29.10.00

Kate tuvo la sensación de que caía a cámara lenta cuando el techo cedió bajo su cuerpo. Ya en el aire, cerró los dedos en torno al irregular borde de argamasa y, gracias a sus largos años de práctica, consiguió sostenerse, y los restos de argamasa aguantaron su peso. Quedó colgada de una mano, contemplando la nube de polvo que se levantaba al estrellarse las piedras contra el suelo. No vio qué había sido de los soldados.

Alzó la otra mano y se agarró al borde. Sabía que las piedras cercanas se desprenderían también en cualquier momento. El techo entero estaba desmoronándose. Estructuralmente, la resistencia era mayor cerca de la arista reforzada, la línea formada por la intersección de las bóvedas. Allí, y en la franja próxima a la pared aplomada de la capilla.

Decidió intentar llegar a la pared.

La piedra cedió, y Kate quedó suspendida de la mano izquierda. Empezó a desplazarse hacia la pared, cruzando los brazos y buscando puntos de sujeción lo más separados posible para no concentrar el peso.

La piedra de su mano izquierda se soltó y se precipitó hacia el suelo. Una vez más Kate se balanceó en el aire hasta encontrar otro asidero. Estaba a menos de un metro de la pared y advertía ya el creciente grosor del techo a medida que se aproximaba al ángulo de unión. Allí la estructura parecía en efecto más firme.

Abajo, oyó las voces de varios soldados que entraban en la capilla. No tardarían en disparar sus arcos contra ella.

Kate se meció para tomar impulso y subir una pierna al techo. Cuanto mejor repartiera el peso, menor sería el riesgo de desprendimiento. Alzó la pierna, y el techo resistió. Contorsionando el torso, se encaramó al saliente. La primera flecha silbó junto a ella; de inmediato, otras dieron en la piedra, haciendo saltar esquirlas blancas. Kate estaba tendida boca abajo sobre el techo.

Pero no podía quedarse allí. Lentamente rodó hacia la arista. Con el movimiento, se precipitaron varias piedras más.

De pronto los soldados callaron. Quizá una piedra había alcanzado a alguno de ellos, pensó Kate. Pero no, al instante los oyó salir apresuradamente de la capilla. Fuera, se oían los gritos de la gente y los relinchos de los caballos.

¿Qué ocurría?

En la cámara de la torre del homenaje, Chris oyó el ruido de la llave en la cerradura. Antes de abrir, los soldados avisaron a través de la puerta al guardia apostado dentro.

Entretanto, Marek buscaba un arma desesperadamente. Estaba de rodillas, mirando debajo de la cama.

—¡Por fin! —exclamó.

Sin pérdida de tiempo, se levantó con una espada y una larga daga en las manos. Lanzó la daga a Chris.

En el pasillo, los soldados volvían a llamar al guardia. Marek se acercó a la puerta y, con una seña, indicó a Chris que se situara al otro lado.

Chris se colocó de espaldas a la pared junto a la puerta. Oyó fuera las voces de los hombres, muchas voces. El corazón se le aceleró. No salía aún de su asombro por el modo en que Marek había matado al guardia.

«Van hacia allí para mataros».

Con una sensación de irrealidad, reproducía una y otra vez en su mente las palabras de Kate. Le parecía inverosímil que un grupo de hombres armados fuera allí para matarlos.

Cómodamente sentado en la biblioteca, había leído crónicas de actos violentos del pasado, asesinatos y masacres. Había leído descripciones de calles resbaladizas a causa de la sangre derramada, soldados teñidos de rojo de la cabeza a los pies, mujeres y niños destripados pese a sus lastimeras súplicas. Pero por alguna razón Chris siempre había dado por supuesto que esos relatos exageraban. En la universidad se tendía a interpretar los documentos irónicamente, hablar de la ingenuidad de la narración, el contexto social, la justificación del poder… Esas poses teóricas convertían la historia en un ingenioso juego intelectual. Chris se desenvolvía bien en ese juego, pero a fuerza de jugarlo había perdido de vista, al parecer, una realidad más elemental: que los textos antiguos contaban sucesos horrendos y episodios violentos que con mucha frecuencia eran ciertos. Había perdido de vista el hecho de que leía historia, no ficción.

Hasta ese momento, en el que la realidad reclamaba ineludiblemente su atención.

La llave giró en la cerradura.

Junto a la puerta, en el lado opuesto, Marek tenía el rostro contraído en un mudo gruñido, con los labios separados, enseñando los dientes. Parecía un animal, pensó Chris. Marek, con el cuerpo en tensión, empuñaba la espada, dispuesto a usarla. Dispuesto a matar.

