30.10.55

Un solitario laúd sonaba en el gran salón mientras los criados acababan de poner las mesas. Lord Oliver y sir Robert cogían de la mano a sus respectivas queridas y bailaban mientras el maestro de danza, exhibiendo una sonrisa entusiasta, marcaba el ritmo con palmadas. Después de unos cuantos pasos, lord Oliver se volvió de cara a su pareja y se la encontró de espaldas. Se detuvo y profirió un juramento.

—Un error sin importancia, mi señor —se apresuró a decir el maestro de danza, su sonrisa imperturbable—. Como su excelencia recordará, es adelante-atrás, adelante-atrás, vuelta, atrás, y vuelta, atrás. Nos hemos saltado una vuelta.

—Yo no me he saltado ninguna vuelta —prorrumpió Oliver.

—Verdad es, mi señor, no ha sido culpa vuestra —corroboró sir Robert de inmediato—. Una frase de la música ha causado la confusión. —Lanzó una mirada iracunda al muchacho que tañía el laúd.

—Muy bien, pues. —Oliver adoptó de nuevo la posición de baile y tendió la mano a su pareja—. Veamos… y ¿cómo era? Adelante-atrás, adelante-atrás, vuelta, atrás…

—Perfecto —elogió el maestro de danza, sonriendo y marcando el ritmo con palmadas—. Así es. Ahora habéis…

—Mi señor —lo interrumpió una voz desde la puerta.

La música cesó. Lord Oliver se volvió, visiblemente airado, y vio a sir Guy y un grupo de guardias alrededor de varias personas, entre ellas el profesor.

—¿Qué pasa ahora?

—Mi señor, según parece, el maestro tiene unos compañeros.

—¿Eh? ¿Qué compañeros?

Lord Oliver se acercó. Vio al caballero de Hainaut, al estúpido irlandés que no sabía montar, y a una joven de baja estatura y expresión desafiante.

—¿Qué compañeros son éstos?

—Dicen ser los ayudantes del maestro, mi señor.

—¿Ayudantes? —Enarcando una ceja, Oliver escrutó al grupo—. Mi querido maestro, cuando esta mañana habéis hecho referencia a vuestros ayudantes, no me ha parecido oír que estuvieran también en el castillo.

—Yo mismo no lo sabía —respondió el profesor.

Lord Oliver soltó un bufido de incredulidad. Observándolos uno por uno, dijo:

—A vuestra edad no podéis ser ayudantes. Os sobran al menos diez años. Y antes no habéis dado señal de que conocierais al maestro… Mentís. Todos vosotros. —Se volvió hacia sir Guy—. No les creo, y quiero saber la verdad. Pero no ahora. Llevadlos a la mazmorra.

—Mi señor, de allí precisamente han escapado.

—¿Han escapado? ¿Cómo? —Alzó la mano de inmediato para atajar la respuesta—. ¿Cuál es el lugar más seguro del castillo?

Robert de Kere se adelantó y susurró algo a lord Oliver, que se echó a reír.

—¿Mi cámara de la torre? ¿Donde tengo instalada a Alice, mi amante? Ciertamente es un sitio seguro. Sí, encerradlos allí bajo llave.

—Me ocuparé de ello, mi señor —respondió sir Guy.

—Estos «ayudantes» serán nuestra garantía de que su maestro se comporta debidamente. —Esbozó una lúgubre sonrisa—. Creo, maestro, que aún aprenderéis a bailar conmigo.

Se llevaron por la fuerza a los tres jóvenes. A una señal de lord Oliver, se retiraron el músico y el maestro de danza con una callada reverencia. Las mujeres salieron detrás de ellos. Inicialmente sir Robert no se dio por aludido, pero, tras una fulminante mirada de Oliver, también él abandonó el salón.

Sólo quedaban allí los criados que preparaban las mesas y, salvo por el leve ruido de éstos, reinaba el silencio.

—Veamos, maestro, ¿qué tramáis?

—Bien sabe Dios que son mis ayudantes, como os he dicho desde el principio —aseguró el profesor.

—¿Ayudantes? Uno de ellos es caballero.

—Tiene una deuda de gratitud conmigo, y me paga con sus servicios.

—Ah, ¿y en qué consiste esa deuda?

—Salvé la vida a su padre.

