30.40.39

Kate Erickson se arrimó a la pared, notando en la espalda el contacto húmedo de la piedra. Se había metido en una de las celdas del pasillo y, con la respiración contenida, aguardaba a que pasaran ante ella los guardias que habían encerrado a Marek y Chris. A juzgar por sus risas, estaban de buen humor. Oyó decir a uno de ellos:

—A sir Oliver no le ha gustado nada que ese caballero de Hainaut dejara en ridículo a su lugarteniente.

—¡Y el otro es aún peor! Monta como un fardo, y aun así ha quebrado dos lanzas con Tête Noire.

Risas generales.

—Ciertamente han dejado en ridículo a Tête Noire, y con toda seguridad lord Oliver hará rodar sus cabezas antes de ponerse el sol.

—O mucho me equivoco, o los hará decapitar antes de la cena.

—No, después. Así la concurrencia será mayor.

Más risas.

Se alejaron por el pasillo, desvaneciéndose gradualmente sus voces. Al cabo de un momento Kate apenas los oía. De pronto se produjo un breve silencio. ¿Habrían empezado a subir por la escalera? No, aún no. Los oyó reír otra vez. Y sus risas continuaron, pero ahora sonaban distintas, faltas de naturalidad.

Algo ocurría.

Kate aguzó el oído. Los guardias hablaban de sir Guy y lady Claire, pero Kate no distinguía bien sus palabras. Oyó:

—… muy enojado con nuestra señora…

Y más risas.

Kate frunció el entrecejo.

Las voces ya no eran tan débiles.

Mala señal. Los guardias regresaban.

¿Por qué?, se preguntó Kate. ¿Qué pasaba?

Miró hacia la reja, y en el suelo de piedra, a la entrada de la celda, vio las huellas húmedas de sus propios pies.

Al pisar la hierba cercana al arroyo se le habían empapado los zapatos. A ella y a los demás, como revelaba el rastro lodoso de pisadas dejado en el centro del pasillo. Pero unas huellas, las suyas, se desviaban de ese rastro en dirección a la celda.

Y al parecer los guardias lo habían notado.

Maldita sea, se dijo.

—¿Cuándo termina el torneo? —preguntó una voz.

—Alrededor de la hora nona.

—Está a punto de acabar, pues.

—Hoy lord Oliver cenará temprano y se preparará para la llegada del Arcipreste.

Kate escuchaba con atención, tratando de contar el número de voces distintas. ¿Cuántos guardias había? Intentó recordarlo. Al menos tres. Quizá cinco. Mientras los seguía, no había prestado atención a ese detalle.

Maldita sea.

—Según dicen, el Arcipreste trae unas huestes de mil hombres…

Una sombra se proyectó en el suelo frente a la celda. Eso significaba que había guardias a ambos lados de la puerta.

¿Qué podía hacer? Sólo sabía que no debía dejarse capturar. Era una mujer, y su presencia allí abajo no tenía justificación alguna. La violarían y matarían.

Pero no sabían que era una mujer, reflexionó; aún no. El pasillo quedó en silencio, y Kate oyó unos pasos sigilosos. ¿Qué harían los guardias a continuación? Probablemente uno de ellos irrumpiría en la celda y los otros aguardarían fuera, preparados, con las espadas desenvainadas y en alto…

Kate no podía quedarse allí esperando. Agachándose, se abalanzó hacia la puerta.

Topó con el guardia que entraba en la celda, golpeándolo de lado en una rodilla. Con un aullido de dolor y sorpresa, el hombre cayó de espaldas. Los otros guardias vociferaron, pero Kate ya había cruzado la puerta. Uno de los guardias trató de herirla con su espada; el filo dio en la pared de piedra justo detrás de ella y saltaron chispas. Kate echó a correr por el pasillo.

—¡Una mujer! ¡Una mujer!

La persiguieron.