La puerta se abrió bruscamente, tapándole a Chris la visión. Tuvo tiempo sin embargo de ver alzar la espada a Marek. Al instante se oyó un alarido, un chorro de sangre regó el suelo, y un cuerpo se desplomó.

La puerta se abrió de par en par, atrapando a Chris contra la pared. Al otro lado, un hombre chocó contra ella y ahogó un grito al tiempo que una espada astillaba la madera. Chris trató de salir de detrás de la puerta, pero otro cuerpo cayó ante él, impidiéndole el paso.

Pasó sobre el cuerpo, y de inmediato la puerta topó contra la pared, impulsada por un tercer soldado que, herido por la espada de Marek, saltó hacia atrás, se tambaleó y cayó a los pies de Chris. El soldado tenía el torso empapado por la sangre que manaba de su pecho como el agua de un surtidor. Chris se agachó a coger la espada del soldado, todavía en su mano. Cuando tiró de ella, el hombre la agarró con fuerza y miró a Chris con una mueca de rabia. De pronto, el soldado se debilitó y soltó la espada, y Chris se precipitó hacia atrás y fue a dar de espaldas contra la pared.

Desde el suelo, el soldado mantuvo la mirada fija en Chris, con un visaje de ira, que al cabo de unos segundos se heló en su rostro.

Dios santo, está muerto, pensó Chris.

De repente, a su derecha, entró otro soldado en la cámara, luchando con Marek de espaldas a Chris. Sus espadas se encontraban en el aire con un ruido ensordecedor. Peleaban enconadamente. Pero el soldado no había advertido la presencia de Chris, y éste levantó la espada, que encontró pesada y difícil de manejar. Chris se preguntó si conseguiría blandirla, si realmente podría matar al hombre que se hallaba de espaldas ante él. Alzó la espada, ladeó el brazo como si se dispusiera a batear —«¡Batear!», pensó—, y estaba ya preparado para descargar el golpe cuando Marek le rebanó el brazo al soldado a ras del hombro.

El brazo amputado rodó por el suelo y se detuvo al topar contra la pared, bajo la ventana. El hombre quedó estupefacto durante el breve instante que Marek tardó en levantar de nuevo la espada y cortarle la cabeza de un tajo. La cabeza voló por los aires, se estrelló contra la puerta y cayó, boca abajo, sobre los zapatos de Chris.

De inmediato, Chris se apartó de un salto. La cabeza se dio la vuelta, y Chris vio parpadear los ojos y moverse la boca, como si formara palabras. Chris se apartó aún más.

Contempló el cuerpo desplomado en el suelo, sangrando aún a borbotones por el muñón del cuello. La sangre fluía por el suelo. Litros y litros…, o ésa era la impresión de Chris. Miró a Marek, ahora sentado en la cama, con la respiración entrecortada, el rostro y el jubón salpicados de sangre.

Marek alzó la vista.

—¿Estás bien? —preguntó.

Chris no pudo contestar.

Era incapaz de articular palabra.

Y en ese momento empezó a repicar la campana de la iglesia del pueblo.

Por la ventana, Chris vio llamas en dos de las casas de labranza situadas a la entrada del pueblo, dentro del recinto amurallado. Los hombres corrían por las calles hacia allí.

—Un incendio —dijo Chris.

—Lo dudo —respondió Marek, aún sentado en la cama.

—Sí, allí —insistió Chris—. Mira.

Jinetes al galope recorrían el pueblo. Vestían como mercaderes, pero montaban como guerreros.

—Eso es un típico divertimiento estratégico previo a un ataque —explicó Marek.

—¿Un ataque?

—El Arcipreste se dispone a atacar Castelgard.

—¿Tan pronto?

—Eso es sólo una avanzadilla, quizá unos cien soldados. Intentarán crear confusión, alboroto. Probablemente el grueso de las tropas está aún al otro lado del río. Pero el ataque ha empezado.

Al parecer, otros eran de la misma opinión. En el patio, los cortesanos salían en tropel del gran salón camino del puente levadizo para abandonar el castillo. La fiesta había tenido un repentino final. Una columna de caballeros galopó hacia la salida, dispersando a los cortesanos, cruzó el puente levadizo y descendió por las calles del pueblo.

Kate, jadeando, asomó la cabeza por la puerta.

—¿Chicos? En marcha. Tenemos que encontrar al profesor antes de que sea demasiado tarde.