—¿Es eso verdad? —Oliver se paseó alrededor del profesor—. ¿Y cómo lo salvasteis?

—Con medicinas.

—¿Cuál era su dolencia?

—Mi señor Oliver —dijo el profesor, tocándose la oreja con un dedo—, si deseáis verificarlo vos mismo, haced traer al caballero Marek, y él os confirmará lo que acabo de decir, esto es, que salvé a su padre, enfermo de hidropesía, mediante un tratamiento con árnica, y que eso sucedió en Hampstead, una aldea cercana a Londres, en otoño del año pasado. Llamadlo a vuestra presencia y preguntádselo.

Oliver guardó silencio.

Miró fijamente al profesor.

El tenso momento pasó al aparecer en una puerta del fondo del salón un hombre con la ropa manchada de harina.

—Mi señor.

—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Oliver, volviéndose.

—Mi señor, un centro de mesa.

—¿Un centro de mesa? Muy bien, pero apresúrate.

—Mi señor —dijo el hombre, haciendo una reverencia a la vez que chasqueaba los dedos. Dos muchachos entraron de inmediato con una gran fuente a hombros—. Mi señor, el primer centro de mesa: fiambre.

La fuente contenía unos pálidos intestinos desparramados y los grandes testículos y el pene de un animal. Oliver examinó con detenimiento el centro de mesa desde distintos ángulos.

—Las entrañas de un jabalí recién cazado —comentó, asintiendo con la cabeza—. Muy convincente. —Miró al profesor—. ¿Os parece bien la obra elaborada por mi cocina?

—Sí, mi señor. Es un centro de mesa tradicional y bien realizado. Los testículos en particular rayan la perfección.

—Gracias, señor —dijo el cocinero, inclinando la cabeza—. Con vuestra licencia, son ciruelas pasas bañadas en azúcar fundido. Y los intestinos son trozos de fruta ensartados y recubiertos primero con crema batida de huevos y cerveza clara y después con miel.

—Muy bien, muy bien —observó Oliver—. ¿Servirás esto antes del segundo plato?

—Así es, mi señor.

—¿Y el otro centro de mesa?

—Será de mazapán, mi señor, coloreado con azafrán y diente de león.

Tras una nueva reverencia, el cocinero hizo una seña, y dos muchachos más entraron acarreando otra fuente. En ésta se alzaba una enorme reproducción a escala de la fortaleza de Castelgard, con las murallas de un metro y medio de altura. La obra de repostería, de un amarillo claro casi idéntico al de los verdaderos mampuestos, era fiel hasta los más mínimos detalles, incluidos los pendones de las torres.

Elégant! ¡Magnífico! —exclamó Oliver, y empezó a batir palmas con el entusiasmo de un niño—. Estoy muy satisfecho. —Se volvió hacia el profesor y señaló la maqueta de mazapán—. ¿Estáis enterado de que ese villano de Arnaut avanza rápidamente hacia aquí, y debo defender el castillo contra sus huestes?

Johnston asintió con la cabeza.

—Sí, estoy enterado.

—¿Cómo me aconsejáis que disponga mis fuerzas en Castelgard?

—Mi señor —contestó el profesor—, en vuestro lugar yo no defendería Castelgard.

—Ah, ¿y por qué decís eso? —Oliver se acercó a una mesa, cogió una copa y se sirvió vino.

—¿Cuántos hombres necesitasteis vos para arrebatar la fortaleza a los gascones? —preguntó Johnston.

—Cincuenta o sesenta, no más.

—Ahí tenéis, pues, la respuesta.

—Pero nosotros no tomamos el castillo con un ataque frontal. Penetramos furtivamente, recurriendo a la astucia.

—¿Y el Arcipreste no lo hará?

—Puede intentarlo, pero estaremos esperándolo, preparados para su ataque.

—Quizá —dijo Johnston—, o quizá no.

—Si sois, pues, un adivino…

—No, mi señor, no conozco el futuro. Carezco de tales facultades. Simplemente os ofrezco mi consejo como hombre. Y os digo que el Arcipreste no actuará con menos astucia que vos.