Kate estaba ya en la escalera de caracol y subía rápidamente. Abajo, oyó el ruido metálico de las lorigas cuando los guardias empezaron a ascender detrás de ella. Al llegar a la planta baja, hizo lo primero que se le ocurrió: entrar en el gran salón.

Se hallaba vacío, con las mesas ya puestas para un festín, pero aún sin bandejas de comida. Corrió entre las mesas, buscando un lugar donde esconderse. ¿Detrás de los tapices? No, pendían a ras de pared. ¿Bajo alguna mesa, oculta por el largo mantel? No, sin duda mirarían debajo de todas las mesas y la encontrarían. ¿Dónde? ¿Dónde? Observó la enorme chimenea, donde ardía un fuego vivo. ¿No salía de allí un pasadizo secreto? ¿Estaba el pasadizo allí, en Castelgard, o en La Roque? No lo recordaba. Debería haber prestado más atención.

Rememorando, se vio a sí misma, vestida con un pantalón corto de color caqui, un polo y unas Nike, paseando perezosamente entre las ruinas y tomando notas. Su único interés —si alguno tenía— era satisfacer las expectativas de sus compañeros de investigación.

¡Debería haber prestado más atención!

Oyó acercarse a los guardias. No quedaba tiempo. Corrió hacia la chimenea de dos metros y medio de altura y se escondió detrás de la gran pantalla circular de color dorado. Notó en su cuerpo el intenso calor del fuego. Oyó entrar a los hombres en el salón, gritando. Moviéndose apresuradamente de un lado a otro, buscaban en todos los rincones. Kate se acurrucó contra la pantalla, contuvo la respiración y esperó.

Kate oyó golpes y ruido de platos en las mesas mientras los guardias registraban el salón. Sus voces, ahogadas por el fragor de las llamas, no le llegaban claramente. Algo cayó con un estrépito metálico, algo grande, quizá un almenar.

Esperó.

Un guardia hizo una pregunta con voz alta y perentoria. Kate no oyó la respuesta. Otro, también a gritos, formuló una segunda pregunta, y esta vez Kate oyó vagamente la respuesta, apenas un susurro. No parecía una voz de hombre. ¿Con quién hablaban?

Parecía una mujer. Kate aguzó el oído. Sí, era una voz femenina, sin duda.

Otro intercambio de palabras, y a continuación el sonido de las lorigas de los guardias marchándose precipitadamente. Asomándose desde detrás de la pantalla dorada, Kate los vio salir por la puerta.

Aguardó un momento y abandonó su escondrijo.

Vio a una niña de diez u once años. Tenía la cabeza envuelta en un paño blanco que sólo dejaba al descubierto su rostro. Llevaba un vestido de color rosa, holgado y largo, casi hasta el suelo. Con una jarra de oro, vertía agua en las copas de las mesas.

La niña se limitó a mirarla.

Kate temía que empezara a gritar, pero no lo hizo. Observó a Kate con curiosidad por un instante y luego dijo:

—Han subido por la escalera.

Kate se dio media vuelta y echó a correr.

Dentro de la celda, a través de un tragaluz abierto en la parte alta del muro, Marek oyó un toque de trompetas y el clamor lejano de la multitud congregada en el palenque. El guardia alzó la vista con manifiesto disgusto, maldijo a Marek y al profesor y regresó a su banco.

—¿Tenéis un marcador de navegación? —preguntó el profesor en voz baja.

—Sí —respondió Marek—. Lo tengo yo. ¿Conserva usted el suyo?

—No, lo perdí. Unos tres minutos después de llegar.

El profesor, según él mismo explicó, había aparecido en la zona boscosa del llano que se extendía junto al río, cerca del monasterio. En la ITC le aseguraron que ése era un lugar aislado pero en una situación ideal. Sin alejarse de la máquina, tendría ocasión de ver los principales yacimientos de su excavación.

