—Traigo buenas y malas noticias —anunció Diane Kramer al entrar en el despacho de Doniger poco antes de las nueve de la mañana.
Sentado ante el ordenador, Doniger tecleaba con una mano y sostenía una lata de Coca-Cola en la otra.
—Dame primero las malas.
—Los heridos fueron trasladados anoche al hospital universitario. Cuando llegaron, ¿adivina quién estaba de guardia? La misma médica que atendió a Traub en Gallup, una tal Tsosie.
—¿La misma médica trabaja en los dos hospitales?
—Sí. Está en plantilla en el hospital universitario, pero va dos días por semana a Gallup.
—¡Mierda! —exclamó Doniger—. ¿Y eso es legal?
—Claro. Pero el caso es que la doctora Tsosie examinó a nuestros técnicos con lupa. Incluso sometió a resonancias magnéticas a tres de ellos. Reservó el escáner expresamente en cuanto supo que se trataba de un accidente relacionado con la ITC.
—¿Resonancias magnéticas? —Doniger frunció el entrecejo—. Eso significa que debió de detectar anomalías en Traub.
—Sí —confirmó Kramer—. Porque, según parece, hicieron una resonancia magnética a Traub. Así que indudablemente buscaba algo. Defectos físicos. Tejidos desalineados.
—Mierda —repitió Doniger.
—Además, armó mucho revuelo con sus indagaciones, despertando suspicacias y paranoias por todo el hospital, y avisó a ese Wauneka, el policía de Gallup. Por lo visto, son amigos.
Doniger lanzó un gemido.
—Esto es lo último que necesitaba.
—¿Quieres oír ahora las buenas noticias? —preguntó Kramer.
—Escucho.
—Wauneka se pone en contacto con la policía de Albuquerque. El jefe de policía en persona se presenta en el hospital. Van también un par de periodistas. Todos impacientes por conocer la bomba informativa. Esperan contaminación radiactiva. Esperan un resplandor en la oscuridad. Y en lugar de eso se encuentran con una situación bochornosa. Todas las heridas son leves. Producidas en su mayoría por esquirlas de cristal. Incluso las heridas de metralla son superficiales, metal incrustado en la piel.
—El blindaje de agua debió de reducir la velocidad de los fragmentos —comentó Doniger.
—Sí, eso mismo he pensado. Pero esa gente se lleva una gran decepción. Y luego el detalle final, las resonancias magnéticas, el golpe de gracia, un triple fracaso. Ninguno de nuestros empleados presenta errores de transcripción. Porque, claro está, son sólo técnicos. El jefe de policía de Albuquerque se pone hecho una furia. El director del hospital se pone hecho una furia. Los periodistas se marchan a informar sobre un incendio en un bloque de apartamentos. Entretanto, un enfermo con cálculos renales está a punto de morir porque, como la doctora Tsosie ha monopolizado el escáner, no pueden hacerle una resonancia magnética a tiempo. De pronto, la doctora ve peligrar su empleo. Wauneka cae en desgracia. Se ponen los dos a cubierto.
—Perfecto —dijo Doniger, sonriente, dando un puñetazo en la mesa—. Se lo tienen bien merecido, esos gilipollas.
—Y como colofón —añadió Kramer con tono triunfal—, la periodista francesa, Louise Delvert, ha accedido a visitar nuestras instalaciones.
—¡Por fin! ¿Cuándo viene?
—La próxima semana. Le enseñaremos las tonterías de siempre.
—Este empieza a ser un gran día —afirmó Doniger—. Sabes, quizá aún consigamos mantener este asunto bajo mano. ¿Eso es todo?
—La rueda de prensa será a mediodía.
—Eso forma parte de las malas noticias —dijo Doniger.
—Y Stern ha visto el antiguo prototipo. Quiere viajar al pasado. Gordon se ha negado en redondo, pero Stern quiere que tú se lo confirmes.
Doniger guardó silencio por un instante.
—Pues yo digo que puede ir —respondió por fin.
—Bob…
—¿Por qué no vamos a permitírselo?
—Porque es muy arriesgado. Esa máquina tiene un blindaje mínimo. No se usa desde hace años, y nos consta que causó graves errores de transcripción en quienes la utilizaron. Es muy posible que ni siquiera volviese.
—Lo sé. —Doniger le quitó importancia a todo aquello con un gesto—. Nada de eso es el núcleo.
—¿Cuál es el núcleo? —preguntó Kramer, confusa.
—Baretto.
—¿Baretto?
—¿He oído un eco? Por Dios, Diane, piensa un poco.
Kramer, ceñuda, negó con la cabeza.
—Ata cabos —prosiguió Doniger—. Baretto murió un par de minutos después de llegar al punto de destino, ¿no es así? Lo traspasaron varias flechas al principio mismo del viaje.
—Sí…
—En esos primeros minutos todos se quedan cerca de las máquinas, juntos, en grupo. ¿Correcto? ¿Qué razón hay, pues, para pensar que sólo Baretto resultó muerto?
Kramer permaneció callada.
—Lo lógico es suponer que quienquiera que matase a Baretto, probablemente los mató a todos —continuó Doniger—. Al equipo completo.
—De acuerdo…
—Y de ahí se desprende que probablemente no volverán. El profesor no volverá. El grupo entero ha desaparecido. Es una desgracia, sí, pero podemos justificar de muchas formas la desaparición de un grupo de personas: un trágico accidente en el laboratorio, con todos los cuerpos incinerados, o un avión estrellado. Nadie sospecharía.
Se produjo un silencio.
—Excepto Stern —dijo Kramer—. Él conoce toda la historia.
—Exacto.
—Así que quieres enviarlo también al pasado. Librarte de él de la misma manera. De un plumazo.
—Nada más lejos —se apresuró a rectificar Doniger—. Eh, yo me opongo. Pero él se ofrece voluntario. Quiere ayudar a sus amigos. ¿Quién soy yo para impedírselo?
—Bob, a veces eres un verdadero gilipollas.
Doniger prorrumpió en carcajadas. Tenía una risa aguda, histérica y estridente, como la de un niño. Muchos científicos reían así, pero a Kramer ese sonido le recordaba a una hiena.
—Si consientes que Stern viaje en esa máquina, dimito.
Al oírla, Doniger rio aún con más ganas, echando atrás la cabeza. Kramer se enfureció.
—Hablo en serio, Bob.
Doniger dejó por fin de reír y se enjugó las lágrimas.
—Vamos, Diane. Lo decía en broma. Claro que no voy a permitirle viajar en esa máquina. ¿Dónde está tu sentido del humor?
Kramer se volvió para marcharse.
—Informaré a Stern de que no puede ir —dijo—. Pero no bromeabas.
Doniger rompió a reír de nuevo. Su risa de hiena resonó en el despacho. Kramer, indignada, dio un portazo al salir.