Oliver frunció el entrecejo y por un momento bebió sumido en un lúgubre silencio. De pronto pareció recordar la presencia del cocinero y los muchachos cargados con la fuente, todos en silencio, y les indicó que se retiraran. Cuando salían, advirtió al cocinero:

—¡Cuida bien de ese centro de mesa! No quiero que sufra daño alguno antes de que lo vean los invitados. —En cuanto volvieron a quedarse solos, miró a Johnston y señaló los tapices—. Como tampoco quiero que resulte dañado este castillo.

—Mi señor —dijo Johnston—, no necesitáis defender este castillo cuando tenéis otro mucho mejor.

—¿Cómo? ¿Os referís a La Roque? Pero La Roque tiene un punto débil. Hay un pasadizo que no consigo localizar.

—¿Y cómo estáis tan seguro de que ese pasadizo existe?

—Debe de existir —respondió Oliver—, porque el arquitecto de La Roque fue el viejo Laon. ¿Habéis oído hablar de Laon? ¿No? Fue el predecesor del actual abad en el monasterio. Ese obispo era un viejo zorro, y siempre que se solicitaba su colaboración en la reforma de un pueblo, un castillo o una iglesia, dejaba algún secreto que sólo él conocía. Todos los castillos tenían un pasadizo secreto o un punto débil desconocido que Laon podía vender a un atacante si le convenía. El viejo Laon sabía velar por los intereses de la Madre Iglesia… y más aún por los suyos propios.

—Y sin embargo —insistió Johnston— si nadie sabe dónde se encuentra ese pasadizo, bien podría ser que no existiera. No obstante, deben considerarse también otros factores, mi señor. ¿Cuáles son vuestros efectivos aquí en este momento?

—Doscientos veinte mesnaderos, doscientos cincuenta arqueros y doscientos lanceros.

—Las huestes de Arnaut doblan en número a las vuestras —afirmó Johnston—, como mínimo.

—¿Eso creéis?

—Ciertamente no es más que un vulgar ladrón, pero ahora es un ladrón de renombre, por marchar sobre Aviñón, obligar al Pontífice a comer en compañía de sus hombres, y exigirle luego el pago de diez mil libras a cambio de dejar intacta la ciudad.

—¿Es eso verdad? —dijo lord Oliver con visible preocupación—. No me ha llegado noticia. Sí sé que corren rumores de que Arnaut planea marchar pronto sobre Aviñón, quizá el próximo mes. Y todos dan por supuesto que amenazará al Papa. Pero aún no lo ha hecho. —Arrugó la frente—. ¿O sí?

—Decís verdad, mi señor —se apresuró a rectificar Johnston—. Me refiero a que la osadía de sus planes anunciados atrae diariamente nuevos soldados a su lado. A estas alturas, cuenta ya con unas huestes de mil hombres, quizá dos mil.

Oliver soltó un resoplido de desdén.

—No me da miedo.

—No dudo de vuestro valor —dijo Johnston—, pero este castillo tiene un foso poco profundo, un único puente levadizo, un único arco de entrada y un único rastrillo. En el flanco oriental, vuestras defensas son de baja altura. Aquí el reducido espacio sólo os permite almacenar víveres y agua para unos cuantos días. Vuestra guarnición está prácticamente hacinada en los pequeños patios y tiene poca capacidad de maniobra.

—Sabed que mi tesoro se encuentra aquí, y no pienso abandonarlo —repuso Oliver.

—Y mi consejo es que reunáis todo lo que os sea posible y os marchéis. La Roque se halla construida sobre un peñasco, con escarpadas paredes de roca a dos lados; y en el tercero cuenta con dos puertas de entrada, dos rastrillos, dos puentes levadizos. Aun si los invasores logran traspasar la puerta exterior…

—¡Conozco de sobra las virtudes de La Roque!

Johnston guardó silencio.

—¡Y no deseo oír vuestras deplorables instrucciones!

—Como os plazca, lord Oliver —dijo Johnston. Al cabo de un instante, añadió—: Es una lástima.

—¿Una lástima? ¿Qué es una lástima?

—Mi señor, difícilmente podré aconsejaros si me ocultáis información.

—¿Ocultaros información? Yo no os oculto nada, maestro. Hablo con total claridad, sin tapujo alguno.

—¿Cuántos hombres tenéis acantonados en La Roque? —preguntó Johnston.

Oliver se movió con visible malestar.

—Trescientos.

—Así pues, vuestro tesoro está ya en La Roque.