Lo que sucedió a continuación fue pura mala suerte: el profesor se materializó en el preciso instante en que una cuadrilla de leñadores, con las hachas al hombro, se adentraba en el bosque para iniciar su jornada.

—Vieron los destellos de luz, y luego me vieron a mí, y todos se postraron de rodillas y rezaron. Creyeron que habían presenciado un milagro. Después llegaron a la conclusión de que el milagro no era tal y empuñaron sus hachas —contó el profesor—. Pensé que iban a matarme, pero afortunadamente hablo occitano. Los convencí para que me llevaran al monasterio y dejaran decidir a los monjes sobre la naturaleza de mi aparición. —Por lo visto, los monjes lo tomaron bajo su custodia, lo desnudaron y examinaron su cuerpo en busca de estigmas—. Miraban en los sitios más insólitos, y fue entonces cuando exigí ver al abad. El abad deseaba conocer el acceso al pasadizo secreto de La Roque. Sospecho que ha prometido esa información a Arnaut. En cualquier caso, le sugerí que quizá podía encontrarse algún dato en los documentos monásticos. —El profesor sonrió—. Y me ofrecí a revisar los pergaminos por él.

—¿Sí?

—Y creo que lo he descubierto.

—¿El pasadizo?

—Eso creo. Sigue un río subterráneo, así que probablemente es muy largo. Parte de un lugar conocido como «la ermita verde». Y hay una llave de entrada.

—¿Una llave?

El guardia soltó un gruñido, y Marek calló. Chris se levantó y se sacudió la paja húmeda de las calzas.

—Tenemos que salir de aquí —dijo—. ¿Dónde está Kate?

Marek movió la cabeza en un gesto de negación. Kate seguía en libertad, a menos que los gritos de los guardias que habían oído minutos antes significaran que la habían capturado. Pero Marek no lo creía. Así pues, si conseguía ponerse en contacto con ella, quizá pudiera ayudarlos a escapar.

Para eso, era necesario encontrar algún modo de librarse del guardia. Pero había al menos veinte metros desde el recodo del pasillo hasta el banco del guardia, así que era imposible atacarlo por sorpresa. No obstante, si Kate se hallaba lo bastante cerca para oírlos por el auricular, tal vez Marek podría…

Chris empezó a golpear los barrotes de la celda y llamar a gritos al guardia.

Antes de que Marek tuviera ocasión de hablar, el guardia apareció por el pasillo mirando con curiosidad a Chris, que había sacado una mano entre los barrotes y, con señas, le indicaba que se aproximase.

—¡Eh, ven aquí! ¡Eh, aquí!

El guardia se acercó a él, hizo ademán de apartarle de un manotazo el brazo que asomaba por la reja, y de pronto rompió a toser mientras Chris lo rociaba con el aerosol. El guardia se tambaleó. Chris alargó de nuevo el brazo, agarró al guardia por la gorguera y lo roció por segunda vez directamente en la cara.

El guardia puso los ojos en blanco y se desplomó como un saco. Tratando de sujetarlo, Chris se golpeó el brazo contra un travesaño de la reja, lanzó un alarido de dolor y soltó al guardia, que cayó hacia atrás y quedó tendido en medio del pasillo.

Fuera de su alcance.

—Buen trabajo —dijo Marek con tono de reproche—. Y ahora ¿qué?

—Ahora podrías ayudarme, y no ser tan negativo —protestó Chris. Arrodillado, estiraba el brazo entre los barrotes, pero por más que extendía los dedos le faltaban quince centímetros para alcanzar el pie del guardia. Gruñendo por el esfuerzo, dijo—: Si tuviéramos algo… un palo o un gancho, algo que nos permitiera tirar de él…

—No serviría de nada —advirtió el profesor desde la otra celda.

—¿Por qué no?

El profesor salió de la oscuridad y miró entre los barrotes.

—Porque no tiene la llave.

—¿No tiene la llave? —preguntó Chris—. ¿Y dónde está?

