, pero sí que está en medio del bosque a un kilómetro al norte de Bezenac.
—En ese caso, es posible —dedujo Marek—. Podría haber un túnel de un kilómetro.
Detrás de ellos, oyeron a los soldados bajar a la bodega.
—Es hora de irse.
Marek los guio a la izquierda, por un pasillo que iba a dar al pie de una escalera. Kate recordó esa escalera, que días antes había visto parcialmente enterrada. Ahora, en cambio, ascendía hasta una trampilla de madera.
Marek subió por los peldaños y empujó la trampilla con el hombro, abriéndola sin dificultad. Fuera vieron el cielo gris, y humo.
Marek salió, y Kate y Chris lo siguieron.
Aparecieron en un vergel, los árboles frutales plantados en ordenadas filas, las hojas de primavera de un vivo color verde. Corrieron entre los árboles hasta el muro del monasterio. Allí tenía una altura de más de tres metros y medio, excesiva para encaramarse a él. Pero treparon a los árboles y saltaron al exterior por encima del muro. Enfrente vieron un espeso bosque. Se dirigieron hacia allí rápidamente y una vez más se adentraron en la densa sombra de la enramada.