Lord Oliver lo miró en silencio con los ojos entornados. Se volvió, se paseó alrededor de Johnston y lo miró de nuevo.

—Intentáis despertar mis temores para inducirme a ir a La Roque —afirmó por fin con tono acusador.

—No es así.

—Queréis que me traslade a La Roque porque sabéis que la fortaleza tiene un punto débil. Sois un enviado de Arnaut y estáis preparándole el terreno.

—Mi señor —respondió Johnston—, si La Roque es inferior, como decís, ¿por qué guardáis allí vuestro tesoro?

Oliver resopló, de nuevo disgustado.

—Manejáis con habilidad las palabras.

—Mi señor, vuestros propios actos os revelan cuál de los dos castillos es superior.

—Muy bien, maestro. Pero si voy a La Roque, vendréis conmigo. Y si otro descubre la entrada secreta antes de que vos me la mostréis, me aseguraré personalmente de que la muerte de Eduardo parezca una gentileza en comparación con la vuestra.

—Comprendo el sentido de vuestra advertencia —dijo Johnston.

—¿Ah, sí? Pues tomadla muy en serio.

Chris Hughes miró por la ventana.

A unos veinte metros bajo él, vio el patio en penumbra. Hombres y mujeres ataviados con sus mejores galas avanzaban lentamente hacia las ventanas iluminadas del gran salón. Oyó el tenue sonido de la música. Aquella festiva escena acentuó aún más su sensación de malestar y aislamiento. Iban a morir los tres, y nada podía hacerse para evitarlo.

Estaban encerrados en una pequeña cámara de la torre del homenaje, desde donde se dominaban las murallas del castillo y el pueblo. Era una habitación de mujer, con una rueca y un altar a un lado, vanos signos de devoción eclipsados por la enorme cama con taracea de piel y una suntuosa colcha roja situada en el centro. La puerta era de madera de roble maciza, provista de una cerradura nueva. El propio sir Guy había echado la llave después de apostar un guardia dentro de la cámara, sentado junto a la puerta, y otros dos fuera.

Esta vez no querían correr riesgos.

Marek estaba sentado en la cama, con la mirada perdida, absorto en sus pensamientos. O quizá escuchaba algo con atención, ya que tenía una mano abocinada en torno al oído. Entretanto, Kate se paseaba inquieta de ventana en ventana, observando las vistas desde cada una de ellas. En la ventana opuesta, se inclinó para asomarse y miró abajo; luego se acercó a la ventana junto a la que se hallaba Chris y se asomó también.

—La vista es la misma desde aquí —comentó Chris. Las idas y venidas de Kate lo irritaban.

Advirtió entonces que Kate alargaba el brazo para palpar los mampuestos y la argamasa del paramento exterior del muro.

Chris le dirigió una mirada interrogativa.

—Quizá —dijo ella, asintiendo con la cabeza—. Quizá.

Chris extendió la mano y tocó el muro. La mampostería era casi lisa, la pared curva y aplomada. Caía verticalmente hasta el patio.

—¿Bromeas? —preguntó Chris.

—No —respondió ella—. No bromeo.

Chris miró de nuevo afuera. En el patio había otra mucha gente además de los cortesanos. Un grupo de escuderos charlaba y reía mientras limpiaba las armaduras y almohazaba los caballos de los caballeros. A la derecha, varios soldados hacían la ronda a lo largo de la muralla. Cualquiera de ellos podía volverse y descubrirla si percibían algún movimiento.

—Te verán —advirtió Chris.

—Desde esta ventana, sí; pero no desde la otra. Nuestro único problema es ése. —Señaló con la cabeza en dirección al guardia de la puerta—. ¿Puedes hacer algo al respecto?

—Yo me ocuparé —dijo Marek desde la cama.

—¿A qué viene esto? —prorrumpió Chris a gritos, indignado—. ¿No me crees capaz de hacerlo yo mismo?

—No, la verdad —contestó Marek.

—Maldita sea, estoy harto de cómo me tratas —protestó Chris. Hecho una furia, miró alrededor en busca de algún objeto contundente. Cogiendo un pequeño taburete colocado ante la rueca, se aproximó a Marek.

Al verlo, el guardia se levantó y se dirigió rápidamente hacia él, diciendo:

Non, non, non.