—Colgada de la pared —contestó Johnston, señalando hacia el pasillo.

—¡Mierda! —exclamó Chris.

Aún tendido en el suelo, el guardia contrajo una mano. Luego sacudió una pierna espasmódicamente. Estaba despertando.

—¿Y ahora qué hacemos? —dijo Chris, aterrorizado.

—¿Me oyes, Kate? —preguntó Marek.

—Te oigo.

—¿Dónde estás?

—En el pasillo, no muy lejos de vosotros. He vuelto porque aquí no me buscarán.

—Kate, ven, deprisa —apremió Marek.

De inmediato, Marek la oyó correr hacia ellos.

El guardia tosió y se incorporó parcialmente, apoyándose en un codo. Echó un vistazo pasillo abajo y trató de ponerse en pie.

Estaba aún de rodillas, con las manos apoyadas en el suelo, cuando Kate le asestó un puntapié en la cara, derribándolo de nuevo. Pero el guardia no perdió el conocimiento; quedó sólo aturdido. Empezó a levantarse, sacudiendo la cabeza para aclarársela.

—Kate —dijo Marek—, las llaves…

—¿Dónde?

—En la pared.

Kate retrocedió por el pasillo, cogió las llaves, unidas por una gruesa anilla, y corrió hasta la celda de Marek. Introdujo una llave en la cerradura, pero no giró.

Soltando un gruñido, el guardia se abalanzó sobre ella, y rodaron los dos por el suelo. Forcejearon, pero él, mucho más corpulento, la redujo con facilidad.

Con las dos manos entre los barrotes, Marek extrajo la llave de la cerradura y probó otra. Tampoco abría.

A horcajadas sobre Kate, el guardia la tenía sujeta por el cuello con la intención de estrangularla.

Marek probó otra llave. No hubo suerte. Quedaban seis llaves más en la anilla.

Kate, con el rostro ya azulado, emitía un ronquido gutural. En vano, golpeaba una y otra vez los brazos del guardia con los puños. Trató de golpearlo en la entrepierna, pero el sobreveste del guardia se lo impidió.

—¡El cuchillo! ¡El cuchillo! —gritó Marek, pero ella no pareció entenderlo. Probó otra llave, con igual resultado.

Desde la celda de enfrente, Johnston increpó al guardia en francés. El guardia alzó la mirada y le contestó con un reniego. En ese instante, Kate sacó la daga y la hincó con todas sus fuerzas en el hombro del guardia. La hoja no traspasó la loriga. Kate lo intentó otra vez, y otra más. El guardia, enfurecido, empezó a sacudirle la cabeza contra el suelo de piedra para obligarla a tirar el arma.

Marek probó otra llave.

Giró en la cerradura con un penetrante chirrido.

El profesor vociferaba; Chris vociferaba, y Marek abrió de par en par la puerta de la celda. El guardia se volvió hacia él, soltó a Kate y se levantó. Tosiendo, Kate le clavó la daga en las piernas desprotegidas, y el guardia lanzó un aullido de dolor. Marek le asestó dos contundentes golpes en la cabeza. El guardia se desplomó y quedó inmóvil en el suelo.

Chris abrió la puerta de la celda del profesor. Kate se puso en pie, recobrando lentamente el color.

Marek había sacado la oblea blanca de cerámica y tenía ya el pulgar en el botón.

—Muy bien, por fin estamos todos Juntos —dijo, mirando alrededor para comprobar la distancia entre las celdas—. ¿Hay sitio suficiente? ¿Podemos llamar a la máquina aquí mismo?

—No —respondió Chris—. Tiene que haber dos metros libres a la redonda, ¿recuerdas?

—Necesitamos más espacio. —El profesor se volvió hacia Kate—. ¿Sabes cómo salir de aquí?

Kate asintió con la cabeza, y se pusieron en marcha pasillo abajo.