No vio siquiera que Marek lo golpeaba desde atrás con un candelabro metálico. El guardia se desplomó, y Marek lo sujetó antes de caer y lo dejó con sigilo en el suelo. La sangre manaba a borbotones de la cabeza del guardia y empapaba la alfombra oriental.

—¿Está muerto? —preguntó Chris, mirando con asombro a Marek.

—¿Qué más da? —respondió Marek—. Tú sigue hablando para que nos oigan los de afuera.

Se volvieron hacia Kate, pero ella había salido ya por la ventana.

No es más que una escalada libre en solitario, se dijo Kate, aferrada al muro de la torre a veinte metros de altura.

El viento le agitaba la ropa. Se sujetaba a las pequeñas prominencias de argamasa con las yemas de los dedos. A veces la argamasa se desmenuzaba y tenía que buscar precipitadamente un nuevo punto de sujeción. Pero aquí y allá encontraba grietas en la argamasa que le permitían introducir las puntas de los dedos.

Había escalado paredes más impracticables que aquélla. Muchos edificios de Yale ofrecían mayores dificultades, aunque allí siempre tenía talco para las manos, calzado adecuado y amarre de seguridad. En ese momento, por el contrario, la seguridad era nula.

Es poca distancia, pensó.

Había salido por la ventana del lado oeste, porque estaba a espaldas del guardia, porque daba al pueblo y por tanto había menos probabilidades de que la vieran desde el patio, y porque era la que tenía más cerca la siguiente ventana, situada al final del pasillo que circundaba la cámara.

Es poca distancia, se repitió. Tres metros como mucho. Despacio. No hay prisa. Una mano, luego apoyo para el pie, otra mano…

Ya casi he llegado, pensó.

Casi.

Por fin tocó el alféizar de la ventana. Bien agarrada con una mano, se elevó y miró hacia el pasillo con cautela.

Los guardias no estaban.

En el pasillo no había nadie.

Usando las dos manos, se encaramó al alféizar y entró. En el pasillo, se acercó a la puerta cerrada. Susurrando, dijo:

—Lo he conseguido.

—¿No hay guardias? —preguntó Marek, sorprendido.

—No. Pero tampoco está la llave.

Kate inspeccionó la puerta, gruesa y maciza.

—¿Y los goznes? —sugirió Marek.

—Sí, son exteriores. —Eran de hierro forjado. Supo de inmediato en qué estaba pensando Marek—. Veo los pasadores. —Si lograba desprender los pasadores de los goznes, sería fácil desquiciar la puerta—. Pero necesito un martillo o algo. Aquí no hay nada que me sirva.

—Búscalo —musitó Marek.

Kate echó a correr hacia la escalera.

—De Kere —dijo lord Oliver cuando el caballero de la cicatriz entró en el gran salón—. El maestro aconseja que nos traslademos a La Roque.

De Kere asintió con expresión pensativa.

—Correríamos un grave riesgo, mi señor.

—¿Y cuál es el riesgo de quedarnos aquí? —preguntó Oliver.

—Si el consejo del maestro es bueno y válido, sin segundas intenciones, ¿por qué sus ayudantes han ocultado su identidad al presentarse en esta corte? Ese encubrimiento delata poca rectitud, mi señor. Os recomendaría que exigierais explicaciones por esa conducta antes de depositar vuestra confianza en este nuevo maestro y sus consejos.

—Oigamos, pues, esas explicaciones —declaró Oliver—. Traed ahora mismo a los ayudantes, y los interrogaremos acerca de lo que os interesa saber.

—Mi señor —dijo De Kere, y con una reverencia, abandonó el salón.

Kate bajó por la escalera, salió de la torre y se confundió entre la multitud del patio. Suponía que podía valerle un juego de herramientas de carpintero, un martillo de herrero, o quizá incluso alguno de los utensilios que empleaban los herradores. A la izquierda, vio a los mozos de cuadra y los caballos y se encaminó hacia allí. En medio de aquel alegre bullicio, nadie se fijaba en ella. Se aproximó sin percance alguno a la muralla oriental, y pensaba ya en cómo distraer a los mozos de cuadra cuando advirtió que frente a ella se había detenido un caballero y la observaba.

Era Robert de Kere.

Sus miradas se cruzaron por un instante, y acto seguido Kate se dio media vuelta y rompió a correr. A sus espaldas, oyó pedir ayuda a De Kere y responder a gritos a los soldados que se hallaban alrededor. Se abrió paso a empujones entre la muchedumbre, que de pronto se había convertido en un obstáculo. Numerosas manos se extendían hacia ella y le tiraban de la ropa. Fue como una pesadilla. Para huir de la multitud, cruzó la puerta más cercana y la cerró.

Descubrió que estaba en la cocina.

Allí el calor era sofocante y había aún más gente que en el patio. En el enorme hogar pendían sobre el fuego varios calderos de hierro de gran tamaño. Una docena de capones giraba en una hilera de asadores, cuya manivela manejaba un niño. Kate se detuvo, indecisa, y entonces apareció De Kere en la puerta y, gruñendo, blandió su espada.

Kate se agachó y escapó entre las mesas cubiertas de comida a medio preparar. De Kere golpeó con la espada, y varias fuentes volaron por el aire. Gateando, Kate se escabulló por debajo de las mesas. Los cocineros prorrumpieron en alaridos de inquietud. Kate vio una descomunal maqueta del castillo, confeccionada con alguna clase de masa de repostería, y se dirigió hacia allí. De Kere le pisaba los talones.

—¡Non, sir Robert, non! —gritaban a coro los cocineros desde todas direcciones, y algunos de ellos, alarmados, corrieron hacia él para detenerlo.

De Kere descargó otro golpe. Kate lo esquivó, y la espada desmochó las almenas del castillo, levantando una nube de polvo blanco. Al verlo, los cocineros lanzaron un aullido colectivo de consternación y se abalanzaron sobre De Kere desde los cuatro costados, advirtiéndole a gritos que aquella pieza era la preferida de lord Oliver, que él mismo había dado ya su aprobación, y que no debía causar mayores daños. Robert de Kere rodó por el suelo, maldiciendo y tratando de sacudírselos de encima.

Aprovechando el tumulto, Kate salió nuevamente de la cocina a la luz de la tarde.

A la derecha vio la pared curva de la capilla, donde se llevaban a cabo obras de reforma. Había una escalera de mano apoyada contra la pared y un precario andamio en el tejado, donde en ese momento trabajaban unos techadores.

Kate deseaba a toda costa alejarse de la muchedumbre y los soldados. Sabía que en el lado opuesto de la capilla un estrecho pasaje conducía hasta la torre del homenaje. Si llegaba hasta allí, como mínimo eludiría a la multitud. Cuando corría hacia el pasaje, oyó a De Kere detrás de ella, dando instrucciones a los soldados. Por lo visto, había salido ya de la cocina. Apretó la marcha para cobrar ventaja. Al doblar la esquina de la capilla, miró atrás y vio a varios soldados rodear la capilla en dirección contraria con la intención de cortarle el paso en el otro extremo del pasaje.

Sir Robert bramó más órdenes a los soldados al llegar a la entrada del pasaje… y de repente se detuvo. Los soldados pararon en seco junto a él, cruzando murmullos de desconcierto.

Contemplaron boquiabiertos el pasaje de metro y medio de anchura entre la capilla y el castillo. Estaba desierto. En el extremo opuesto, frente a ellos, apareció otro grupo de soldados.

La mujer había desaparecido.

Kate se aferraba al muro exterior de la capilla a tres metros del suelo, oculta por el reborde ornamental de la ventana de la capilla y por el tupido follaje de la hiedra adherida a la piedra. Aun así, la habrían visto fácilmente si se hubieran aproximado y alzado la vista. Pero el pasaje estaba oscuro, y nadie entró. Kate oyó exclamar a De Kere:

—¡Id a por los otros ayudantes y ejecutadlos inmediatamente!

Los soldados vacilaron.

—Pero, sir Robert, sirven al maestro consejero de lord Oliver…

—Y el propio lord Oliver lo manda. ¡Matadlos!

Los soldados corrieron hacia la torre del homenaje.

De Kere profirió un juramento. Hablaba con el único soldado que permanecía junto a él, pero en voz tan baja que Kate no comprendía sus palabras, distorsionadas por la continua crepitación del auricular. En realidad, le sorprendía oírlos incluso tan débilmente. ¿Cómo era posible? Daba la impresión de que sir Robert estuviera demasiado lejos para oír sus susurros. Y sin embargo, aunque ininteligible, le llegaban con relativa claridad. Quizá la acústica del pasaje…

Mirando abajo, Kate vio que algunos soldados seguían allí, al parecer deambulando sin propósito. Eso significaba que no podía descender. Decidió trepar hasta el tejado y aguardar allí a que se calmara la situación. El sol bañaba aún el tejado de la capilla. Era un tejado simple a dos aguas, con pequeñas aberturas entre las tejas en los puntos que habían empezado a repararse. La vertiente era empinada. Kate se acurrucó sobre el canalón y dijo:

—André.

El auricular crepitó. Creyó oír la voz de Marek, pero el ruido de estática era intenso.

—André, van hacia allí para mataros.

No recibió respuesta, sólo una ráfaga de estática.

—¿André?

Nada.

Quizá los muros de alrededor causaban interferencias en la transmisión; probablemente la comunicación mejoraría en el vértice del tejado. Comenzó a ascender por la pronunciada pendiente, sorteando las zonas en reparación. En cada una de éstas, el techador había instalado una pequeña plataforma donde dejar la artesa de argamasa y una pila de tejas. Kate oyó unos trinos cercanos y se detuvo. Echó un vistazo a través de una de las aberturas del tejado y vio que en efecto un agujero traspasaba totalmente la cubierta de la capilla y…

Un crujido le hizo levantar la mirada. Un soldado asomó sobre el vértice del tejado y se quedó inmóvil, observándola.

Enseguida apareció un segundo soldado.

Así pues, a eso se debían los susurros de sir Robert de Kere: en realidad sí la había visto encaramada a la pared y había ordenado a sus hombres subir al tejado por la escalera de mano apoyada en el lado opuesto.

Kate miró abajo y vio más soldados en el pasaje, ahora con la vista fija en lo alto de la capilla.

El primer soldado se colocó a horcajadas sobre el caballete del tejado y empezó a descender por la vertiente hacia ella.

Kate tenía una única escapatoria. El orificio abierto por el techador era un cuadrado de unos treinta centímetros de lado. A través de él, veía la armadura de vigas del tejado y, unos tres metros más abajo, los arcos de piedra del techo de la capilla. Justo encima de los arcos había una especie de pasarela de madera.

Kate penetró por el orificio y se descolgó sobre el techo. Percibió el olor acre del polvo y los excrementos de los pájaros. Había nidos por todas partes, a lo largo de las vigas y en los rincones. Se agachó cuando varios gorriones, gorjeando, pasaron cerca de su cabeza. Y de pronto se vio envuelta por un remolino de pájaros estridentes y plumas sueltas. Anidaban allí centenares de pájaros, advirtió Kate, y los había alterado con su llegada. Por un momento tuvo que permanecer inmóvil, protegiéndose el rostro con los brazos. El ruido disminuyó.

Cuando Kate miró de nuevo alrededor, sólo unos cuantos pájaros volaban entre las vigas, Y los dos soldados se introducían por los orificios del tejado.

Sin pérdida de tiempo, se encaminó por la pasarela hacia una puerta lejana. Cuando se aproximaba, la puerta se abrió y entró un tercer soldado.

Tres contra una.

Kate retrocedió por la pasarela tendida sobre las bóvedas del techo. Pero los otros dos soldados avanzaban ya hacia ella, empuñando sus dagas. Kate no se hizo ilusiones en cuanto a sus propósitos.

Retrocedió.

Recordó que había estado suspendida bajo aquel mismo techo, examinando las numerosas reparaciones realizadas a lo largo de los siglos. Ahora se hallaba de pie sobre esa estructura. La pasarela era una prueba inequívoca de la debilidad de los arcos. Pero ¿serían demasiado endebles incluso para soportar su peso? Los soldados continuaban acercándose.

Kate apoyó el pie con cuidado en una de las bóvedas, tanteando. Luego descargó todo su peso.

La bóveda aguantó.

Los soldados iban en su busca, pero se movían despacio. De repente los pájaros se excitaron otra vez y, trinando ruidosamente, alzaron el vuelo y formaron una densa nube alrededor. Los soldados se cubrieron el rostro. Los gorriones volaban tan cerca que Kate notaba su aleteo en la cara. Volvió a retroceder, pisando la gruesa capa de excrementos acumulados.

Se encontraba ahora sobre una serie de bóvedas y concavidades con nervios de piedra más gruesos en el centro, donde confluían los arcos. Se dirigió hacia los nervios, porque sabía que poseían mayor resistencia estructural. Andando sobre ellos, se encaminó hacia el extremo opuesto de la capilla, donde veía una pequeña puerta. Probablemente daba al interior del templo, quizá a una escalera que descendía por detrás de un altar.

Para cortarle el paso, uno de los soldados, cuchillo en mano, corrió por la pasarela y se situó sobre el lomo de un arco.

Agachándose, Kate hizo amago de sortearlo, pero el soldado permaneció inmóvil. Un segundo soldado se colocó junto a él. El tercer soldado estaba detrás de Kate, también sobre las bóvedas.

Kate se desvió a la derecha, pero los dos hombres se dirigieron hacia ella. El tercero estrechaba el cerco por detrás.

Los dos hombres se hallaban sólo a unos metros de ella cuando oyó un sonoro crujido, como el estampido de un arma de fuego. Bajó la mirada y vio abrirse una grieta zigzagueante en la argamasa que unía las piedras. Los soldados recularon apresuradamente, pero la grieta se ensanchaba por momentos, bifurcándose como las ramas de un árbol. Los soldados contemplaron horrorizados cómo se propagaban las grietas bajo sus pies. Finalmente, el techo cedió bajo ellos, y se precipitaron al vacío con gritos de terror.

Kate se volvió hacia el tercer soldado, que en su desesperada carrera para alcanzar la pasarela tropezó y cayó, provocando otro penetrante crujido en el techo. Kate vio el pánico en su rostro mientras las piedras se desprendían una tras otra bajo su cuerpo. Al cabo de unos segundos, el soldado desapareció, y un largo alarido de pavor cortó el aire.

Y Kate advirtió que se había quedado sola.

Estaba de pie sobre el techo, en medio de los chillidos de los pájaros. Demasiado asustada para moverse, siguió allí, intentando respirar acompasadamente. Pero estaba ilesa.

Estaba ilesa.

El peligro había pasado.

Oyó un crujido.

Luego silencio. Esperó.

Otro crujido. Y éste se produjo justo debajo de sus pies. Las piedras se movían. Bajando la vista, advirtió que la argamasa se agrietaba en distintas direcciones. Al instante, Kate saltó a su izquierda, buscando la mayor seguridad de uno de los nervios, pero ya era tarde.

Una piedra se desplomó, y a Kate se le hundió un pie en el agujero. Con las piernas suspendidas en el aire, se dobló por la cintura y extendió los brazos, repartiendo el peso del cuerpo sobre el techo. Permaneció unos segundos en aquella posición, jadeando. Le dije al profesor que la construcción era deficiente, pensó.

Aguardó, pensando en la manera de salir de aquel agujero. Trató de reptar, retorciendo la mitad superior del cuerpo.

Otro crujido.

Enfrente de Kate se abrió una brecha y se desprendieron algunas piedras. Y de inmediato notó que varias más cedían bajo ella. En un instante de horrenda certidumbre supo que también ella caería.

En la suntuosa cámara roja de la torre del homenaje, Chris no estaba muy seguro de lo que había oído por el auricular. Parecía que Kate había dicho: «Van hacia allí para mataros». Y luego algo más que no llegó a comprender, seguido de un ruido continuo de interferencia estática.

Marek había abierto el baúl situado junto al pequeño altar, y en ese momento revolvía apresuradamente el contenido.

—¡Ven a ayudarme!

—¿Qué? —preguntó Chris.

—Oliver tiene alojada a su querida en esta habitación —explicó Marek—. Así que muy probablemente guarda aquí un arma.

Chris se acercó a un segundo baúl, colocado al pie de la cama, y lo abrió. Parecía lleno de ropa blanca, vestidos y prendas de seda. Mientras lo registraba, fue lanzando ropa al aire, que quedó esparcida por el suelo.

No encontró arma alguna.

Nada.

Miró a Marek, que, de pie en medio de un montón de vestidos, movía la cabeza en un gesto de negación.

No había armas.

Chris oyó aproximarse por el pasillo las rápidas pisadas de los soldados, e instantes después, al otro lado de la puerta, el silbido metálico de las espadas al salir de las vainas.